martes, 31 de agosto de 2010

Provocaciones y complejos

Las relaciones entre vecinos siempre son problemáticas por mucho que uno se empeñe en llevarse bien. Hay que tolerar comportamientos con los que no se está de acuerdo y viceversa. El consenso necesario para acordar un mínimo de buena vecindad es abstenerse de lo que el contrario no está dispuesto a consentir con objeto de salvaguardar los respectivos status quo y la paz de todos. Aún así, es difícil mantener el equilibrio entre la amistad y la firmeza ante un vecino que se empeña en incordiar y en no corresponder al trato que se le dispensa. En tales casos, tanto a escala doméstica como política, existe un refrán que nos aconseja: “más vale una colorá que cientos amarilla”.

Es lo que pasa con las relaciones entre España y Marruecos: son propias de un psiquiatra. Marruecos mantiene unas relaciones con España que se mueven entre el interés y el rechazo. Está obligado a una buena reciprocidad debido a las intensas relaciones comerciales y a su dependencia occidental, que lo aleja, por ahora, del enroque fundamentalista que considera todo lo occidental como causa del oprobio de la civilización islámica. Aunque su progreso está sustentado en gran medida en el mantenimiento de esas relaciones, ello no impide al mismo tiempo una actitud de recelo y, a veces, de enfrentamiento, más parecida al complejo que padecen los que tratan a quien consideran superior o poderoso, que a un país en la esfera de las relaciones internacionales.

Evidentemente existen situaciones originadas en tiempos de descolonización y en la historia remota. Potencias europeas como Francia, Portugal y España tuvieron mucho que ver con la creación del Marruecos moderno y conservan, sobre todo España, dominios en la zona. La descolonización vergonzosa del Sáhara, cuando España no supo o no pudo, en los estertores del franquismo, hacer frente al pulso marroquí e reintegrar aquellas tierras de manera equitativa y justa entre quienes la reclamaban (Marruecos, Mauritana y los saharauis), y la complicada ubicación de ciudades españolas en el norte de África, haciendo frontera no sólo entre ambos países, sino entre dos continentes y dos civilizaciones, alimentan lo que en psicología se entiende como la etiología del trauma: un foco permanente de conflictos no resueltos que de vez en cuando enturbia las relaciones con brotes de agresividad no contenida y explosiva.

Pero si la actitud de Marruecos es, al menos, comprensible (no justificable) desde parámetros psicológicos, la de los activistas españoles, manifestándose en aquel país en defensa de los derechos de un pueblo que fuimos los primeros en abandonar a su suerte (y que posiblemente nos origina un complejo de culpabilidad), me parece una provocación irresponsable, por consciente y premeditada, que poco o nada ayuda a los fines perseguidos, máxime cuando Marruecos no es una democracia equiparable a los cánones occidentales y su Estado monárquico se comporta con una arbitrariedad manifiesta, con el que ni la propia ONU ha podido alcanzar ningún acuerdo para resolver el problema del pueblo saharaui (Plan Baker).

Todos los esfuerzos para atraer, con inversión, progreso, relaciones, acuerdos, tratados y demás instrumentos económicos y políticos, al país alauita hacia ámbitos y comportamientos occidentales –cual antidepresivos a los traumatizados- pueden verse abocados al fracaso con este tipo de provocaciones a un lado y a otro de la frontera. Es verdad que a los vecinos no se les puede consentir ningún exceso, pero nosotros también debemos procurar evitarlos. Por mor de la buena vecindad y una comunidad pacífica.

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