sábado, 28 de agosto de 2010

Fotograma, 21

El niño tenía unos primos cuyos nombres nunca ha olvidado, aunque fueran con los que menos relación había mantenido, pues no correspondían a su edad, eran algo mayores, al menos lo mayores que un niño en esa edad aprecia en una diferencia de pocos años. Eran dos hermanos, varón y hembra, hijos de un hermano de la madre del niño, un tío al que nunca tuvo la oportunidad de conocer porque había muerto en la guerra. Salvo ese detalle de una ausencia tan clamorosa, nada más se sabía ni se hablaba al respecto. La viuda, tía Raquel, vivía unas calles más arriba, cerca de la casa de la abuela, en una vivienda unifamiliar que el niño visitaba con su madre de vez en cuando y en la que admiraba el orden metódico que reinaba en ella. El niño no frecuentaba aquel hogar pero le llamaban la atención unos primos educados y serios, poco dados a juegos y bromas, reservados y formales como todo en la casa, lugar donde quizás haya visto la primera televisión en color de su vida.

Los nombres de aquellos primos los habrá de recordar siempre, Carlos y Amarilis, porque aparecen siempre juntos, como un ramillete, formando el dúo inseparable con que el niño los recuerda durante su infancia. Son recuerdos caprichosos que, una vez más, parecen guardar relación con lo que el niño, de alguna manera, admira y toma como modelo en su vida. No hay juegos, ni detalles de una relación estrecha o frecuente, como la que mantuvo con otros primos de los que nada se acuerda, pero su cerebro registra en la memoria los nombres de Carlos y Amarilis como una referencia que jamás olvidará. Ambos forman parte de la familia más difuminada, la que permanece entre las brumas más densas y opacas. Es la familia por parte de madre, de la que tiene conocimiento por conversaciones, cartas o visitas aisladas, no por un trato cercano y frecuente, como sucedía con la del padre. El niño tiene la impresión de que incluso así era cómo se relacionaba con ellos durante aquellos años, cual fantasmas de los que conserva sólo unos nombres grabados en la memoria.

Es en ese lugar fantasmagórico donde habitan el tío Carlos, muerto en la guerra de Corea, titi Wita, la hermana con la que la madre mantenía una correspondencia hasta el mismo día de su muerte, enviando cartas a un Boston que en la imaginación del niño parecía remoto y helado, y tía Ñela, la que hizo de madre de todos ellos, con una autoridad indiscutida y, ¡oh detalles de una memoria traviesa!, un piano en el salón. Por línea materna no existían abuelos, nunca los hubo. El niño no conoce siquiera los nombres de esos abuelos, ni quiénes eran ni porqué desaparecieron sin dejar rastro. Es un linaje matriarcal que está envuelto en una especie de neblina que borra sus contornos e impide ver su contenido, y en el que el niño siempre anduvo perdido cuando pretendía comprender las relaciones que indefectiblemente trenzaron sus miembros. El niño era testigo de dos mundos: uno evidente y otro confuso. Si la familia del padre era para el niño como la tierra, de una presencia sólida, la de la madre era como el aire, invisible, prácticamente inaprensible, aunque los nombres de aquellos seres vaporosos se afiancen extrañamente en el recuerdo y mantengan el atractivo de un apellido al que el niño se siente especialmente vinculado: Bonet.

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