Ningún funcionario es responsable del volumen y dimensión de
la administración en la que trabaja. Ni siquiera de su eficacia, que depende de
una normativa que regula el desempeño de su función y de una burocracia que
establece los procedimientos. Nada de ello es caprichoso pues está orientado
hacia la objetividad y la equidad de la actividad pública. No es perfecto, pero es el sistema que menos se presta a la subjetividad y la discriminación. Los puestos de
trabajo son de pública concurrencia y se accede a ellos conforme al mérito y la
capacidad de los concursantes. Se consigue así la mayor independencia y
autonomía posible del poder político y el gobierno de turno.
Pero no evita ser objeto de campañas de desprestigio para
distraer a la población y causar la división entre los trabajadores. El
gobierno que ahora pretende contrarrestar su incapacidad para afrontar la
crisis presentando a los funcionarios como unos privilegiados frente a los
parados, era el mismo (ideológicamente) que creó la burbuja inmobiliaria de la
que muchos de esos parados se beneficiaron durante años sin que nadie, tampoco
el gobierno, procurara equiparar sus salarios al de aquellos. Los
funcionarios nunca lo exigieron entonces, como tampoco toleran que hoy se les
recorte el sueldo y derechos de forma injusta y torticeramente. Ni ellos son los culpables de
esta crisis ni representan una carga “insostenible” que la agudice.
Pero como con las rameras, el cliente no va a asumir su
responsabilidad, no va a reconocer un comportamiento inmoral, y echa la culpa a
ellas. Así, los funcionarios son culpables de un endeudamiento que al perecer
el país no puede saldar y quienes se entramparon difieren la culpa hacia los
trabajadores públicos, entre otros. Y para que nadie se solidarice con ellos,
se les cuestiona y desprestigia, retratándolos como holgazanes privilegiados.
No queda más remedio, en estos tiempos, que reconocer que
soy un puto funcionario que ha de empobrecerse y confiar en que no acabe siendo
despedido por desempeñar su trabajo.
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