domingo, 15 de agosto de 2010

Fotograma, 19

Pese al trauma, que queda sepultado donde no se olvida para ser ocultado eternamente, la vida del niño transcurre en el feliz espejismo de una infancia que los años, y las experiencias, van alejando. Se empiezan a buscar otras aventuras, en las vivencias desaparece la inocencia para ser sustituida por la osadía de lo consciente, descubrir el placer de la autonomía para hacer lo que plazca, no lo que mandan. Son años de transición que se devoran con el ansia de quien huye hacia adelante para escapar de las garras de la niñez. Aunque no existe una frontera precisa que la delimite, igual que la noche no es una línea negra sobre el día, una zona de penumbras va distanciando la infancia del niño. Un muchacho delgado, alto y tímido, con sentimientos encontrados, comienza a surgir, atrapado aún entre los impulsos de continuar cobijado bajo las faldas de su madre, el regazo protector de la familia, o los que le llevan a explorar lo prohibido, a buscar lo que los adultos le niegan: decidir. La inocencia, gradual pero inexorablemente, empieza a ser vencida por la malicia. Mucho tuvo que ver el trauma del niño, aunque todavía no fuera consciente de ello, en ese vértigo por recorrer las penumbras que separan la infancia de los primeros brotes de la adolescencia.

Son años de felicidad, de sentir cosas nuevas e ir más lejos, percibir con asombro que el mundo es más grande y la vida mucho más compleja, pero interesante. Aparecen los primeros castigos ante las continuas desobediencias y nuevas urgencias desorientan al muchacho, cuya sangre hierve de independencia e intolerancia. El egoísmo guía su conducta para compensar las carencias de una personalidad en formación y confusa, aturdida por la pérdida de la arcadia feliz de la niñez y la inocencia. Tiene ante sí un horizonte infinito que le reclama sin tutelas. Quiere ser mayor. Y empieza a serlo.

No hay comentarios: