La infancia son recuerdos de imágenes, sentimientos y momentos que el niño desgrana desordenadamente, como si al cerrar los ojos introdujera la mano en un cajón y fuera extrayendo trocitos que revelan una parte de la fotografía, algo incompleto. Los trozos pueden ser más o menos grandes, pero no dejan de ser parciales. Y muchos están borrosos, desdibujados por el tiempo y el olvido. Son los restos de la memoria y sirven para reconstruir fragmentariamente un pasado que el niño se empeña en rememorar.
Rememora el instante, en el comedor de su casa, de construir una chiringa, lo que después supo que era una cometa. Cree observar el momento entretenido de unir las varillas de bambú, en forma de una gran equis atravesada por otra varilla horizontal, con el hilo apretado que las sujetaba por el centro y recorría luego las puntas hasta dar forma al armazón sobre el que se pegaba el papel de colores. Allí, tumbado en el suelo junto al murito de separación del salón, se ve a sí mismo pegando el fino papel de cebolla y midiendo con extrema exactitud la longitud de las tres bridas que la anclaban a la cuerda de elevación. Y valorando el tamaño de la cola para que no resultase demasiado larga e impidiera el vuelo o demasiado corta para que cabecease enloquecidamente.
Conoce el camino, que pasa por delante de la iglesia evangélica y el taller del tío, para subir a la loma desde la que elevaba la chiringa. Era un cerro donde estaban instalados los depósitos de agua potable y se accedía a él por una calle que se encontraba más allá del taller y la casa del tío electricista. El niño andaba ese recorrido con la cometa y su cola recogida en una mano y la bobina de cuerda en la otra. Desde allá arriba y viendo el pueblo a sus pies, el niño hacía volar aquel artilugio multicolor que se balanceaba al susurro del viento hasta que una ráfaga lo estrellaba contra el suelo o rompía el cordón umbilical que lo unía a las manos del niño. Son recuerdos fragmentarios que asoman a la memoria del niño, simples trozos de unas varillas, un papel, un camino y una loma que en su conjunto forman la secuencia que el niño siente como real porque despiertan una sensación conocida, verosímil. Así, con la meticulosidad de un arqueólogo, la memoria forja el recuerdo que hace feliz al niño que bucea en su pasado.
Porque aquella calle empinada le trae también el recuerdo de las primeras escaramuzas sexuales con una amiga de la hermana con la que jugaban en una especie de casa de muñecas. Un espacio munúsculo para las curiosidades precoces de niños que juegan a reconocerse mutuamente, despertando sensibilidades que ya no se apagarían a lo largo de la vida. Cometa y despertares que hacen que una calle no sea olvidada nunca y quede petrificada en la memoria de quien la recuerda como un episodio destacado de la infancia.
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