sábado, 14 de julio de 2012

Soy un puto funcionario

Cuando he de indicar cómo me gano la vida, pronuncio la palabra funcionario con la misma aversión que una prostituta declararía la suya. Son términos cargados de una fuerte connotación peyorativa que sirven para higiénicas campañas de aparente decencia moral con las que el Poder disimula sus debilidades y flaquezas. Sin embargo, la existencia de ambas “profesiones” se debe a la necesidad de los demás, de quienes exigen sus servicios. Las putas sobreviven porque hay clientes que pagan por saciar sus bajos instintos, y no al revés. Y los funcionarios existen para garantizar el funcionamiento de los mecanismos del Estado y la prestación de servicios públicos.

Ningún funcionario es responsable del volumen y dimensión de la administración en la que trabaja. Ni siquiera de su eficacia, que depende de una normativa que regula el desempeño de su función y de una burocracia que establece los procedimientos. Nada de ello es caprichoso pues está orientado hacia la objetividad y la equidad de la actividad pública. No es perfecto, pero es el sistema que menos se presta a la subjetividad y la discriminación. Los puestos de trabajo son de pública concurrencia y se accede a ellos conforme al mérito y la capacidad de los concursantes. Se consigue así la mayor independencia y autonomía posible del poder político y el gobierno de turno.

Pero no evita ser objeto de campañas de desprestigio para distraer a la población y causar la división entre los trabajadores. El gobierno que ahora pretende contrarrestar su incapacidad para afrontar la crisis presentando a los funcionarios como unos privilegiados frente a los parados, era el mismo (ideológicamente) que creó la burbuja inmobiliaria de la que muchos de esos parados se beneficiaron durante años sin que nadie, tampoco el gobierno, procurara equiparar sus salarios al de aquellos. Los funcionarios nunca lo exigieron entonces, como tampoco toleran que hoy se les recorte el sueldo y derechos de forma injusta y torticeramente. Ni ellos son los culpables de esta crisis ni representan una carga “insostenible” que la agudice.

Pero como con las rameras, el cliente no va a asumir su responsabilidad, no va a reconocer un comportamiento inmoral, y echa la culpa a ellas. Así, los funcionarios son culpables de un endeudamiento que al perecer el país no puede saldar y quienes se entramparon difieren la culpa hacia los trabajadores públicos, entre otros. Y para que nadie se solidarice con ellos, se les cuestiona y desprestigia, retratándolos como holgazanes privilegiados.

No queda más remedio, en estos tiempos, que reconocer que soy un puto funcionario que ha de empobrecerse y confiar en que no acabe siendo despedido por desempeñar su trabajo.

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