El mayor retroceso al que estamos asitiendo en derechos laborales y sociales de la
historia de España (salvo en períodos de guerra y
estados de sitio), le parece poco al
patrón
de patronos de
la Confederación
Española de Organizaciones Empresariales (CEOE), Juan Rosell.
Las facilidades y el abaratamiento de los despidos, la desvinculación de los
convenios sectoriales en las negociaciones entre trabajadores y empresas, el
adelgazamiento de
la
Administración y los consiguientes recortes en servicios y
prestaciones públicos, junto a los vientos huracanados de privatización que asolan
el país, todo ello le parece insuficiente al representante de la patronal. Es
poco: el patrón quiere más.
En una calculada estrategia de apuntar alto para alcanzar
objetivos más cercanos y amedrentar, de paso, a sus necesarios interlocutores
(sindicatos y Gobierno), el patrón
Juan Rosell alza la voz para arremeter
contra todos -parados, funcionarios, sindicatos, gobierno-, menos contra los
suyos, los empresarios, los únicos que –al parecer- saben “trabajar” como Dios
manda. Me imagino que no incluye entre ellos a su predecesor, Gerardo Díaz
Ferrán, actualmente en prisión por fraude y otros delitos.
Y se desahoga lanzando descalificaciones. En un aparente
ejercicio de sinceridad, el líder de la patronal arremete sin piedad contra los
funcionarios, aconsejando enviarlos a sus casas (despedirlos), dándoles una
subvención (que no cuantifica, seguramente miserable), antes de que continúen “gastando papel, gastando teléfono e
intentando crear leyes”. Según él, “hay
grasa en todas partes”, en clara alusión a una sobreabundancia de empleados
públicos (no precisa si sobran jueces, bomberos, médicos, policías, maestros, bedeles
de universidad, personal de museos, administrativos en la función pública, etc.),
cosa que parece fastidiarle sobremanera. Si no fuera porque se graduó en
ingeniería industrial y se defiende como periodista, se diría que padece el síndrome
de la envidia al no poder acceder al cuerpo de funcionarios, y les tiene tirria.
Pero no hay que equivocarse. “Disparando” contra los empleados
públicos, a la patronal en verdad lo que le estorba es la función reguladora
del Estado y le gustaría que su existencia fuera únicamente testimonial, de tal
manera que las empresas pudieran establecer relaciones con sus trabajadores sin
sujeción alguna a normativa que vele por un mínimo de equidad y control. Por
eso menosprecia a los ministerios, calificándolos de “tecnoestructuras” que lo
lían todo y, al final, “sale una
legislación tremendamente complicada y difícil”. Su deseo sería que
desaparecieran, ya que pretende manos libres para decidir cómo contratar, a su
antojo. Y ofrece una pista.

Juan Rosell abordaría la sangría del paro con una nueva “reforma”
laboral, que él elaboraría en el plazo de una semana. No le convencen los “tochos
tremendos” con las propuestas gubernamentales, sino algo más simple, que sólo contenga
tres líneas (imagino que algo así: el patrón manda; esto es lo que hay; si no
te interesa, puerta). Su aspiración es el contrato único con indemnización
creciente. ¿Dónde está el truco? En las plantillas rotatorias y en la
eliminación de derechos para el trabajador. En su mente está el empeño patronal
de poder contratar miniempleos
remunerados por debajo de lo que establecen los convenios, cuya duración
pudiera ser incluso de sólo una hora, sin ningún compromiso de estabilidad ni
de futuro laboral. Con tantos millones de personas en demanda de trabajo, las
empresas podrían enlazar infinitos contratos “basura”, sin necesidad de dotarse
de una plantilla estable que acumule derechos y sea costosa de despedir. Y para
eso le sobra la normativa legal del Estado en materia laboral.
Pero no quiere que se le descubra la jugada. Para escamotear
sus pretensiones, niega en primer lugar la existencia de seis millones de
desempleados. De ahí que cuestione las estadísticas del INE (Instituto
Nacional de Estadística) y, en especial, de la EPA (Encuesta de Población Activa), a pesar de que
sus procedimientos vengan avalados por organismos internacionales y se rijan por
cálculos matemáticos, mucho más fiables científicamente que sus elucubraciones como
empresario, a la hora de radiografíar el mercado laboral. “La EPA de los seis millones de parados no es
verdad”, asegura rotundo. Afirmar tal cosa en un país en el que hay gente desesperada
que termina suicidándose por no poder pagar una vivienda es, como poco, cruel y
desalmado. Pero por si fuera poco, humilla a los que obligatoriamente están sin
trabajo al señalar que “hay quienes no
tienen intención de trabajar y se apuntan, como amos y amas de casa, al paro”.
Esa es
catadura moral de un personaje sin escrúpulos que es capaz de condenar a la extrema
pobreza y de despojar de todos sus derechos a una clase trabajadora con tal de
incrementar sin límite sus posibilidades de lucro y enriquecimiento. Porque, no
lo olvidemos, la finalidad de cualquier empresa no es crear empleo, sino ganar
dinero. El empleo es un instrumento que permite al empresario obtener ganancias
a la inversión. Y en esa relación de fuerzas entre el poderoso patrón y el
vulnerable trabajador interviene el Estado para garantizar cierta equidad y
evitar abusos. Por ello, Juan Rosell despotrica contra los funcionarios que “intentan
crear leyes”. Pero, también, porque el Estado, al prestar determinados servicios
públicos, resta posibilidades de negocio a la iniciativa privada que podrían ser
(utilizando el adjetivo que le gusta al patrón) “tremendamente” rentables y lucrativos.
Por eso el patrón quiere más. Es insaciable en su voracidad lucrativa.