Lo triste es que sobran razones para la frustración en la
política. Ni las medidas adoptadas para afrontar la crisis económica son justas
y equitativas, ni el comportamiento vergonzante de muchos políticos y de la
élite social, que priman la salvaguarda de sus privilegios frente a la
solidaridad con la población, dejan lugar al optimismo o la esperanza. La
inmensa mayoría de la gente asiste desprotegida al desmantelamiento de sus
sistemas de auxilio público y a la eliminación de derechos que atenuaban su
vulnerabilidad frente a las circunstancias y la voracidad de los poderosos. La
crisis económica los conduce irremediablemente a la pobreza y la crisis moral
los convierte en espectadores asqueados del saqueo que cometen del dinero de
los contribuyentes unos delincuentes elegidos como representantes públicos.
Ante semejante situación, lo raro sería que no se produjera una reacción aún
más visceral de repudio y de ruptura que la que se percibe en la actualidad.
Porque si en el partido que exige el mayor sacrificio en la
historia reciente a los ciudadanos anidan personajes, como el señor Bárcenas,
que acumulan una riqueza inconcebible detrayendo en su exclusivo provecho los
flujos legales, alegales e ilegales que pasaban por su mano, lo realmente
extraño sería que esa formación política retuviera la confianza de sus votantes.
Y si en la institución más elevada del Estado, la que debe representar al
conjunto de la Nación ,
acoge a familiares que se comportan como auténticos sátrapas que menosprecian a
los más humildes de la sociedad y los valores de honestidad y dignidad que
debería encarnar, lo raro sería que mantuviera la lealtad, el aprecio y el
respeto de su pueblo. El deterioro que causa esta brecha que se agranda por
momentos entre la política y los ciudadanos es alarmante y la preocupación que
genera su deriva da pánico. Pero nadie parece dispuesto a tomar cartas en el
asunto.
Los grandes partidos nacionales (PP y PSOE) y a escala
nacionalista (PNV, CiU) se aferran al mantenimiento de unas estructuras con las
que controlan una red clientelar de relaciones entrecruzadas -económicas, políticas,
sociales y orgánicas-, que les aseguran el reparto del poder de forma alternativa
e indefinida. No tienen interés alguno en modificar una Ley de partidos que
elaboraron a medida de sus intereses ni una Ley electoral que garantiza su
elección ad infinitum. Menos dispuestos
se muestran aún en hacer más riguroso el ineficaz control que el Tribunal de
Cuentas debería hacer de sus contabilidades y manejos dinerarios. Las cajas-b y
la financiación irregular continuarán siendo las fuentes de mayores ingresos
que posibilitan la viabilidad funcional de estas entidades instrumentales de
participación política. No sorprende por ello que ni la regeneración de
personas ni la transparencia en las actuaciones, tan en boca de todos, apenas afecten
a los partidos políticos, a pesar de los cantos de sirena que prometen
auditorías y declaraciones patrimoniales de todos los dirigentes y cargos
públicos. Están creados para la opacidad y la arbitrariedad en su quehacer práctico.
Y así abonan el surgimiento de cuántos bárcenas
sin escrúpulos integran sus aparatos de dirección, pudriendo en la desconfianza
la vía que canaliza la participación activa de los ciudadanos para ejercer su
derecho al ejercicio de la actividad política.
De igual modo, la visibilidad preclara de ámbitos inmunes a
la justicia, que se elude por procedimientos dilatorios que desembocan en el archivo
de causas gracias a la disponibilidad de recursos que garantizan la asistencia
de correosos bufetes de abogados, capaces incluso de apartar de la justicia
hasta los jueces más empeñados en combatir la corrupción, y la existencia de enormes
privilegios entre una poderosa casta elitista que ya no oculta ni su avaricia
ni su voracidad lucrativa, y que no sólo se libra de las consecuencias de la
crisis que asfixia al resto del país, sino que incluso sale beneficiada de
ella, hace que la ciudadanía sienta indefensión, abandono y maltrato por parte
de una política que debería corregir estas desigualdades y procurar una equidad
que brilla por su ausencia. Entre urdangarines,
gurteles y rescates a los bancos -para
los que no faltan medios públicos y privados de ayuda- y los desahucios,
despidos y ajustes en el resto de “gastos” sociales -para los que escasea cualquier
socorro-, se cava la fosa abisal que separa la política de la gente e incuba
esa crisis moral de indeterminadas consecuencias.
Pero lo más horrible de
todo ello es que esta atmósfera de inseguridad y desconfianza que se ha
instalado en la población no ha sido espontánea, sino que ha sido provocada por
fuerzas que lo estiman conveniente a su estrategia de incrementar poder y ámbitos
de influencia. Descargar el peso de las medidas contra la crisis sobre los más
débiles de la sociedad y destruir la credibilidad de las instituciones y del
sistema democrático apuntan a un objetivo que beneficia a ciertos sectores socio-económicos
de forma clara en España y en Europa, donde el neoliberalismo está imponiendo
nuevas reglas que no consideran útiles ni la democracia y ni un Estado de
bienestar que valoran como derroche. Nos inoculan una crisis moral para que
consintamos las recetas contra una crisis económica que también provocaron
ellos mismos. Así pueden anunciarse como nuestros salvadores, a la voz de: ¡la
bolsa o la vida!
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