jueves, 15 de diciembre de 2011

Mareos

No es que le sucediera a diario, pero tampoco era infrecuente. Siempre lo achacó a cualquier causa sin importancia, como un simple tapón de cerumen en el oído o las cervicales. Lo cierto es que de vez en cuando sufría mareos que lo obligaban a sentarse para no perder el equilibrio. Un movimiento brusco de la cabeza o una incorporación súbita de la cama podían provocarle esa sensación de vértigo en el que todo daba vueltas a su alrededor. En algunas ocasiones, además de la inestabilidad, sentía náuseas y la piel cobraba un aspecto nacarado brillante, cubierta de un sudor frío. Pero no perdía el sentido, excepto la última vez. Entonces supo que se había mareado cuando se despertó tumbado en medio de la acera. Afortunadamente, la caída no produjo más lesiones que unas contusiones en el hombro y cadera derechas, que pronto dejaron de doler dejando como secuelas unos efímeros hematomas. También el susto. Perder el conocimiento era el aviso de que algo más grave podía padecer y acudió al médico. No encontraron nada, pero su vida ya no volvió a ser la misma. Ahora vivía con miedo y temía cada día un nuevo desmayo. Además del dogmatil tuvo que habituarse a los tranxiliums. Se había transformado en un enfermo que sufría de mareos.

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