Afortunadamente, ninguna medida humana es eterna. Son fruto de una realidad concreta y se adecuan a las circunstancias. Con el tiempo hay que modificarlas para ir adaptándolas a factores que eran imposibles de prever cuando se tomó el acuerdo. Eso pasa con todo, con las pensiones, las constituciones, el matrimonio y hasta con los dogmas de fe. Son construcciones humanas que evolucionan con el hombre.
Con las pensiones, como he señalado, pasa lo mismo. Cuando se instauró el Estado del bienestar, tras la II Guerra Mundial, los trabajadores solían empezar a trabajar a una edad muy joven y cuando se jubilaban, a los cincuenta y pocos años, tenían una esperanza de vida que raramente sobrepasaba los diez años. Hasta ayer mismo, la edad de jubilación era a los 65 años y se ha tenido que modificar. ¿Por qué?
Por un motivo esencial: para conservar el derecho a una pensión. Hoy día, gracias a nuevas condiciones laborales, mejor alimentación y a las provisiones médicas, la supervivencia media de los españoles supera los 82 años. Es decir, duplica a la de hace apenas 50 ó 100 años. Esa longevidad representa una carga considerable para cualquier economía pública, que ha de “cuadrar” sus cuentas en función de los ingresos.
Pero es que, además, si a mediados del siglo pasado las masas trabajadoras eran significativamente más numerosas que las clases pasivas, hoy esa pirámide poblacional, a causa de la baja natalidad, casi se ha invertido. El “pico” de la pirámide no sólo se ensancha considerablemente, sino que tiene una supervivencia alargada que le permite disfrutar de su pensión por muchos años, a veces durante un período similar al trabajado. Las proyecciones demográficas estiman que, en 2050, España se podría convertir en uno de los países más envejecidos del mundo, con más de 14 millones de personas superiores a los 65 años, prácticamente a un pensionista por trabajador.
Y es que la base que cotiza -afiliados a la seguridad social- mengua. El número de trabajadores que aportan recursos para sostener las pensiones, entre otros derechos, se ha visto reducido por la baja natalidad que ha experimentado la sociedad española. Esa tasa de dependencia también se ve decrecer en los últimos años por el impacto de la crisis económica y el altísimo número de parados.
Todo ello abocaba a la insostenibilidad del sistema. La solución no era dejar que éste quebrase ni suprimir el principio de una jubilación justa y necesaria. Había que encontrar valor para decidir el retraso de la edad de jubilación –de 65 a 67 años, puesto que se vive más años- y ampliar el período de cómputo (de 15 años a 25) para determinar su cuantía, que actualmente está en una media de 1.107 euros mensuales, según datos de CC.OO.
Es evidente que estos cambios son impopulares y siempre se han evitado. Tanto es así que, en puridad, este problema junto a otras deficiencias del Estado del bienestar se debe a la pusilanimidad política más que a la crisis económica, como denuncia Tony Judt.
Pero lo más importante de estas medidas es que rompe con el concepto de que el sistema de pensiones es intocable e instaura la revisión periódica para corregir sus deficiencias sin que por ello se cometa sacrilegio alguno. Simplemente se adoptan medidas para evitar el colapso del sistema y se garantiza el futuro de las pensiones en virtud de las nuevas circunstancias. Afortunadamente.
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