Hoy es un día señalado en la esfera de mi intimidad. A pesar de que cada jornada es una efemérides de la supervivencia, hay fechas que sirven como recordatorio de un capítulo superado y del proyecto que ha de continuar y renovarse con perspectivas inéditas. Hay cumpleaños que son especiales. Cincuenta y cinco años en la vida de una persona son una cúspide, una atalaya desde la que contemplar con calma el camino recorrido y vislumbrar, aún con las nieblas de la imprecisión, el horizonte hacia el que nos dirigen nuestros propios pasos.
Desde esa cima de la madurez y de la confianza labrada con los disgustos de la experiencia es posible intuir el futuro, única dirección a la que se orientan todos los rumbos. Sin embargo, sólo la ilusión ante los retos y lo desconocido hace posible que los cumpleaños se conviertan en símbolos esperanzadores del porvenir ignoto y un regocijo por lo conquistado. Máxime si ese proyecto vital se ve obsequiado por las semillas que el amor ha engendrado y de las que brotan nuevas vocecitas y ojitos curiosos que llenan de inocencia y ternura el fugaz momento en que nos acompañan.
Cincuenta y cinco años es mucho para el que aspira a una felicidad esquiva, pero poco para quien la disfruta y la irradia en el calor de una familia. Los que nos sentamos alrededor de ese fuego generoso tenemos motivos para la celebración y el reconocimiento. Juntos te deseamos: ¡Felicidades, Charo!
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