Lienzo de Babel cumple hoy 9 años de existencia, 9 años de
comentarios y reflexiones, de plantear más preguntas que respuestas, albergar
más incertidumbres que certezas y de compartir el desasosiego que produce el
hecho de vivir intentando comprender -y comprendernos- sin alcanzar nunca conocer
completamente nada, ni tan siquiera ser capaces de explicar o explicarnos
absolutamente nada de manera satisfactoria o, cuando menos, convincente. Tal vez
esa sea la razón de la longevidad de esta bitácora: la persistencia de la duda, la
incredulidad y la insatisfacción en esta búsqueda compartida de alguna razón en
lo que existe y nos afecta, en lo que hacen o para lo que sirven las instituciones y en lo
que hacemos y nos comportamos como personas.
Seguimos buscando respuestas porque constantemente
surgen nuevas preguntas o perduran, simplemente, las antiguas interrogaciones.
Seguimos, a pesar del esfuerzo, instalados en el desasosiego y la
incertidumbre, lo que nos da motivos para continuar explorando la verdad y la
razón de cuanto sucede e interesa, aunque no estemos capacitados para
ello y se nos resistan. Y seguimos comprometidos en compartirlo todo con ustedes, con
nuestros escasos pero fieles seguidores, con esos babilonios anónimos y silentes que rastrean estas páginas. A todos les damos las gracias
por la confianza y la atención que nos prestan, pero especialmente por
la paciencia que derrochan en soportar nuestras impertinencias. Una gratitud sincera porque
los lectores y nuestros seguidores son la auténtica razón de la persistencia de este blog tan poco convencional.
Gracias.
domingo, 30 de septiembre de 2018
jueves, 27 de septiembre de 2018
Todavía el machismo asesino
Todavía no nos tomamos en serio la enfermedad que afecta a
la sociedad y que mata a las mujeres. Todavía siguen produciéndose asesinatos y
agresiones a mujeres, por el mero hecho de ser mujer, sin que se adopten medidas
tajantes y respuestas efectivas para frenar y erradicar esta enfermedad social. Todavía el machismo,
como forma de poder, asesina mujeres cuando no puede oprimirlas y manipularlas.
Todavía, en una sociedad moderna y presuntamente tolerante, el varón atenta
contra la mujer al considerarla objeto de su propiedad. Todavía el hombre no acepta
convivir en igualdad con la mujer, respetándola como persona y defendiendo su
dignidad y libertad. Todavía la Policía y la Justicia recelan, en algunos -demasiados-
casos, de las denuncias de las mujeres y no prestan la ayuda y la protección que reclaman para no
ser maltratadas o, en el peor de los casos, asesinadas por sus parejas o
exparejas. Todavía las leyes, atendiendo antes a la letra que al espíritu con que fueron elaboradas, no disuaden, ni evitan, ni castigan con contundencia y
ejemplaridad la violencia de género, el maltrato machista, el abuso sexual y el
asesinato de que son víctimas las mujeres. Todavía seguimos sumando, hasta la fecha, 40 mujeres y tres menores asesinados por el machismo en España, este año. Todavía, con pulcritud legal pero
con ceguera moral intolerable, los jueces conceden el régimen de visitas y la custodia compartida de
los hijos a padres violentos e incluso condenados por agredir a sus compañeras sentimentales.
Todavía las leyes no contemplan que ningún maltratador puede ser buen padre. Todavía el machismo, como las bestias, mata a sus propios hijos para hacer daño y destrozar la vida a unas madres cuyo único delito ha sido intentar librarse y escapar del infierno de una relación de dominación machista. Todavía, en pleno siglo XXI, se sigue matando mujeres sin que gobiernos ni instituciones logren tratar esta enfermedad social que es letal para ellas. Todavía vivimos en una sociedad enferma que, de manera imparable, se cobra el tributo de mujeres muertas a manos de sus parejas sentimentales. Todavía asistimos, con pancartas y minutos de silencio inútiles, al entierro de decenas de mujeres, cada año, víctimas inocentes de un machismo asesino y repugnante. Todavía la mujer paga con su vida el hecho de ser mujer. Todavía.
martes, 25 de septiembre de 2018
Másteres y plagios
De un tiempo a esta parte, la preocupación que no deja conciliar el sueño a los españoles es si los políticos fueron honestos cuando cursaron sus estudios universitarios. Al parecer, nos causa desasosiego que, conseguida la licenciatura o el doctorado correspondiente, alguien pueda descubrir que un miembro del Gobierno, algún diputado o un simple concejal ha copiado en un examen o plagiado frases en su tesina o tesis, sin citar la debida referencia, empañando así su currículo académico y su credibilidad personal. Nos hemos vuelto exquisitos a la hora de exigir una virtud que no somos capaces de cumplir como ciudadanos comunes y corrientes. En cuanto individuos anónimos, copiamos, plagiamos y pirateamos todo lo que podemos y sin el menor recato. Y, aunque es cierto que hay que ser honestos y decentes en cualquier aspecto de la vida, con algunas personas somos implacables en la exigencia de pureza ética pero con otras –entre las que nos incluimos- mostramos una indulgencia contemporizadora, rayana en el paternalismo. Olvidamos que tendemos a imitar hasta las críticas y las condenas contra quienes han sido pillados en falta, sin percatarnos de que copiamos, no sólo el argumentario o las descalificaciones ajenas, sino incluso cualquier estrategia que influya en nuestra opinión como miembros de una colectividad. Cosa, por cierto, bastante fácil para los expertos porque en este país, en el que la educación y el mérito no merecen respeto, copiar, buscar atajos al esfuerzo y enchufes para un trabajo son exponentes de listeza e ingenio mientras que estudiar, respetar las normas y tener criterio propio o fundado es perder el tiempo y cosa de pánfilos. Por eso, resulta llamativo este repentino sarampión de moralidad justiciera en una sociedad que tiende más bien hacia la mediocridad y la estulticia, que prefiere el “pelotazo” antes que la excelencia, lo que no exime, afortunadamente, de notables excepciones individuales, dignas de encomio.
Todo esto viene a raíz de los “escándalos” que han brotado
como champiñones a cuenta de unos másteres, tesis y plagios con los que se atizan
entre sí las formaciones políticas y los medios de comunicación afines, a
partir del caso Cifuentes. No era
cuestión, por lo que parece, que un único partido albergara en su seno algún
“listillo” que consiguiese un diploma con el que completar su formación gracias
a sus relaciones privilegiadas e influencias. Y menos aún si dicho “adorno”
académico podía ser excusa para la desafección del interfecto y motivo de una inoportuna
investigación judicial que, tirando del hilo, desvela la falta de rigor y el
chalaneo clientelar con que funcionan ciertos centros de estudios de postgrado.
Tal deshonra era inaceptable, por lo que se ha puesto de moda rastrear el
currículo de todo “quisque” con una dedicación digna del mejor periodismo de
investigación, si tal cosa, que requiere tiempo, documentación, diligencia e
independencia, pudiera darse entre los medios nacionales. Y como, quien busca, encuentra
(o le chivatean terceros), pues se han hallado dos másteres sospechosos de
trato de favor y una tesis doctoral con algunos párrafos plagiados, abundantes
en el libro elaborado a partir de ella para su difusión divulgativa. Con un
celo que ya quisiera el caso Watergate,
hasta se han encontrado rastros de autoplagio en la tesis aludida, lo que
parece una afrenta imperdonable en un autor que no se cita a sí mismo. Y en esa
estamos, a día de hoy, acusándonos, desde una trinchera y otra, de ser poco
fiables y no tener credibilidad para ejercer cualquier cargo político por culpa
de unos trabajos universitarios que evidencian la endeble capacidad intelectual
del afectado y la mediocridad de unas universidades que expenden títulos a
troche y moche, más atentas a la cantidad que a la calidad.
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Tesis de Pedro Sánchez |
Pero una cosa es un plagio más o menos limitado a unos
cuantos párrafos, en comparación con el volumen total de la obra, que unos másteres
conseguidos de manera fraudulenta. Lo primero es una falta de rigor académico y
decencia personal, pero lo segundo es un supuesto delictivo, tanto por parte
del alumno como de la entidad que “regala” el título. Uno es cuestionable
moralmente, pero el otro podría ser un ilícito penal, tipificado como cohecho
impropio y prevaricación. Hasta la fecha, se han detectado tres casos de personalidades
de la política española acusados de obtener másteres sin mérito académico y un
caso de plagio en la tesis doctoral del actual presidente del Gobierno. Y todos
son utilizados como armas arrojadizas en la controversia partidiaria y el
desgaste de las personas afectadas, que ostentan grandes responsabilidades
públicas y políticas. Además del presidente del Gobierno (PSOE), están insertos
en la sospecha el presidente del principal partido de la oposición, Pablo
Casado (PP), una ministra recién dimisionaria del Gobierno, Carmen Montón
(PSOE), y la expresidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes (PP). La
guerra, por tanto, se ha desatado con la búsqueda del peor expediente académico.
Hay que recordar que todo comenzó cuando se descubrió que Cristina
Cifuentes, entonces presidenta de la Comunidad de Madrid y líder del PP que
blandía la bandera del rechazo a la corrupción, desligándose de la que afectaba
a su partido, obtuvo un máster en la Universidad Rey Juan Carlos (URJC) sin
asistir a clases, sin realizar exámenes, sin presentar el trabajo fin de máster
(TFM) y habiendo formalizado la matrícula fuera de plazo. También se descubrió
en su expediente una alteración de notas, que sustituían sendos “no
presentados” por “notables”, y firmas falsas de profesores. El escándalo fue
tan mayúsculo, coincidiendo además con la aparición de un vídeo que la mostraba
robando en una perfumería, que la presidenta de Madrid tuvo que dimitir del
cargo, abandonar sus responsabilidades en el partido y dejar la política. El
caso está siendo aun investigado en los tribunales.
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Pablo Casado y Cristina Cifuentes |
Poco después, se conoció que Pablo Casado, la joven promesa
elegida presidente del PP tras la dimisión de Mariano Rajoy, despertaba también las
sospechas acerca de un máster en Derecho Autonómico y Local, el mismo que había
seguido su excompañera Cifuentes, que cursó igualmente en la URJC y en el que,
junto a otros alumnos con vínculos políticos o personales con miembros de la
Universidad, obtuvo el título presuntamente como trato de favor y sin
merecimiento académico por parte del exdirector del Instituto de Derecho
Público de esa Universidad, el catedrático Enrique Álvarez Conde, cerebro del
tráfico de másteres. Una magistrada del Juzgado de Instrucción de Madrid inició
causa por presuntos delitos de prevaricación y cohecho impropio, teniendo que
remitirla, junto a su argumentación, al Tribunal Supremo, que es el quien tiene
competencias para investigar a un aforado, como es el diputado conservador. De las
22 asignaturas del referido master, a Casado le convalidaron 18. Y tampoco tuvo
que afrontar ningún examen. Descubiertas tales irregularidades, el líder del PP
se ha negado hacer público su TFM y prefiere esperar a la decisión del
tribunal, que podría archivar la causa por prescripción del hecho denunciado,
como solicita el fiscal de la Sala. Sin embargo, dicha prescripción no lo libraría
de las sospechas.
Posteriormente, en esta guerra cruzada de escrutinios
académicos, se descubre que la ministra de Sanidad, la socialista Carmen
Montón, también pudo obtener un máster sobre Estudios Interdisciplinares de
Género en la misma URJC sin asistir a clases y sin tratar a los profesores,
habiendo satisfecho la matrícula fuera de plazo y con discordancias entre la fecha
del título oficial y la de su expediente. Se descubre, asimismo, que la
exministra copió en su TFM textos de otros autores, cuyas tesis y artículos
académicos figuraban publicados en Internet. Se repiten, una vez más, las
irregularidades y el modus operandi con
los que se benefician unos pocos escogidos. Y, por repetir, se repite hasta el
centro universitario sospechoso de “regalar” másteres a alumnos privilegiados. Ante
las demandas de responsabilidad ética, a las que el presidente del Gobierno
también se suma cuando los acusados pertenecen a otras formaciones, la ministra
se ve obligada a dimitir. Curiosamente, la misma magistrada del caso Casado ha acabado abriendo
diligencias al caso Montón a partir
de una denuncia anónima, pero como causa aparte y no pieza separada de la
investigación a Cifuentes, Casado y otros imputados, por ser másteres
distintos.
La última novedad en esta caza de exalumnos “aventajados” ha
sido el hallazgo de signos de plagio en la tesis doctoral del presidente del
Gobierno, Pedro Sánchez (PSOE). Inmediatamente se ha generado una espiral de
acusaciones y explicaciones que en nada alteran la intencionalidad inicial: el
presidente, al que se acusa de acceder al Gobierno de manera ilegítima tras una
moción de censura apoyada por una mayoría democrática del Parlamento, no es
digno de ejercer el cargo al carecer de credibilidad por plagiar algunos
párrafos en su trabajo de doctorado. A modo e prueba, aparecen en la prensa porcentajes
recabados de programas que detectan el plagio y que sirven a unos y otros para
cuestionar o amparar la limpieza intelectual del alumno convertido ahora en
presidente del Ejecutivo. Para más “inri”, el libro escrito a partir de la
tesis, en coautoría con otra persona, muestra mayor abundancia de textos
copiados de diversa procedencia sin que se reseñen de manera explícita ni se
entrecomillen. Ello ha dado lugar a que se mezclen de forma espuria, ante una
opinión pública aturdida con tanta indecencia, unos casos con otros, sin hacer
distingos entre probables ilícitos penales y prácticas éticamente reprochables
pero no delictivas. Y es que todo vale, como en la guerra, para la
confrontación política.
Y quienes en la vida no hemos tenido medios para cursar
ningún máster pero hemos realizado exámenes y aprobado asignaturas con más o
menos esfuerzo y ayuda, nos vemos en la actualidad participando en una refriega
partidista según las opiniones que se amoldan a nuestras preferencias,
asumiendo argumentos de otros y, en definitiva, plagiando como propias ideas y
acusaciones que pertenecen a quienes nos las suministran tan torticeramente. Mientras
tanto, los alumnos y el profesorado de nuestras universidades asisten perplejos
y abochornados a la descalificación gratuita del sistema universitario y al
desprestigio de unas enseñanzas en las que la mayoría consigue una titulación sólo
a base de esfuerzo y mérito, no con triquiñuelas como las que ahora se
ventilan, sin aclarar suficientemente entre un supuesto hecho delictivo y una falta
de rigor ético. En los tajos y en las tabernas no se habla de otra cosa.
domingo, 23 de septiembre de 2018
Otoño: adiós verano
Hoy empieza el otoño, la estación que despide al verano y nos conduce al invierno en el plazo de tres meses. Desde hoy, cuando cruzamos el “equinoccio de otoño” –una posición del planeta en su movimiento continuo alrededor del Sol-, los días en el hemisferio norte se acortarán más rápidamente. Luego, con el artificial cambio de hora de finales de octubre, las noches vencerán a las tardes y cubrirán de oscuridad la hora de merendar. El cambio natural de las estaciones es menos traumático para el hombre que el artificial de los horarios, pero ambos nos obligan a readaptar nuestros hábitos cotidianos y alterar las costumbres. Por ejemplo, madrugar cuando está clareando en vez de en medio de la noche, o merendar cuando está oscureciendo y los animales se esconden para dormir. Muchos no se acostumbran a tantas alteraciones en sus rutinas y otros, en cambio, aguardan con impaciencia las luces tamizadas y las brisas frescas que nos predisponen a los rigores del inevitable invierno. Y aunque el calor se resista a ser derrotado, hoy el otoño dice adiós al verano. Al fin.
viernes, 21 de septiembre de 2018
Aznar no defrauda
José María Aznar, el expresidente conservador con el que, durante su mandato de ocho años en La Moncloa, se produjeron los mayores escándalos de corrupción en la historia del Partido Popular (PP) y quien metió a España en una guerra no declarada y mediante mentiras reconocidas por sus cómplices, sigue fiel a su estilo de soberbia, intransigencia y arrogancia ideológica. A pesar de haber sido el presidente de una formación condenada en sentencia firme por financiación irregular y contabilidad ilegal (caja B y papeles de Bárcenas, reconocidos hasta por Pío García Escudero, presidente del Senado), aún sea a título de partícipe lucrativo, con causas pendientes de ser juzgadas por la trama Gürtel de corrupción arraigada en su seno, y quedar constatado –véase las hemerotecas- que se rodeó en el Gobierno, el partido y el ámbito de su vida privada (boda de su hija en El Escorial, en 2002, en la que 18 invitados al enlace están imputados) de delincuentes que bien han sido condenados, bien están siendo investigados, bien han confesado su implicación y participación delictivas o bien tratan todavía de eludir la acción de la Justicia, sigue impertérrito en no reconocer, con rostro pétreo y mirada severa, ninguno de tales hechos (repito: hechos, no especulaciones subjetivas), negándose en redondo a pedir perdón a los españoles por los daños que haya podido causar (“No tengo que pedir perdón a nadie”) y, encima, en el colmo de la desfachatez, basando su defensa en el ataque a cuántos osen cuestionarle y subrayar los borrones que ensucian su hoja de servicios.
Fiel a su arquetipo desabrido, Aznar no defrauda ni en sede
parlamentaria, donde se supone estaba obligado a decir la verdad y no mentir,
como los católicos cuando se confiesan. Pero como éstos, que casi nunca son
sinceros en los confesionarios, ni ante Dios ni ante el cura, tampoco lo iba
ser frente a unos congresistas bastante menos todopoderosos que la deidad el
engreído Aznar, embebecido de soberbia. Interrogado durante cuatro horas, el
pasado martes, en la comisión de investigación del Congreso de los Diputados
sobre la financiación ilegal del PP, José María Aznar se exhibió como cabía
esperar: arrogante y condescendiente, según el sesgo político del diputado que
le preguntaba. Y es que allí fue a lo que iba, no a confesarse. Por eso lo negó
todo, todo de lo que pudieran acusarle y echarle en cara en su comparecencia. Negó
la existencia de una caja B en el PP que él dirigía, a pesar de quedar
acreditado en sentencia de la Audiencia Nacional; negó que existiera corrupción en sus siglas, cuando
todos los tesoreros que ha tenido la formación han sido objeto de
investigaciones judiciales; y, por supuesto, negó que hubiera tenido trato con
los que han sido finalmente condenados por corrupción en su partido, ni
siquiera con Luis Bárcenas, el militante que él designó como tesorero y Rajoy
ratificó como gerente del PP. Aznar es un redomado experto en negar la
evidencia, cosa conocida por sus adversarios.
De hecho, su vida es una constante negación de su conducta y
sus actos. De joven fue falangista, aunque lo achaque a la bisoñez propia de
la edad. También desdeña como bulo que se le recrimine que no votó la
Constitución cuando Alianza Popular, el partido de Fraga en el que militaba, se
abstuvo de votarla en las Cortes constituyentes mientras él escribía
“reflexiones” en un periódico de La Rioja en contra de la Constitución,
asegurando que “ponía en juego el libre mercado, la libertad en la Educación,
el derecho a la vida y el buen funcionamiento de las autonomías” (“Hablar
claro”, La Nueva Rioja, 1979). Por negar, niega que mintiera cuando metió a
España en una guerra ilegal, en 2003, basándose en la existencia de armas de
destrucción masiva en Irak, extremo que los inspectores de la ONU declararon
improbable. Incluso niega su intención de manipular a la opinión pública
española después de haber llamado a todos los directores de periódicos para
asegurar que ETA estaba detrás de los atentados del 11M en Madrid, autoría
desmentida categóricamente por la Audiencia Nacional.
Eso sí, Aznar es correoso a la hora de disfrazar la verdad y
defenderse. Como buen abogado y funcionario de Hacienda, donde ocupó el puesto
de Inspector de Finanzas del Estado, sabe jugar con las palabras y torcer el
significado de los argumentos, como dejó patente cuando ejerció la
presidencia del PP desde 1990 hasta 2004 y como Presidente del Gobierno durante
dos mandatos consecutivos (1996-2004). Con dicha habilidad, no admitió, ni con
ocasión de la boda de su hija en El Escorial (2002), haberse relacionado con
Francisco Correa, cabecilla de la trama Gürtel condenado a 51 años de cárcel,
que desfiló entre los invitados y regaló a los contrayentes parte de la
financiación de la celebración. Una habilidad con la que se mostró desafiante con
el diputado de Ezquerra Republicana de Catalunya, Gabriel Rufián, al que acusó
de pertenecer a un partido golpista que quiere acabar con España y el orden
constitucional. Y duro y tenso con Pablo Iglesias, líder de Podemos, con quien
se enfrentó en un duelo de “tú más” sobre financiaciones poco claras, amistades
peligrosas y hasta problemas con los hijos, y al que espetó: “Usted es un
peligro para la democracia”. Pero, sobre todo, sabe ser condescendiente con los
suyos, incluidos los acólitos de Ciudadanos, el partido de una derecha más
lozana pero igual de sectaria, y con su delfín al frente del PP, Pablo Casado,
que lo acompañó como escolta real durante su visita al Congreso de los
Diputados.
Y es que Aznar no defrauda. A sus 65 años, tras abandonar
voluntariamente toda responsabilidad política y dedicarse exclusivamente,
además de sus negocios, a impartir lecciones de gobernanza con pureza
ideológica y afear la actitud de sus correligionarios que no lo idolatran,
aunque hayan sido nombrados digitalmente por él en las poltronas que ocupan, no
tiene empacho en mostrarse tal cual es y exponer su versión personal como dogma
incontestable. Y si niega cualquier cosa, es que tal cosa no es verdad. Y
punto. Como el cambio climático, que estima un invento de ecologistas que
pretenden “restringir las libertades” O haber impulsado la burbuja inmobiliaria
con aquella liberalización del suelo que su Gobierno promulgó. O desmantelar el
patrimonio del Estado gracias a las privatizaciones que impulsó en buena parte
de las empresas públicas para entregárselas a amigos y afines políticos. Y facilitar,
con la reforma de la Ley Hipotecaria que acometió su Ejecutivo, las
inmatriculaciones (registrar a su nombre sin ningún documento que acredite su
propiedad) que ha efectuado la Iglesia Católica no sólo de catedrales, iglesias
y la Mezquita de Córdoba, sino también de miles de casas parroquiales, fuentes,
plazas públicas, patios y hasta la cima de un monte, el de Oiz, en Vizcaya. Por
negar, niega no tener ninguna cuota de responsabilidad en el envalentonamiento
del independentismo catalán tras haber promovido el resurgir de un nacionalismo
españolista rancio cuando ya no le convino “hablar catalán en la intimidad”. No
encuentra tacha alguna de la que arrepentirse y se porta en consecuencia, sin
importarle que la revista “Foreign.Policy” lo considere uno de los peores
gobernantes del mundo. Así es él, sobrado.
Con semejante autoestima y henchido de amor propio, abandonó
ufano la comisión de investigación convencido de habérselo pasado bien y haber
triunfado en el enfrentamiento dialéctico con sus contrincantes. Se sentía,
pues, ligero y limpio como un pecador cuando sale perdonado del confesionario. Hasta
se despidió con un “vuelvo cuando ustedes quieran”, satisfecho de su actuación y…
de él mismo. Sigue creyendo que engaña a todo el mundo cuando ya es un tipo
patético que sólo se engaña a sí mismo. Un personaje con resabios franquistas
que hay que conocer para impedir que manipule los sueños y esperanzas de los
españoles por la libertad, la democracia, la justicia, la igualdad, la
reconciliación y la dignidad. Y es que para eso sirve una comisión de
investigación del Congreso, no para descubrir nada, sino para que todos,
comparecientes y diputados, se retraten ante la opinión pública. Y Aznar lo
bordó porque no defrauda.
miércoles, 19 de septiembre de 2018
El Correo no viene más
El Correo de Andalucía,
el decano de la prensa andaluza y segundo diario más antiguo de España, echa el
cierre (escribamos un adverbio esperanzador) casi definitivamente. Tras algunos
momentos agónicos en los últimos tiempos, de sus casi 120 años de existencia,
todo indica que esta vez su muerte está dictada por una decisión, cómo no,
empresarial. Su último propietario, el empresario Antonio Morera Vallejo, ha
presentado un expediente de regulación de empleo (ERE) por el que despedirá a
28 de los 29 trabajadores de un diario que llegó a tener más de cien periodistas
en plantilla. Sólo quedará un empleado para que gestione la página web del medio. Ni la historia que
atesora tras el nombre ni la significación que tiene El Correo para el periodismo de Andalucía y, por ende, de España libran
al rotativo de un destino al que lo conducen un mercado salvajemente
competitivo, en el que no ha sabido o podido posicionarse, y la impericia empresarial de un editor ajeno
al negocio editorial. Y, como es natural, todos esos errores los pagan, en
primer lugar, los trabajadores y, de paso, los lectores que, por pocos que
sean, tienen derecho a que se respete su elección informativa a través de las
páginas de El Correo de Andalucía.
Cuesta creer que un periódico, con 119 años de actividad y
más de 49.000 ediciones en los quioscos, no haya podido sobrevivir a la
exigencia inexorable de resultados económicos, aunque proporcionara muchos
propagandísticos, que la empresa esperaba tras su adquisición. Cuesta creerlo,
pero es fácil de explicar. El Grupo Morera, la empresa editora que ahora quiere
desprenderse de lo que es un lastre para su cuenta de resultados, es un intruso
en el sector mediático, aunque sea un conglomerado con fuerte presencia en el
ganadero, inmobiliario y los seguros. En 2013, después de una aventura similar bajo la
propiedad de otra empresa, en aquel caso extremeña y también ajena al negocio,
la mercantil Morera adquiere la cabecera cuando estaba abocada al cierre, arrastraba
una enorme deuda y sus trabajadores emprendían manifestaciones reclamando ayuda
para no perder el puesto de trabajo.
Es evidente que no lo han conseguido. Siendo incapaces de elaborar un
producto informativo de calidad, más pegado a la actualidad que al folclor, y
careciendo de medios y voluntad para lograrlo, aún contando con la capacidad y
disposición de sus trabajadores, El
Correo de Andalucía ha acabado condenado a desaparecer, no venir más a
los quioscos. La causa de este fracaso, que lamentamos, es obvia: obedece a una
ineptitud empresarial que, porque adquieren empresas en condiciones de
auténtica ganga, se cree con capacidad de intervenir en sectores que le son
extraños y en los que no tiene ninguna experiencia. Especuladores que procuran
resultados inmediatos de sus inversiones en un negocio que requiere constancia,
profesionalidad e independencia periodística, justo lo que sacrifican por
ahorrar costes y pretender dirigir desde la ignorancia un medio de comunicación
de tanta reputación como El Correo de
Andalucía. Una lástima

Durante todo este tiempo, El Correo de Andalucía pareció resurgir con afanes imposibles
–abrió hasta un canal de televisión propio, El Correo Televisión- y mucha propaganda
del grupo empresarial al que pertenecía, no consiguiendo con ello atraer a los lectores
ni ampliar el trozo de tarta publicitaria que garantizaran rentabilidad al
empeño. No acababa de hallar, bajo el paraguas del Grupo Morera, su línea
editorial ni un hueco entre la oferta mediática de Sevilla, en la que compiten
prensa local, regional y nacional. Demasiados bandazos y excesiva ambigüedad
editorial para un periódico y, especialmente, unos propietarios a los que
pesaba, precisamente, la historia de un diario histórico y un prestigio con
el que debían equipararse cada día para preservarlo.
![]() |
Cuento del autor publicado en El Correo en 1990 |
martes, 18 de septiembre de 2018
Ratonera existencial
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Foto: Elena Guerrero |
domingo, 16 de septiembre de 2018
Las varas de medir huracanes
Estos meses del año son época de huracanes en el Caribe. Raro es el año en que una tormenta extrema de esta naturaleza no se forma sobre el Océano Atlántico para viajar luego hacia el oeste, arrasando con su gigantesco torbellino de viento y lluvia todo lo que halla a su paso. A EE UU, el país más poderoso del planeta y el que más medios dispone para enfrentarse a estos fenómenos naturales, acaba de llegar, no un huracán de gran magnitud, sino uno convertido, al perder fuerza, en tormenta tropical que ha descargado fuertes lluvias, provocando inundaciones, apagones y destrozos “catastróficos” en los estados de ambas Carolinas, donde al menos seis personas han muerto, centenares han tenido que ser rescatadas de sus hogares y más de un millón han sido evacuadas para buscar refugio de los posibles efectos peligrosos de la tormenta.
Hace exactamente un año, otro huracán, el más letal de la
historia reciente, devastaba Puerto Rico, isla que pertenece a EE UU como
Estado Libre Asociado, dejando un reguero de más de 2.000 muertos y destrozos
en infraestructuras en la isla de difícil, lenta y costosa reparación; y más
aún, sin ayuda. Aquel huracán, denominado María, tenía una magnitud cinco y
vientos sostenidos de más de 200 kms/h. Azotaba la isla dos semanas después del
paso de otro huracán que había dejado a gran parte del territorio
puertorriqueño sin energía, sin agua ni electricidad.
A Carolina del Norte, la zona continental más afectada por
la tormenta Florence, el presidente Donald Trump le ha concedido la declaración
de desastre, lo que le permitirá recibir ayudas de fondos federales,
subvenciones públicas para viviendas y préstamos baratos para cubrir
necesidades inmediatas de hogares y negocios. El Gobierno se vuelca, ahora -y como
es su deber-, en socorrer a los damnificados por estos fenómenos de la
naturaleza, como ya hiciera en 2005, tras el paso del huracán Katrina por el
sur de EE UU que causó la muerte de cerca de 2.000 personas y supuso un coste
de miles de millones de dólares al Gobierno. O, en 2012, cuando tuvo que hacer
frente al impacto económico, de más de 50.000 millones de dólares, que ocasionó
el huracán Sandy en áreas de Nueva York y Nueva Jersey, y que causó la muerte
de 147 personas.
Pero ante la catástrofe de Puerto Rico, territorio
estadounidense como los demás aunque con una relación especial, el Gobierno del
republicano Trump sólo supo reaccionar para cuestionar la magnitud de la
tragedia y advertir que no se podía estar ayudando siempre a los necesitados,
además de incidir en el coste que suponen estas ayudas. Se permitió, incluso,
utilizar su visita a la isla para humillar al pueblo de Puerto Rico con aquella
imagen en que lanzaba rollos de papel a las víctimas, dando muestras de su
total falta de sensibilidad con los afectados.
Sin embargo, ni esa actitud desdeñosa ni la tacañería con las
ayudas federales han aflorado en los mensajes de Trump, empáticos con los
ciudadanos de las Carolinas, a la hora de afrontar desde el Gobierno los daños
producidos por la tormenta Florence en la costa sureste de EE UU. Ni siquiera
ha cuestionado la magnitud del huracán ni las cifras de víctimas mortales o
daños materiales que ha ocasionado. Son ejemplos de una actitud vergonzante en
un gobernante, que administra la solidaridad de acuerdo a sus intereses. Son
dos varas de medir los huracanes y sus efectos sobre la población, en función
del interés político y el sectarismo de quien maneja el timón del Gobierno.
sábado, 15 de septiembre de 2018
Una década de crisis
Tal día como hoy, hace diez años, se hundió todo y se acabó el sueño del dinero fácil y los préstamos asequibles a todo aquel que quisiera jugar a las finanzas. Un 15 de septiembre de 2008 estallaba la crisis, daba la cara la Gran Recesión cuando, lo que no podía caer porque era demasiado grande, cayó y se llevó por delante todo un sistema financiero cogido con alfileres, atrapando entre sus cascotes a los grandes y pequeños especuladores, a los profesionales y, cómo no, a los aprendices de jugar con el dinero, a los amateurs de la ambición especulativa. Hace una década que se hundió Lehman Brothers, el cuarto banco de inversión de EE UU, y, tras él, Merrill Lynch, Goldman Sachs, Morgan Stanley, Bank of America y hasta el gigante de los seguros American International Group (AIG). Aquel “crash” contagió a las economías de la mayoría de países occidentales, interconectados en la globalización del sistema financiero, provocando el pánico y el consiguiente parón prestamista. Se cerraba el grifo financiero para gobiernos, empresas y, lo que es peor, particulares. La burbuja inmobiliaria estallaba. La historia, ya se sabe: los bancos fueron rescatados y las personas tuvieron que soportar las consecuencias de lo que no habían provocado. El paro y los recortes `austericidas´ nos condujeron a la precariedad que aún persiste y con la que todavía insisten para culpabilizarnos de haber vivido por encima de nuestras posibilidades. Y todo por culpa de Zapatero.
viernes, 14 de septiembre de 2018
Constitución, 40 años
A lo largo de este año 2018 se organizan diversas actividades y exposiciones en conmemoración del 40º aniversario de la Constitución Española (C.E.), la Carta Magna sancionada
por las Cortes Generales el 31 de octubre de 1978, previa aprobación del
proyecto constitucional el 21 de julio, y luego ratificada con el voto
mayoritario de los ciudadanos (más del 87 por ciento de votos afirmativos) en
referéndum celebrado el 6 de diciembre de aquel mismo año. Así pues, se cumplen
40 años de un excepcional compromiso histórico de la sociedad española por la
paz y la concordia, como forma de convivencia, y por la democracia como sistema
político de gobierno, justo después de superar otros 40 años de represión y carencia
de libertades en los que se basó el régimen dictatorial de Francisco Franco, el
general que ganó la sangrienta Guerra Civil que había promovido con su
sublevación, en 1936, contra el legítimo Gobierno de la República. Aunque a
algunos les pueda molestar, lo relatado no es memoria ni revanchismo, sino
historia.
No fue fácil ese paso de la dictadura a la democracia, a
pesar de la benevolencia con que es valorado el período de Transición que se
tuvo que recorrer para transformar las estructuras políticas de un régimen
hecho a medida y gloria del dictador hasta hacerlas encajar en una democracia
equiparable a las de nuestro entorno, sin acometer una ruptura radical sino una
mera pero solvente reforma de la “democracia orgánica” del franquismo. Desde la
perspectiva actual, existe unanimidad en reconocer como artífice de aquel
“milagro” al expresidente Adolfo Suárez, un político proveniente de la
dictadura, en la que llegó a ser Secretario General del Movimiento, que supo
conducir su propia evolución ideológica en consonancia con el devenir político que
propició la muerte -en su cama- del dictador y el sentir democrático, ya
imposible de contener, de la sociedad. Fruto de su habilidad para negociar y conseguir
acuerdos -como los famosos Pactos de la Moncloa, uno de los hitos más
importantes de la Transición-, se logró reunir el consenso necesario entre las
principales fuerzas parlamentarias –algunas de ellas enemistadas visceralmente
entre sí, como el franquismo y el comunismo- para elaborar la Constitución de
1978, “la primera pactada y no impuesta a la nación por el grupo dominante”, según
descripción del historiador Fernando García de Cortázar.
Desde entonces, la Constitución encarna el marco legal del
ordenamiento jurídico español, al que están sujetos los poderes públicos que
emanan de ella y los ciudadanos, a los que hace depositarios de la soberanía
nacional y cuyos derechos y libertades reconoce y protege con especial
relevancia en su articulado. Establece la monarquía parlamentaria como forma de
gobierno, la unidad de la Nación española como patria común e indivisible de
todos los españoles, y el Estado de las Autonomías como organización
territorial de las distintas regiones, cuyas particularidades y capacidad política
de autogobierno, basado en el principio de la solidaridad, se reconocen mediante
una importante descentralización de la Administración y con la transferencia correspondiente
de recursos financieros y humanos, lo que la asemeja a un Estado auténtica y
nominativamente federal.
Pero, por encima de todo, declara a España como Estado Social
y Democrático de Derecho, primando la supremacía de los intereses sociales, la
cohesión social y la igualdad de oportunidades, mediante el reconocimiento de
los derechos a la educación, la sanidad, la vivienda y las libertades
individuales, sobre un sistema de economía basado exclusivamente en las leyes
de la oferta y la demanda, que caracteriza a un estado liberal. Y posibilitando
la consolidación de un Estado de Derecho, garantista de los derechos que
reconoce, y no uno de simples leyes “sin alma”.
La alternancia en el poder de gobiernos de distintas
sensibilidades, entre conservadores y socialdemócratas, que hacían hincapié en
los aspectos liberales o socialistas de su ideología en la acción política,
respetando siempre el marco constitucional, ha demostrado la vigencia de una
Constitución que ha consolidado, durante todo este tiempo, el período de paz y
democracia más duradero y estable en la historia reciente de nuestro país. Las
libertades que recoge y ampara han conseguido que la sociedad española sea
mucho más abierta y tolerante, mucho más plural y diversa, que la vieja España
católica y tradicional. Y ha convertido España en una democracia homologable a
las más avanzadas del mundo, permitiéndole, por sus estándares democráticos, converger
con los países de la Unión Europea, liderar la consecución de derechos a
sectores de la población que los tenían negados (matrimonio homosexual,
dependencia, igualdad de la mujer, etc.) y facilitando la modernización
económica y productiva hasta posicionar a nuestro país como la octava potencia
económica del mundo.
Pero la Constitución también adolece de elementos negativos
que no pudo o no quiso abordar con la brillantez y clarividencia de los arriba destacados.
Contiene asuntos mal o parcialmente resueltos (dejó sin desarrollar el Título
VIII) y asignaturas pendientes que los ponentes de la Constitución dejaron para
legisladores del futuro. Como cabía esperar, no contentó a todo el mundo e
incluso en la actualidad existen voces y formaciones políticas que la designan
peyorativamente como la del “régimen del 78” . Y es que, como toda obra humana, es
susceptible de modificación y perfección para adecuarla a las nuevas exigencias
que reclama una sociedad moderna y sin hipotecas con el pasado.
Y es ahí, en esas deudas con el pasado, donde arranca una de
las críticas al origen de la Constitución, ya que la propuesta que se sometió a
votación de los españoles, sin alternativa posible, no rompía definitivamente
con la dictadura ni abolía privilegios sustentados en aquel régimen que
beneficiaban a sus élites políticas y económicas y a los herederos de la
dictadura. Tampoco permitió la elección democrática de la forma de gobierno, ya
que obligó a la ratificación, incluida indisolublemente en el texto
constitucional, de la monarquía parlamentaria y la legitimación del monarca
designado por el propio dictador para sucederle, aún saltándose la línea
dinástica. Y discrimina por razón de sexo a la mujer, a pesar de reconocer su
igualdad en todas las demás esferas sociales, en los procesos de sucesión de la
monarquía. Además, no establece una separación clara y tajante entre la Iglesia
y el Estado, aunque reconoce la “aconfesionalidad” del Estado, pues otorga
privilegios, en comparación con las demás confesiones, y mantiene prebendas y
tutelajes morales sobre la sociedad civil a la iglesia católica, como el
derecho al adoctrinamiento religioso en la educación que impide la existencia
de una verdadera educación laica o el sostenimiento del personal eclesiástico vía
presupuestos, impuestos y demás ayudas o subvenciones. Y, en definitiva, no ha
favorecido una efectiva reconciliación de los españoles ni la reparación,
cuando menos moral, de los inocentes ultrajados en su dignidad y castigados por
sus ideas y creencias por la Guerra Civil y durante la dictadura. Ni siquiera
ha propiciado una declaración de repudio y condena del régimen franquista, algo
que queda de manifiesto con el rechazo a la Ley de Memoria Histórica que
expresan sus herederos ideológicos y la preservación del mausoleo en el que
descansan los restos del dictador como si fuera el monumento a un personaje
digno de recordar y honrar.
Con todo, y a pesar de sus insuficiencias, la Constitución
Española de 1978 no merece una enmienda a la totalidad, aunque sí reformas puntuales
que contribuyan a que la democracia que ella reconoce y garantiza sea de más
alta calidad y profundice cada vez más en los hábitos de convivencia de los
españoles y en el funcionamiento de las instituciones. Por eso, puestos a celebrar
el 40 aniversario de la Constitución, la mejor forma de hacerlo no es con la
añoranza que mitifica su génesis, sino con el compromiso de adecuarla a las
demandas de una sociedad adulta y plural que exige perfeccionar su régimen de
libertades y la democracia para que perduren mucho más tiempo que aquella
horrenda dictadura. ¿O es mucho pedir?
martes, 11 de septiembre de 2018
Sindicato de rameras
Por mucho que la moral, lo “políticamente correcto” o la dignidad inherente de las personas nos hagan no aceptarlo y nos inclinen a ignorar lo que sucede en nuestras ciudades, en todas las urbes del planeta, lo cierto es que la prostitución es una realidad tan cotidiana como la mayoría de las profesiones que se pueden ejercer hoy en día. De hecho, es una práctica tan antigua que se tiene constancia de ella, tolerada o perseguida, casi desde que el hombre es hombre y la mujer, una poderosa atracción sexual que despierta los más bajos instintos de ese macho que la educación y las religiones no han podido domeñar en el ser humano. Pero no son las mujeres, conscientes de ese poder para desatar pasiones incontroladas en la entrepierna varonil, las que hayan optado por ganarse la vida voluntariamente y explotar su capacidad sexual para satisfacer aquella obsesiva pulsión masculina, sino que han sido -y son- los hombres los que, percibiendo la oportunidad de un fácil y lucrativo negocio, tan perenne como el de la muerte (los burdeles y las funerarias no acusan las crisis del mercado), los que han levantado y controlado el tráfico comercial de la carne y la trata de mujeres, en contra de la voluntad de la inmensa mayoría de ellas. Los datos disponibles apuntan a que alrededor del 90 por ciento de las prostitutas son obligadas a ello de manera forzada.
No resulta extraño, por tanto, que produjera estupor e
incredulidad, como le pasó a la ministra de Trabajo, Magdalena Valerio, cuando tuvo
conocimiento de la resolución adoptada por el ministerio del que es titular, la
autorización de un supuesto sindicato de trabajadoras de la prostitución, denominado
OTRAS, cuya resolución favorable salió publicada en el BOE. Una sorpresa causada
por el hecho de que, aunque la prostitución no está prohibida ni regulada en
España, manteniéndose en un limbo legal del que se aprovechan las mafias y los
proxenetas, su actividad no se considera un trabajo legal por vulnerar los
derechos y la dignidad de la mujer. Y es que la práctica de la prostitución no
es consecuencia de la libertad sexual ni del voluntario disfrute del placer
corporal de la mujer, sino que viene inducida por la violencia, la pobreza, la
marginación social y económica y la opresión masculina, todo ello favorecido por
una cultura sexista, una sociedad patriarcal y una mentalidad machista que
considera a la mujer simple objeto a su entera disposición y no sujeto con
derechos, como cualquier persona, independientemente de su sexo.
Un sindicato de prostitutas resulta tan chocante como uno de
esclavos, puestos que ambos no están constituidos por trabajadores que ejerzan
una actividad escogida y ejercida de manera voluntaria, sino por imperativos de
fuerza y opresión, con los que se explota su capacidad comercial –como
gladiadores en la época romana, laboral y de servicio en las plantaciones
americanas o sexual en la actualidad- cual objetos utilitarios que, en el caso
de las prostitutas, han sido esclavizadas, en gran parte, tras haber sido
engañadas con falsas promesas de trabajo y secuestradas en burdeles. La inmensa
mayoría de las mujeres que ejercen la prostitución en España provienen de familias
sin recursos y de procedencia extranjera, como Rumanía, Bulgaria, Nigeria,
Sierra Leona, Brasil, República Dominicana y otros países.
La prostitución es, en realidad, un fenómeno social que
afecta a las mujeres pero está causado por los hombres, que son quienes generan y fomentan
la explotación sexual con fines comerciales y lucrativos. Pocas mujeres se prestarían
voluntariamente y sin necesidad a la práctica sexual como negocio, salvo
excepciones explicadas por una ambición desmesurada (prostitutas de lujo,
pornografía, etc.) o trastornos psíquicos o psiquiátricos. Distinto es el impulso insaciable al deseo sexual, sin ánimo de lucro, al que se entregan ninfómanas y sátiros en sus aventuras con multitud de parejas, aunque se las califique a ellas de putas. Con ayuda y elección
para poder evitarla, ninguna mujer proclive por su situación a la prostitución caería
presa de un “negocio” que las esclaviza.
En cualquier caso, se trata de un problema a abordar y, si
no resolver, cuando menos paliar en sus repercusiones negativas para la mujer,
única víctima de una situación de abusos físico, sexual y emocional, pero
también social y hasta moral. Hasta tal grado soportan todo tipo de presiones y
opresiones que viven atemorizadas y sin capacidad de denunciar ante las
autoridades e instituciones su propio calvario. En tal sentido, las ONG prestan
una labor imprescindible a la hora de identificar a las víctimas de trata por
parte de mafias y proxenetas, y para arrancar de sus tentáculos a mujeres
indefensas, oprimidas y manipuladas, e integrarlas a una vida de derechos,
oportunidades y pleno reconocimiento de su dignidad como personas. Y hay que
tomar medidas, aparte de por razones de estricta justicia, porque la prostitución,
como desean los promotores del sindicato de marras, es un fenómeno que va en
aumento a causa de la pobreza, la marginación y las desigualdades que aún perduran
en nuestras sociedades y, lo que es peor, en la mentalidad predominante:
machista, por supuesto.
Entre el prohibicionismo y el abolicionismo, existe espacio
para una regulación legal de la prostitución que tenga en cuenta,
primordialmente, a la mujer y el respeto de sus derechos y dignidad. Antes de
pensar que ser puta pueda ser una profesión de libre y voluntaria elección por
parte de cualquier mujer e incluir ese trabajo en el registro fiscal de
actividades económicas, se deberían erradicar las condiciones de desigualdad y
carencias que la hacen posible y las mafias y proxenetas que explotan, no como
empresarios sino como negreros, el comercio carnal con la mujer, incluso sin su
voluntad ni consentimiento. Y, desde luego, antes también que reconocer un
inverosímil sindicato de rameras que ejercen una supuesta “profesión”, en
régimen de esclavitud la mayoría de ellas. ¿Qué intereses defenderá ese
simulacro de sindicato? ¿Seguir esclavizándolas?
viernes, 7 de septiembre de 2018
Cataluña, ¿volver a las andadas?
Cataluña se prepara para un otoño, más que caliente,
infernal. Unos, los independentistas, siguen a lo suyo, al enfrentamiento y la
provocación con su cantinela secesionista republicana. Y los otros, los
“constitucionalistas”, a las amenazas con la ley y la fuerza. Ya están los pertinentes
refuerzos de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado acuartelados en la
región por si hay que atajar de inmediato cualquier afrenta a la legalidad y
actuar en caso de desórdenes públicos. Además, el Gobierno tiene preparado
sobre la mesa el Artículo 151 de la C.E. para aplicarlo inmediatamente, una vez
más, si fuera necesario. ¿Se volverá a las andadas en Cataluña? Estímulos y
oportunidades no faltan.
Para empezar, septiembre y octubre brindan ocasiones para la
demostración de las respectivas convicciones graníticas y la inmovilidad estoica
de sus posiciones, a pesar de las reiteradas apelaciones al diálogo que ambas
partes se desgañitan en reclamar ante cualquier micrófono o tribuna. El
pistoletazo de salida lo ha dado el juicio en Bruselas contra el juez Llanera a
raíz de la querella presentada en aquel país por el expresidente Carles
Puigdemont, huido tras proclamar y dejar en suspenso la República catalana,
dejando a todos boquiabiertos: a los de su banda, por quedarse corto; a los de la
contraria, por ir demasiado lejos. Desde el exilio, el querellando aguarda con
impaciencia el veredicto. Si pierde, lo blandirá desde el victimismo con el que
reafirma su obcecación, pero si gana alardeará de que la razón que le niega el
Gobierno español es reconocida fuera de nuestras fronteras.
Antes que se conozca esa sentencia, que tardará porque las
alegaciones posponen la fecha del juicio, se celebrará el 11 de septiembre la Diada de Cataluña, festividad
nacionalista propicia para manifestaciones multitudinarias. Al efecto, los
agentes movilizan a sus partidarios y simpatizantes, tanto desde el Govern catalán como desde las
organizaciones civiles (ANC y OC, fundamentalmente) que actúan coordinadas con
aquel, para llenar las calles de lemas, cánticos, lazos y banderas esteladas en
demostración de un refrendo popular que en las urnas nunca ha sido mayoritario.
Esa es, precisamente, una de las farsas del independentismo catalán: pretender
representar a la voluntad de un pueblo en su totalidad cuando responde a las
intenciones de una parte del mismo, para colmo, no mayoritaria. Con esa finalidad,
no le importa dividir traumáticamente a la sociedad en un enfrentamiento que,
por ahora, se limita a plantar y retirar símbolos amarillos en calles y
edificios, lugares supuestamente públicos que pertenecen a todos y que así
debería estar garantizado por las instituciones de la Generalitat, incluida su
policía autonómica, que sólo identifica y multa a los que limpian esos espacios
y no a los que los ensucian. Se espera, pues, un rebrote de manifestaciones de
gran repercusión mediática, aunque posiblemente con menor asistencia que otros
años, además de diversos actos de calculada violencia pacífica, si el oxímoron fuera
compatible con la realidad.
Entre tanto, el molt honorable
presidente de Cataluña, Quim Torra, marioneta presidencial cuyos hilos maneja
el huido Puigdemont, continúa lanzando mensajes de radicalidad retórica contra
el Estado, la Justicia, la Democracia española, la Constitución y toda la
legalidad del país, mientras sigue sin gobernar su Comunidad Autónoma, mantiene
sin actividad el Parlament regional y visita cuantos balcones y teatros le
ofrezcan, orlados de simbología amarillenta, para lanzar sus soflamas. Sigue, erre
que erre, asegurando que en España hay presos políticos, no políticos presos
por violar la ley; que la democracia es bananera cuando es esa democracia la
que le permite ser presidente de una Autonomía; que la Justicia no es un poder
independiente pero pide al Gobierno que la instrumentalice para poner en
libertad a “sus” políticos presos; que su lealtad es con el mandato del “referéndum”
de octubre pasado cuando aquella patochada, celebrada sin censo ni control, no
fue legal ni estuvo validada por ningún organismo internacional; y que el Rey
no es bien recibido en Cataluña a pesar de ser el Jefe de Estado de una
monarquía que hunde sus raíces en los viejos reinos feudales, incluidos sus
condados y señoríos, de lo que más tarde sería España, hoy un Estado Social y Democrático
de Derecho, homologable a cualquier democracia occidental y de nuestro entorno
europeo. Le pese a quien le pese.
Incapaz de gobernar, por estar subordinado a quien lo
designó provisionalmente desde Bruselas y por carecer de un programa de
Gobierno que no sea la mera repetición de eslóganes dictados por el soberanismo
al que debe su cargo, el presidente Torra se limita a pronunciar discursos
organizados por sus fieles y dirigidos a sus huestes, en espacios alejados de
las instituciones en los que no se produzcan interpelaciones inoportunas de la
oposición, como el Teatro Nacional de Cataluña, donde asegura, con discurso
grandilocuente y gesticulante, estar dispuesto “a llegar tan lejos como
Puigdemont”. Imaginamos que a ser un prófugo en Bruselas. Y amenazar con abrir
las cárceles si la sentencia del Tribunal Supremo no le satisface y no deja
libres a los políticos catalanes presos, acusados de rebelión. Es decir, se
dedica a sugerir chantajes antidemocráticos, hueros de contenido y
perfectamente inútiles para encauzar y resolver el conflicto catalán.
La otra fecha disponible para calentar el ambiente es la del
aniversario de las leyes de ruptura, los días 6 y 7 de septiembre, cuando el
Parlament aprobó, hace un año, la Ley del Referéndum y la de Transitoriedad
Jurídica, que sirvieron para convocar el referéndum del 1 de octubre y
proclamar la república el 27 del mismo mes. Ambas leyes, inmediatamente
declaradas ilegales por el Tribunal Constitucional, constituyen el punto de no
retorno en la ruta de desobediencia del movimiento secesionista y en la ruptura
y desconexión con la legalidad vigente. Salvo los independentistas, todo el
espectro político del país consideró aquellas leyes como “un golpe a la
democracia” por subvertir la legalidad constitucional mediante leyes que
ignoraban y violaban los propios procedimientos legales y constitucionales. De
hecho, los letrados de la Cámara catalana y el Consejo de Garantías
Estatutarias ya habían advertido, respectivamente, de las irregularidades e
ilegalidades que se cometían con ellas. De nada sirvió. Cegados con el
espejismo de la independencia, los parlamentarios de Junts pel Sí, con la
connivencia de la presidenta del Parlament (Carme Forcadell, todavía en
prisión), forzaron la aprobación de unas leyes que sabían representaban un
ataque directo y frontal al Estado constitucional español. Es de esperar, por
tanto, que la efeméride de un acontecimiento inútil, pero de tanta repercusión emocional
y simbólica para el independentismo, no se deje pasar por alto por los
profesionales que enardecen a quienes quieren oírlos con mensajes victimarios,
aunque falsos, que tan rentables resultan a todo nacionalismo, sea
independentista o no. En puridad, es lo que hizo el presidente catalán, no en
el Parlament ni desde su despacho de la Generalitat, sino desde un teatro
reservado exclusivamente para sus fieles. Actuó como un político que se dirige
a sus partidarios, no como el gobernante que habla a toda la ciudadanía
catalana, a la que más de la mitad desoye, ignora y desprecia.
Pero si hay un día señalado, ese es el 1 de octubre. Fecha
icónica para el independentismo por la celebración, hace también un año, del
referéndum de autodeterminación declarado ilegal y al que se aferran los
soberanistas para justificar cuantas iniciativas se les ocurren, tendentes a lograr
la independencia unilateral de Cataluña. Un referéndum celebrado sin ninguna
garantía, incluso sin sindicatura electoral -cuyos componentes dimitieron ante
las advertencias del Tribunal Constitucional- que velara por la limpieza en su
celebración y sin censo del cuerpo electoral de votantes con el que controlar
la participación y evitar el fraude, como el que, efectivamente, se produjo de
manera descarada para inflar el resultado. Una pantomima que se pretende sobrevalorar
como lo que no fue (un hito histórico) para repetir una estrategia de
movilización y justificar una situación a todas luces injustificada,
desestabilizadora de la convivencia y traumática para la sociedad catalana en
su conjunto. Se insiste por ello, aunque sea de boquilla (Torra), en una
“ruptura”, a la que no se renuncia, que ya se sabe a lo que conduce (cárcel o
exilio) y que utiliza a los políticos presos como coartada ante el callejón sin
salida en que se ha metido el independentismo catalán y del que no sabe
cómo salir sin dar vuelta atrás. Son, precisamente, los políticos presos los
que hacen llamamientos para que no se insista en esa estrategia (Josep Rull) o
en la estupidez de imponer la independencia sin tener en cuenta al 50 por
ciento de catalanes que no lo es (Joan Tardá, portavoz parlamentario de ERC). De
esta manera, se apartan de los agitadores irreductibles (Puigdemont y Torra), que
continúan mirando al dedo y no la luna, en su empeño de autoconvencerse de la
función mesiánica que creen protagonizar, sin causa y sin meta. Sin causa
porque el derecho a la autodeterminación (eufemísticamente transformado en
“derecho a decidir”) la ONU lo reconoce sólo para los pueblos colonizados,
reprimidos por dictaduras o invadidos militarmente, y sin meta porque la
independencia no se contempla para ningún territorio de un Estado soberano en
el que no confluyan los supuestos anteriormente citados. Y menos aún para uno
en que la descentralización de su Administración prácticamente lo asemeja a un
país de corte federal.
Pero la única fecha que en verdad hubiera tenido trascendencia, si el
propio independentismo no hubiera sentido el vértigo de cambiar la historia,
sería la del 27 de octubre, día en que el Parlamento catalán declara la
independencia de una Cataluña convertida en república. Prefirió la farsa.
Previamente, el 10 de octubre, el presidente de la Generalitat promulgaba en un
discurso, dando por válido el referéndum ilegal, la proclamación de una
independencia que dejaba en suspenso hasta que se produjera un diálogo con el
Gobierno de España para que la aceptase. El Gobierno respondía con la
aplicación del Artículo 151 que, con objeto de restablecer la legalidad
constitucional quebrantada en aquella Comunidad Autónoma, destituía al gobierno
catalán y asumía por delegación el control de la Generalitat. El resto ya se
conoce: Puigdemont y varios consejeros se fugan de la Justicia y diez políticos
del procés, junto a los líderes de
las asociaciones Omniun y ANC, van a dar con sus huesos a la cárcel, donde
continúan.
Nada de todo esto hace reflexionar a los intransigentes dirigentes
del independentismo catalán, dispuestos en cualquier caso a seguir agitando a
sus incondicionales para sembrar la inquietud en sus oponentes, ocultar sus
mentiras y manipulaciones históricas o políticas, y conservar la capacidad
de movilización que aún detentan en función de intereses, declarados (independencia)
o espurios (corrupción). Con la amenaza de un otoño infernal confían en seguir mareando
la perdiz. Tienen suerte, disponen de efemérides, la mayoría de ellas
desafortunadas, para intentarlo. Y son tercos: su voluntad es persistir en las
andadas aunque con ello perjudiquen, en esa huida hacia delante, a la
ciudadanía de Cataluña, a la que deberían escuchar en vez de interpretar. Lo
dicho, un otoño infernal si se vuelve a las andadas.
miércoles, 5 de septiembre de 2018
Océano Atlántico
De pequeño, sus aguas balancearon mi cuerpo sobre las olas como un juguete a merced de la inocencia. Fruto de la ubicuidad atemporal que la teoría cuántica ha de descubrir, esas mismas aguas, a través de la distancia y el tiempo, vuelven a acariciarme cuando los pliegues de la edad dibujan un rostro arado por
los miedos y las alegrías. Un mismo mar en el que las distancias quedan
vencidas por la memoria y la incertidumbre de las corrientes, que hacen pensar
que las moléculas acuosas de la infancia son las mismas que bañan los pies del
adulto al otro lado del océano. Aquella mirada perpleja ante el horizonte
infinito del Caribe es idéntica a la que observa con igual perplejidad la linde
azul de la costa atlántica del sur de Europa. Si los restos de un tsunami en
Asia pueden acabar en las playas de California, las olas que recuerda un niño
pueden ser las mismas que bañen la nostalgia del abuelo cuando se enfrenta al
vértigo del océano y el tiempo, flotando sin cesar sobre el vasto Atlántico que
la vida contempla. Por eso, cada verano, al pisar la arena, hundo mis pies
sobre las huellas del niño y dejo que ese mar eterno vuelva a humedecer de
emoción mis ojos, imaginando palmeras.
lunes, 3 de septiembre de 2018
Una hora, más o menos
Al fin, una voz ha levantado la liebre y ha sido la del
presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker. Ha dicho que es necesario
atender la voluntad expresada, en una encuesta, por los ciudadanos de diversos
países: están hartos de tener que adelantar y atrasar los relojes dos veces al
año. Más del 80 por ciento de los consultados, unos 4,6 millones de europeos, prefiere
un horario fijo, sin cambios. Y basándose en ese resultado no vinculante,
Bruselas propondrá a los Estados miembros de la Unión Europea la supresión de
tales modificaciones horarias, cosa que llevará su tiempo pero que ha permitido
que la cuestión se incluya en la agenda política de cada país. En España era un
asunto que afloraba a la opinión pública cada vez que se cambiaba la hora, en
la que unos se posicionaban a favor y, otros, en contra, dependiendo más de las preferencias de cada cual que sobre la base de un argumento razonado. Ahora, en cambio, habrá que estudiarse el tema de la hora con rigor, porque la intención gubernamental es, efectivamente, eliminar el dichoso vaivén horario.
Y el rigor indica que nuestro país tiene un desfase horario
en relación con la hora solar real, un desfase que en verano, con el adelanto
de una hora adicional de marzo a octubre, se convierte en dos horas de
diferencia sobre la que correspondería por nuestra localización geográfica y según
los husos del meridiano de Greenwich. En octubre, cuando se retrasa esa hora
veraniega, como es costumbre, el desfase vuelve a ser de una hora con respecto
a la hora solar. Es decir, en invierno vamos con una hora de adelanto, y en
verano con dos, sobre la hora solar que deberíamos seguir. El por qué de que ello
sea así es complejo y responde a iniciativas políticas, históricas y
económicas, pero ninguna al interés y lo más saludable para los ciudadanos,
que son los que se levantan de noche y se acuestan, casi, de día.
La cuestión no es baladí. La propuesta que formule la comisión
de expertos, que se constituirá a instancias del Gobierno, creará controversia
porque deberá determinar el horario oficial que adoptará España de manera
definitiva y sin cambios estacionales. Máxime si dicha decisión la quiere
implementar el Ejecutivo contando con el consenso de los demás grupos parlamentarios,
la conformidad de los sectores económicos implicados y el refrendo mayoritario de
la población. Difícil papeleta en un país donde no nos ponemos de acuerdo ni
para ser puntuales a ninguna hora. En cualquier caso, un acuerdo de magnitud
continental, que entraña el visto bueno de los Estados miembros de la UE, no
entraría en vigor, en el mejor de los casos, hasta 2020 ó 2021, si todos estuvieran
conformes y no plantearan objeciones insalvables. Y todo por una hora, más o
menos.
Pero para quienes, con cada cambio de hora en primavera y
otoño, discutíamos hasta con la familia y los amigos sobre lo acertado o
erróneo de la medida, parece que, al fin, ha llegado el momento de que los “expertos”
nos concedan o arrebaten la razón, dando por concluida la polémica. Es verdad que
los argumentos que manejábamos en esas diatribas de sobremesa surgían de la
simple deducción lógica, con escaso apoyo en consideraciones científicas que nos
resultaban extrañas e incomprensibles. Partiendo de la premisa de que los
cambios se originaron por la crisis del petróleo de 1973 con la intención de
ahorrar energía por la ampliación de la iluminación natural durante el verano,
negábamos la mayor. Tal justificación nos parecía –y nos parece- apropiada para los
países del norte de Europa, ya que con el cambio estacional conseguían más
horas de luz al final del día. Pero para los meridionales, donde los rayos de
Sol caen directamente y el calor llega a ser insoportable, disponer de luz
hasta muy tarde era algo contradictorio y lo considerábamos –y seguimos considerando-
perjudicial para los ciclos circadianos del ser humano y el desenvolvimiento cotidiano
de la gente. Estábamos convencidos de que ese cambio de hora no suponía para
los países sureños ningún ahorro; antes al contrario, mayor gasto en energía. Y
bastaba, para demostrarlo, señalar una costumbre rutinaria. La oscuridad del
amanecer se contrarresta con una simple bombilla, pero el calor hasta bien
entrada la noche sólo se combate con el aire condicionado. Y, que se sepa, el
aparato de aire consume mucha más energía que una bombilla, aunque fuera de
filamento. ¿Dónde radica, entonces, el supuesto ahorro? Nunca, por tanto,
estuvimos de acuerdo con los cambios de hora, y menos para adelantar una hora
adicional en verano, cosa que algunos hijos preferían por tendencias
hedonistas.
Que adaptamos nuestros hábitos a los ciclos de luz natural y
oscuridad es una evidencia de Perogrullo, independientemente de que, de forma
artificial, establezcamos que amanece a las siete o las diez de la mañana y anochece
a las siete o diez de la tarde. Tan evidente como que esos cambios de hora
suponen un trastorno, sobre todo en niños y ancianos, a la hora de conciliar el
sueño y para las comidas, cuando el organismo ya tenía regulado su reloj
interno para empezar a cabecear y segregar jugos gástricos. Y puesto que ya no
hay motivaciones de ahorro energético para tantos inconvenientes, como desde
hace más de una década las instituciones europeas habían reconocido, parece
oportuno eliminar definitivamente unas anuales modificaciones horarias que sólo
se mantenían por inercia.
Ya es hora de recuperar, en primer lugar, la hora solar que
realmente nos corresponde por nuestra ubicación geográfica. Y, después,
establecer qué horario –el de invierno o de verano- conviene más al conjunto
del país y a los hábitos naturales de las personas, que suelen comenzar su
actividad cotidiana, como los niños entrar en los colegios, una vez ha
amanecido, y empezar el descanso y el ocio con el atardecer. Parece, según
algunos especialistas en cronobiología, que el horario de invierno beneficiaría
a los países del sur de Europa (Portugal, Italia, Grecia y España) por cuanto,
no sólo permitiría combatir más racionalmente la fuerte irradiación solar al
anochecer más temprano, sino también por posibilitar que se duerma el tiempo
necesario, y descansar más y mejor, ya que acostarse tarde, a causa del horario
de verano, no exime tener que madrugar para afrontar la jornada laboral, sea
de noche o de día la hora de levantarse.
Ojalá, pues, la propuesta de la comisión de expertos y las
deliberaciones políticas consigan que se adopte la decisión más beneficiosa y
equilibrada para los españoles y el conjunto de ciudadanos europeos. Y para
dejar de discutir eternamente si el horario de verano o el de invierno nos
conviene más o no, aparte de lo que interese al sector hostelero y la industria
del turismo. Al menos, dejaríamos de estar cambiando la hora de los relojes dos
veces al año. El mensaje de los encuestados ha sido contundente: el 80 por
ciento no quiere más cambios horarios porque suponen un impacto “negativo” en
su vida. Y todo por una hora, más o menos.
sábado, 1 de septiembre de 2018
Septiembre, ya.
Suelo repetirme cada vez que expreso lo que siento, lo que deseo y hasta lo que creo. Recurro una y otra vez a las fobias y filias que condicionan mi manera de ver lo que me rodea e intuir lo que soy. Y soy bastante predecible aunque en ocasiones opte por lo imprevisto, tal vez por esa cierta indisciplina que doblega mi voluntad cuando se le antoja. En tales momentos me hallo a merced del desconcierto que abrumaba a Medea, cuando reconocía que “una cosa deseo, la mente de otra me persuade”.
Sé que el verano aún no se ha agotado, pero ya no puedo contener
los deseos, nada más empezar septiembre, de que el otoño perfume el aire, incite
el arrebato reproductor en plantas y animales y tiña la naturaleza con su luz y color.
Sé que me precipito, pero no puedo evitarlo. Queda mucho calor y falta aún para
las primeras brisas frescas y las neblinas mañaneras. Sin embargo, me embarga esa
emoción que septiembre, cada año, me provoca nada más aparecer en el calendario,
junto a aquellos recuerdos de volver a empezar, siempre por primera vez, a domeñar
el mundo y ser dueños de nuestras vidas. Sensaciones reiteradas como las manías
que nos definen o esas preferencias conocidas que acompañan los trechos por
los que vamos discurriendo. Por eso, no se extrañen si Neil Diamond insiste con
la misma melodía romántica en mi obsesiva pasión por el otoño. Y es que
septiembre, ya, me invita a soñar y sentir aún de esa manera.
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