martes, 12 de octubre de 2010
El silencio de la soledad
Le temblaban las manos y las piernas apenas podían arrastrar su peso, pero seguía levantándose todas las mañanas a preparar el desayuno. Los ruidos en la cocina delataban su presencia. Su boca había claudicado al silencio. Un silencio que nacía en su interior y le acompañaba durante todo el día, incluso después de cerrar la puerta y acudir a la unidad de estancias diurnas. Allí pasaba las horas junto a otros como él, en uno de los butacones del salón, y sin pronunciar palabra. Permanecía ausente y con la mirada perdida en sus recuerdos. Sólo al regresar a su casa los golpes en la cocina, antes de acostarse, volvían a anunciar la existencia del inquilino silente y solitario. Cuando la policía entró en el piso, lo encontraron tendido en su cama y con la boca abierta, como si hubiera intentado hablar algo. La muerte respetó el silencio de su soledad.
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