No es habitual, pero a veces llega la gota que colma el vaso y acaba con la paciencia que mantiene sumisa a la población en una situación que, puestos a perder, ya no puede ser peor. Es lo que está pasando en Túnez: el pueblo se ha hartado.
Se repiten allí aquellas imágenes de claveles en la boca de los fusiles que tanto envidiamos de la revolución portuguesa, cuando el ejército derrocó al dictador de la vecina República. Creíamos que ya no volveríamos a presenciar nada semejante hasta que la inmolación de un joven desesperado, que se suicidó quemándose a lo bonzo después de que la policía requisara lo único que le permitía sobrevivir, un mísero puesto ambulante, nos hiciera recordar aquella Revolución de los claveles de Portugal o la Primavera de Praga.
La fuerza y la violencia la detectan los Estados y es un instrumento de coacción del que se sirve el Poder, todo poder -legítimo o ilegítimo-, en su ejercicio. Pero, como antes en Portugal y ahora en Túnez, llega un momento en que esa fuerza se niega a obedecer y se alinea con un pueblo que expresa su hartura ante el sátrapa que esquilma sus riquezas y humilla su dignidad. Es un incidente banal, una simple gota -el decomiso de un puesto callejero-, el que hace prender la mecha de una revuelta que ya no tiene marcha atrás.
Causa emoción, desde las viejas democracias occidentales, instaladas en el conformismo más pasivo, contemplar la ilusión de un pueblo por recuperar las libertades y luchar por derechos que a nosotros ya no nos conmueven ni motivan acción alguna. Túnez ha iniciado un camino, al librarse del dictador Ben Alí y aspirar a la democracia, inédito en los países árabes, que temen horrorizados que el ejemplo se extienda entre ellos.
Pero, más allá de la emoción, causa desasosiego que aquella ilusión desemboque en la frustración de unas aspiraciones excesivas, las que confían en la democracia como solución a los problemas y la abolición de todas las servidumbres e injusticias. Aún siendo preferible a cualquier régimen opresor, cuyo único propósito es la avaricia o la megalomanía de quien lo instaura, la democracia, tras una primera bocanada de aire puro, queda determinada por un mercado en que las acciones valen más que los votos y los intereses económicos priman sobre los sociales.
El sistema de mercado exige un marco legal y estable que las democracias le facilitan y donde el poder económico impone sus reglas. La consolidación de las grandes corporaciones que la globalización trae consigo hace que muchas multinacionales tengan mayor potencial que los propios Estados y constituyan el imperio del Capital. Esa globalización implanta un modelo económico que el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) y la Organización Mundial del Comercio (OMC) velan por perpetuar e imponer. En España ya conocemos sus recetas.
Posiblemente ese sea el único destino viable de las democracias, pero observando la alegría de los tunecinos, mientras abrazan al Ejército y destruyen todo rastro de una dictadura, uno desearía que los gobiernos respondieran a las necesidades de la gente antes que a las del mercado
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