viernes, 16 de diciembre de 2011

Comidas de empresa

Aguantar a los compañeros en las comidas fraternales de empresa me parece un fastidio, además de que me sienta mal el exceso de líquido. Esa falsa camaradería de jolgorio que ha de manifestarse en la mesa me produce dolor de cabeza. Nunca he soportado la palmada condescendiente en la espalda ni las risas serviles por las ocurrencias supuestamente graciosas de jefes, mandos y colegas. La cuasi obligación de aceptar una invitación, para no ser considerado un marginal individualista, siempre me ha parecido humillante por la pretensión de que ello sirva para compensar las desavenencias y carencias del resto del año. Es como si, porque te dan de comer, tuvieras que estar agradecido de que te maltraten y no reconozcan tu trabajo con lo único que en una relación laboral es plausible: un salario digno. Por eso soy renuente a asistir a esos cónclaves borreguiles propios de estas fechas. Me ponen de mal humor pues hasta quien nunca se ha dignado en saludarte pregunta por tu asistencia. Te entran ganas de responder con un improperio, si ello no empeorara la reputación de inconformista con la que te tachan. Cuando no tengo más remedio que ir, me paso el tiempo deseando que acabe. Escucho las voces y veo los gestos hipócritas de camaradería, que me hacen divagar acerca de una representación tan insoportable como vana. Nadie se la cree. Entonces me distraigo pensando en música mientras anhelo que esa fiesta sin comunicación, pero saturada de ruido, finalice pronto. Tras los brindis, salgo huyendo despavorido para respirar el aire frío de la calle. Y canturreo, Avalón.

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