La osadía del ser humano frente a la Naturaleza es, en demasiadas ocasiones, de una temeridad pasmosa. El hombre se comporta como si realmente estuviera convencido de ser el “rey de la Creación”, asumiendo confiadamente la potestad de alterar cualquier circunstancia que suponga un obstáculo a su voluntad manipuladora, sin importarle las consecuencias que ello pudiera acarrear. Tal parece que, más que querer modificar situaciones que condicionen su existencia, le mueve el empeño infantil por hacer lo que se le antoja con tal de saciar un insoslayable complejo de superioridad o una grandísima autoestima.
Pero entiéndaseme: no se trata de impedir el avance de la ciencia hasta donde el conocimiento permita ni el desarrollo de toda tecnología que pueda derivarse de la actividad y resultados científicos, sino de no olvidar, a pesar del saber acumulado, que estamos a merced de todo lo que desconocemos. Porque si algo revela la sabiduría es lo mucho que queda por aprender y la inmensa brecha de lo ignoto.
Por ello asombra que seamos capaces de construir reactores nucleares para generar energía eléctrica, siendo conscientes del peligro que encierran, en lugares de constatable riesgo sísmico y demás amenazas, no por infrecuentes menos graves, como los tsunamis. Sólo la prepotencia ciega de quien se considera con dominio sobre la Naturaleza se atreve a sembrar con estas potenciales bombas una isla que se asienta sobre el borde de una falla tectónica que periódicamente sacude la zona. Era cuestión de tiempo para que lo incontrolable desbordara lo improbable y produjera un accidente como el acaecido en las centrales de Fukushima, en Japón, donde varios reactores nucleares, sin poder refrigerar su núcleo, están a punto de derretir la vasija que los contiene y dejar escapar material radiactivo a la atmósfera. Nadie habla, de momento, del agua contaminada que se vierte al mar donde las partículas radiactivas podrían alcanzar la cadena trófica marina.
Sin embargo, tampoco es cuestión de alarmismos ni de aceptar o rechazar, sin más, los recursos que nos garantizan una vida más confortable, pero sí de valorar su idoneidad en función de las ventajas e inconvenientes que nos reportan. Y de seleccionar aquellos que menos riesgos y más beneficios nos ofrezcan. Es decir: no estoy en contra de la energía nuclear, pero sí de su uso indiscriminado y poco ponderado en cualquier lugar, cuando hay alternativas que, a lo mejor no convienen al mercado ni al sector que las negocia (nacional e internacional), son más seguras, económicas y suficientes para dar respuesta a nuestras necesidades durante un plazo de tiempo razonable.
Causa perplejidad como la ambición o los intereses múltiples ponen una venda a los ojos de la precaución y enmudecen las consideraciones críticas. Así no es de extrañar que levantemos centrales donde pueden sufrir accidentes o construyamos urbanizaciones sobre los cauces y drenajes de ríos y torrentes circunstancialmente (geológicamente) secos. Y roturemos laderas de montañas enteras para saquear de minerales sus entrañas hasta que se derrumban y aplastan las galerías o expoliemos los mares de peces hasta impedir su reproducción aunque sirvan para nuestra alimentación.
Siempre habrá algo a lo que culpabilizar de cualquier desgracia. Hoy la lluvia, mañana la sequía y allá un terremoto, una marea, un virus o un tornado. Lo único cierto de todos estos fenómenos es que ponen de relieve la imprudencia del hombre frente al mundo que lo aloja. Demuestran nuestra osadía temeraria.
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