Si la policía reprime con celo excesivo a unos estudiantes y
las fotografías así lo atestiguan el día siguiente, surgen de inmediato
propuestas que apelan a la prohibición de imágenes de las refriegas callejeras para
evitar dar explicaciones comprometidas. Si un concejal es cuestionado por
iniciativas que buscan silenciar a la oposición, de inmediato se arremete
contra el medio local que las airea con descalificaciones e insidias por no
secundar los criterios del ayuntamiento y dar a conocer la pretensión de
mordaza. Y si la gestión de recortes y empobrecimiento contra la crisis, que el
Gobierno aplica cual verdad revelada, recibe la crítica de los medios de
comunicación, inmediatamente brotan voces ministeriales con amenazas explícitas
de que “en vez de dar lecciones en editoriales, que paguen sus deudas”. No son
episodios aislados ni banales, sino toda una forma de conducta de quienes
ocupan el Poder sin capacidad para aceptar la crítica y el pluralismo de la
sociedad. Se trata de una actitud sumamente preocupante y peligrosa que indica
la deriva hacia una degradación autoritaria en la forma de gobernar, en tanto
en cuanto a los gobernados se les cohibe disentir y manifestar públicamente su
disconformidad, bajo amenazas de todo signo, si no aceptan el discurso oficial.
No son opiniones expresadas de manera involuntaria y a la
ligera, sino que forman parte de una estrategia por anular todo reproche y
cuestionamiento a la acción de gobierno, que se irradia desde instancias muy
significativas y poderosas del Estado. Son rasgos de un autoritarismo en la
forma de gobernar. En el primer caso, estamos ante la sugerencia inconcebible
del director general de la
Policía , Ignacio Cosidó, quien proponía al Ministerio del
Interior la prohibición de grabar y difundir imágenes de las actuaciones
policiales por el “riesgo” que supondrían para los miembros de estas fuerzas y
de las operaciones en las que estarían trabajando. Si esta medida hubiera
estado aprobada, hoy sería imposible demostrar que la pelota que hizo perder un
ojo a una ciudadana catalana procedía de los Mossos d´Esquadra y no de los
propios manifestantes, como intentó asegurar en un primer momento el conseller
de Interior, Felip Puig, en sede parlamentaria de aquella Comunidad.
El segundo ejemplo se produce en un ayuntamiento de la
provincia de Córdoba, donde un triste concejal vierte insidias contra un medio
digital local por dar cobijo a una pluralidad de opiniones que no siguen los
dictados de quien aspira al aplauso unánime y la adhesión inquebrantable, como
en los buenos tiempos de sus antepasados ideológicos. Es una fanfarronada tan
vulgar, aunque repetitiva en muchos municipios pequeños, que no merecería la
pena comentar, si no fuera porque participa fidedignamente de la estrategia que
sigue su formación política.
Pero la última muestra, la que protagoniza un miembro del
Gobierno que acapara la responsabilidad del Ministerio de Hacienda, Cristóbal
Montoro, es de todo punto inaceptable. Es el síntoma patognomónico que confirma
la intolerancia a la crítica y la discrepancia que constituye, al parecer, una
constante genética de los políticos del Partido Popular. Sus palabras no fueron
un desliz capturado involuntariamente por un micrófono indiscreto en un momento
de calentura verbal, sino toda una declaración de intenciones en el Congreso de
los Diputados durante una interpelación parlamentaria acerca de la “amnistía
fiscal” promovida por su departamento, con exiguo resultado.
El los tres casos estamos ante hechos de suma envergadura.
Amenazar o inducir al miedo a quienes no están de acuerdo con las proclamas
oficiales constituye un acto injustificable por la degeneración que supone de
los instrumentos y las formas democráticos. Forman parte de un plan para
transformar la democracia en una dictadura refrendada. Para ello, se precisa de
una opinión pública favorable, que se moldea con la mentira y con la difusión
de valores o discursos proclives a través de medios controlados y afines. Y
sobre todo, con el dominio absoluto de los sometidos, a los que se condena a la
ignorancia y la anomia, temerosos pero obedientes, para que se limiten a
mostrar su refrendo cada cuatro años, sin ninguna ilusión por unos programas
que se incumplen con rutinaria reiteración. De esta manera, se logra instalar
un pensamiento único que no pone en cuestión la doctrina gubernamental ni un
sistema capitalista que ha dejado a tres cuartas partes de la población mundial
en la pobreza, la desnutrición y la miseria, y que en nuestros países de la
abundancia nos está regresando al régimen del salario de subsistencia y a la
carencia de derechos laborales y protecciones sociales.
Esa mentalización, de la que se erradica todo pensamiento
crítico a base de la manipulación y las amenazas, nos empuja a recelar de la
libertad y a creer que las conquistas sociales que conforman nuestro Estado del
bienestar fueron gracias otorgadas por el Poder, no arrebatadas con sangre,
sudor y lágrimas en un tiempo en que parecían simples utopías de visionarios.
No hay que olvidar que la política, más que procurar el bien
común, es un equilibrio de fuerzas entre
la clase dominante, que intenta preservar sus privilegios, y los dominados, que
intentan arrancar parcelas de igualdad y progreso, y que ahora se niegan.mediante
argumentos tecnocráticos y economicistas. Por eso, en esta época de
dificultades, el Poder tiende a ser absoluto y desterrar toda resistencia. Un
concejal, un consejero autonómico o un ministro del Gobierno muestran idéntico interés
por imponer, a través de todos los medios a su alcance –legítimos o ilegítimos-,
su criterio y su voluntad, a pesar del rechazo mayoritario de la población. Exhiben
rasgos de un autoritarismo indecente y peligroso que, aparte de un desprecio a
la democracia, provocan un profundo desencanto en los ciudadanos y crean un
apoliticismo insano en sociedades sumisas y calladas. ¿Es, acaso, lo que se persigue
con estos ejemplos?
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