viernes, 15 de noviembre de 2013

Las varas de medir

De la justicia siempre se ha dicho que es ciega porque utiliza distintas varas para medir la gravedad de los delitos y la dureza de los castigos. Más de uno se pregunta si, además de ciega, es sorda por el clamor que generan las críticas a muchas de sus sentencias. Es es lo que acaba de suceder con la absolución sin castigo que ha dictaminado contra los causantes y los gestores de la mayor catástrofe ecológica por contaminación acaecida en España a causa del naufragio del petrolero Prestige. Nadie ha resultado culpable de lo sucedido en ese caso, salvo el capitán, a quien condena a nueve meses de cárcel, cuya edad le eximirá de cumplir, por desobedecer a unas autoridades que, con decisiones tachadas por el juez de “eficaces”, contribuyeron a que la marea negra del chapapote se extendiera a lo largo de más de 2.000 kilómetros de costas gallegas, cantábricas y francesas. ¡Toda una eficacia si lo que se pretendía era contaminar la mayor parte de litoral posible!

No se entiende con qué vara se mide un desastre de esta envergadura, cuyos daños han sido evaluados en más de 4.000 millones de euros, sin que el Gobierno muestre el más mínimo interés en endurecer las leyes contra cualquier agresión derivada de la actividad humana que afecte al medio ambiente, de manera que se puedan exigir responsabilidades a los causantes de la misma. Antes al contrario, el Gobierno se muestra "contento" con el fallo de esta sentencia absolutoria. Sin embargo, la vara se torna inflexible a la hora de reclamar sanciones más duras en el Código Penal para castigar los escraches a cargos públicos y otros actos tipificados como atentados contra la seguridad pública y las fuerzas de seguridad. Al parecer, es más peligroso manifestarse que contaminar miles de kilómetros de naturaleza. También la vivienda de un político o el edificio que alberga una institución debe estar más protegido que el medio ambiente. Son varas de distinto calibre, por lo que se ve. Pero hay más.

Que un desgraciado sin trabajo, por causas ajenas a su voluntad, a su intención, a sus deseos y a la ilusión de su vida, deje de pagar una hipoteca, es motivo suficiente para que todo el peso de la ley recaiga sobre él y sea condenado al desahucio de la vivienda y a pagar las costas del juicio, lo cual no le libra de seguir manteniendo la deuda con el banco. Pero los gestores de cualquier banco, al que entrampan con “inversiones” especulativas fallidas o con emisiones de productos financieros más parecidos a una estafa que otra cosa, no merecen apenas “reproche” alguno. Al contrario, ante la situación de quiebra que paraliza la actividad financiera de estas entidades, el Gobierno se apresura al "rescate" de los mismos mediante ingentes inyecciones de dinero público que, sin embargo, racanea para financiar los servicios públicos que debiera prestar a los ciudadanos. Son, igualmente, varas distintas para medir quién merece el socorro por sus deudas: los poderosos o los débiles. El Gobierno y la Justicia parecen tener clara la disyuntiva.

El nexo orgánico que relaciona el Gobierno y la Justicia -la Fiscalía- dispone asimismo de varas de medir de tamaño dispar, según los casos en los que interviene. Así, a pesar de compartir responsabilidades societarias en la trama de corrupción de su marido, la princesa Cristina no presenta indicios de delito, según el fiscal, para ser imputada por el juez que instruye el sumario del caso Nóos. Esa justicia magnánima con la realeza no es equiparable a la que imputa a una anciana por avalar el préstamo de un hijo y que, ante el impago por aquel, amenaza con desalojarla de su propia casa. El fiscal no solicita exculpaciones ni elabora enjundiosos alegatos jurídicos, más propios de la defensa, cuando los afectados pertenecen a la masa anónima de los desafortunados, es decir, de los que no tienen fortuna. Es otra manera de medir, también con varas desiguales, los asuntos en función de a quien conciernen, como el Prestige, los bancos, el domicilio de los políticos o las irregularidades de los poderosos.

Es tan completa su ceguera, que la Justicia (como el resto de los apéndices del Poder) se vuelve injusta... y sorda para no oír las críticas que provoca a menudo con su proceder. Y es que, aunque formalmente todos somos iguales ante la ley, las varas con las que nos miden no lo son.

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