lunes, 10 de diciembre de 2012

La obsesión de los días

Los seres humanos somos conscientes de la temporalidad de nuestra existencia, sabemos que la vida es limitada y tiene fin, acaba indefectiblemente en la muerte. Conforme acumulamos años, más en cuenta tenemos esa inevitable conclusión de todo proyecto vital y más nos preocupa, de alguna manera, tanto la fecha de caducidad como el aprovechamiento que hayamos dado al tiempo en que nos ha tocado transitar este mundo. Una obsesión que se acrecienta en días como éstos, tan propicios a balances y enmiendas del período que termina. Una manía cíclica que se agrava con la edad.

Pero no es vano el empeño. Esa angustia por la trascendencia ha dado frutos como la filosofía o las religiones, en órdenes especulativos de la humanidad, y a actitudes de nobleza y bondad en los comportamientos individuales. Es cierto que ello no nos ha ahorrado los horrores que ensombrecen la historia del hombre, pero al menos los ha compensado con las catedrales y las sinfonías más elevadas que aspiran a representar la espiritualidad humana o la solidaridad que nos vuelca en los otros, en los demás.

La obsesión de los días es consecuencia de nuestra constitución humana, de nuestra pertenencia al único animal que, por obra y gracia de su facultad racional, toma consciencia de su existencia y de la proyección futura de la vida, hasta el extremo de plantearla en términos de significación. No la concibe sin sentido y siempre está buscándole una finalidad. Ningún otro ser de la naturaleza, que se sepa, hace planes para el día de mañana, sólo atiende a sus necesidades presentes y se comporta en función de los instintos biológicos que las satisfacen.

Sin embargo, el hombre exige una trascendencia que le obsesiona. Le parece inconcebible una vida fruto del azar. Siente orfandad en una existencia a la que es indiferente cada individuo y su capacidad para discernir atributos como lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, que se demuestran extraños a la ontología. De ahí que elabore construcciones abstractas sobre cosmovisiones que le sitúen en el centro u objetivo de cualquier explicación o finalidad existencial, que no pueda evitar, con mayor o menor hondura, caer en reflexiones que aporten alguna razón -a su raciocinio- al hecho de ser partícipe de una vida que se piensa.

Aparte de la frustración que pueda causar o de las cumbres filosóficas a que conduzca, la angustia de los días es señal inequívoca de nuestra condición reflexiva, de la facultad de la mente humana que se interroga a sí misma e interroga al mundo. Hallar o no sentido a la existencia es quizá lo de menos, lo importante es que esa angustia nos hace sentir tremendamente vivos, tan vivos que nos preocupa no sólo el presente, sino también esa entelequia que llamamos futuro, y del rastro que dejamos sobre “esta fina piel de la tierra que llamamos vida*”, impregnándola de una “calidad” humana infinitamente más satisfactoria que cualquier “cantidad” que, por dilatada que sea, pueda acarrear. Tanto es así que mis días son más intensos cuando la angustia los cabalga, que aquellos que transcurren planos de preocupaciones. Unos alimentan la memoria y sazonan la vida, mientras los otros se disuelven en el olvido. La obsesión de los días es producto del vivir, consciente de ello.

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* En imagen de Haro Tecglen en "Ser de izquierdas", pág. 145. Ed. Temas de Hoy. Madrid, 2001.

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