viernes, 25 de marzo de 2011

Gritos de anormalidad

Resultaba antipática y egoísta. Cada vez que expresaba una exigencia caprichosa a su madre te revolvía las tripas con la respuesta que le hubieras dado si fuese una hija tuya. No tenía término medio entre el grito exigente y la sumisión más silenciosa. Parecía como si siempre estuviera guiándose entre la repulsa y la resignación, entre el abandono más absoluto y la esperanza venturosa.

Tenía la edad en que la adolescencia empieza a florecer resuelta en ímpetus descontrolados, pero su cuerpo luchaba contra unos trasplantes que le impedían seguir el ritmo de su desarrollo mental. Su infancia se prolongaba en un organismo que no conseguía abandonar las estancias hospitalarias más que durante cortos períodos de tiempos. Todos conocían a aquella niña que no acababa de crecer y a la que consentían cualquier demanda convencidos de que su infancia no había sido un sendero gratificante.

Prácticamente había tomado los biberones entre los azulejos blancos que olían a alcohol y aprendido las cuatro reglas en las salas de diálisis que conseguía abandonar cuando recibía un nuevo órgano que volvía a encender las ilusiones de una vida normal. Pero nada en ella era normal, salvo su exigencia por querer serlo. Por eso protestaba ante cualquier cosa y por eso todos la soportábamos. Deseábamos poder contestarle como a una niña malcriada, cuando en realidad era una niña maltratada por la enfermedad.

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