domingo, 10 de octubre de 2010

Fotograma, 26

En los surcos de la memoria están las fiestas patronales. Aunque corresponderían a varios años, el niño las recuerda como si únicamente fuera una la que disfrutó en su infancia. Eran días de emoción y nervios para subir en aquellas atracciones mecánicas que le atraían tanto como miedo le despertaban. Horas de curiosear el montaje de las máquinas en la calle de la Alcaldía y en la plaza del pueblo. Visitas al Alcalde, un familiar del que no recuerda nada, salvo este hecho, para que le regalara entradas gratis. Y el vértigo de la noria, cuando al fin decidía subirse a unos asientos cuya única seguridad era una barra horizontal para sujetarse, y que se balanceaban hacia atrás y adelante, con los pies prácticamente colgando al aire. El niño miraba aterrorizado al encargado de hacerla girar, gracias a una manivela que manipulaba como si fuera un freno de mano que transmitía el movimiento del motor a través de unos cables de acero al cuerpo de la noria. La altura de la máquina y el ruido del ambiente empapaban al niño en un sudor frio que, cuando permanecía parada en lo alto, le impedía mirar hacia abajo ni hacer ningún movimiento que hiciera balancear el asiento, como hacían sus amigos.

En la misma calle ponían el tiovivo, los caballitos, donde se subía para cabalgar a lomos de los más grandes, los que estaban situados al exterior de la plataforma y cuyo manso subir y bajar le proporcionaba una seguridad que en la noria no encontraba. Si en una se encontraba serio y miedoso, en la otra hallaba la risa y la confianza para montar y desmontar del caballo en marcha, jugando con sus hermanas, y evidiando a los encargados de la atracción subirse y bajarse de ella mientras giraba.

Pero la atracción que más le fascinaba era el “gusano loco”, una especie de coche de choque que giraba sobre unos raíles ondulados y que se cubrían con una capota durante el viaje. La velocidad de giro provocaba una fuerza centrífuga que impulsaba a los ocupantes hacia el exterior y obligaba a agarrarse con fuerza para no aplastar al que ocupaba la posición externa. La capota añadía emoción a una diversión que el niño disfrutaba con la alegría propia de la edad.

Con todo, en el niño permanece, más que la diversión de las distintas atracciones, su montaje. Desde la puerta de su casa veía sobresalir la noria en la esquina de la calle y escuchaba todo el ajetreo en las noches de fiesta. Pero los días previos, cuando llegaban los camiones y comenzaba el montaje de los aparatos, el niño deambulaba entre aquellos operarios ocupados en atornillar elementos y elevar las máquinas. Se entretenía en ver desembalar los caballitos y los asientos de los cacharritos y cómo se iba construyendo, cual mecano, toda la atracción. Incluso cree recordar que le invitaron a subir durante las pruebas de las máquinas. Eran las fiestas patronales de su pueblo, del que no sabe siquiera a cual patrón festejaban. Pero recuerda que todos los años se celebraban para darle la oportunidad de embelesarse con una actividad que rompía la monotonía de los días y llenaba las noches de música y luces de colores. Retiene la felicidad de aquellos días.

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