lunes, 3 de septiembre de 2018

Una hora, más o menos

Al fin, una voz ha levantado la liebre y ha sido la del presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker. Ha dicho que es necesario atender la voluntad expresada, en una encuesta, por los ciudadanos de diversos países: están hartos de tener que adelantar y atrasar los relojes dos veces al año. Más del 80 por ciento de los consultados, unos 4,6 millones de europeos, prefiere un horario fijo, sin cambios. Y basándose en ese resultado no vinculante, Bruselas propondrá a los Estados miembros de la Unión Europea la supresión de tales modificaciones horarias, cosa que llevará su tiempo pero que ha permitido que la cuestión se incluya en la agenda política de cada país. En España era un asunto que afloraba a la opinión pública cada vez que se cambiaba la hora, en la que unos se posicionaban a favor y, otros, en contra, dependiendo más de las preferencias de cada cual que sobre la base de un argumento razonado. Ahora, en cambio, habrá que estudiarse el tema de la hora con rigor, porque la intención gubernamental es, efectivamente, eliminar el dichoso vaivén horario.

Y el rigor indica que nuestro país tiene un desfase horario en relación con la hora solar real, un desfase que en verano, con el adelanto de una hora adicional de marzo a octubre, se convierte en dos horas de diferencia sobre la que correspondería por nuestra localización geográfica y según los husos del meridiano de Greenwich. En octubre, cuando se retrasa esa hora veraniega, como es costumbre, el desfase vuelve a ser de una hora con respecto a la hora solar. Es decir, en invierno vamos con una hora de adelanto, y en verano con dos, sobre la hora solar que deberíamos seguir. El por qué de que ello sea así es complejo y responde a iniciativas políticas, históricas y económicas, pero ninguna al interés y lo más saludable para los ciudadanos, que son los que se levantan de noche y se acuestan, casi, de día.

La cuestión no es baladí. La propuesta que formule la comisión de expertos, que se constituirá a instancias del Gobierno, creará controversia porque deberá determinar el horario oficial que adoptará España de manera definitiva y sin cambios estacionales. Máxime si dicha decisión la quiere implementar el Ejecutivo contando con el consenso de los demás grupos parlamentarios, la conformidad de los sectores económicos implicados y el refrendo mayoritario de la población. Difícil papeleta en un país donde no nos ponemos de acuerdo ni para ser puntuales a ninguna hora. En cualquier caso, un acuerdo de magnitud continental, que entraña el visto bueno de los Estados miembros de la UE, no entraría en vigor, en el mejor de los casos, hasta 2020 ó 2021, si todos estuvieran conformes y no plantearan objeciones insalvables. Y todo por una hora, más o menos.

Pero para quienes, con cada cambio de hora en primavera y otoño, discutíamos hasta con la familia y los amigos sobre lo acertado o erróneo de la medida, parece que, al fin, ha llegado el momento de que los “expertos” nos concedan o arrebaten la razón, dando por concluida la polémica. Es verdad que los argumentos que manejábamos en esas diatribas de sobremesa surgían de la simple deducción lógica, con escaso apoyo en consideraciones científicas que nos resultaban extrañas e incomprensibles. Partiendo de la premisa de que los cambios se originaron por la crisis del petróleo de 1973 con la intención de ahorrar energía por la ampliación de la iluminación natural durante el verano, negábamos la mayor. Tal justificación nos parecía –y nos parece- apropiada para los países del norte de Europa, ya que con el cambio estacional conseguían más horas de luz al final del día. Pero para los meridionales, donde los rayos de Sol caen directamente y el calor llega a ser insoportable, disponer de luz hasta muy tarde era algo contradictorio y lo considerábamos –y seguimos considerando- perjudicial para los ciclos circadianos del ser humano y el desenvolvimiento cotidiano de la gente. Estábamos convencidos de que ese cambio de hora no suponía para los países sureños ningún ahorro; antes al contrario, mayor gasto en energía. Y bastaba, para demostrarlo, señalar una costumbre rutinaria. La oscuridad del amanecer se contrarresta con una simple bombilla, pero el calor hasta bien entrada la noche sólo se combate con el aire condicionado. Y, que se sepa, el aparato de aire consume mucha más energía que una bombilla, aunque fuera de filamento. ¿Dónde radica, entonces, el supuesto ahorro? Nunca, por tanto, estuvimos de acuerdo con los cambios de hora, y menos para adelantar una hora adicional en verano, cosa que algunos hijos preferían por tendencias hedonistas.

Que adaptamos nuestros hábitos a los ciclos de luz natural y oscuridad es una evidencia de Perogrullo, independientemente de que, de forma artificial, establezcamos que amanece a las siete o las diez de la mañana y anochece a las siete o diez de la tarde. Tan evidente como que esos cambios de hora suponen un trastorno, sobre todo en niños y ancianos, a la hora de conciliar el sueño y para las comidas, cuando el organismo ya tenía regulado su reloj interno para empezar a cabecear y segregar jugos gástricos. Y puesto que ya no hay motivaciones de ahorro energético para tantos inconvenientes, como desde hace más de una década las instituciones europeas habían reconocido, parece oportuno eliminar definitivamente unas anuales modificaciones horarias que sólo se mantenían por inercia.

Ya es hora de recuperar, en primer lugar, la hora solar que realmente nos corresponde por nuestra ubicación geográfica. Y, después, establecer qué horario –el de invierno o de verano- conviene más al conjunto del país y a los hábitos naturales de las personas, que suelen comenzar su actividad cotidiana, como los niños entrar en los colegios, una vez ha amanecido, y empezar el descanso y el ocio con el atardecer. Parece, según algunos especialistas en cronobiología, que el horario de invierno beneficiaría a los países del sur de Europa (Portugal, Italia, Grecia y España) por cuanto, no sólo permitiría combatir más racionalmente la fuerte irradiación solar al anochecer más temprano, sino también por posibilitar que se duerma el tiempo necesario, y descansar más y mejor, ya que acostarse tarde, a causa del horario de verano, no exime tener que madrugar para afrontar la jornada laboral, sea de noche o de día la hora de levantarse.

Ojalá, pues, la propuesta de la comisión de expertos y las deliberaciones políticas consigan que se adopte la decisión más beneficiosa y equilibrada para los españoles y el conjunto de ciudadanos europeos. Y para dejar de discutir eternamente si el horario de verano o el de invierno nos conviene más o no, aparte de lo que interese al sector hostelero y la industria del turismo. Al menos, dejaríamos de estar cambiando la hora de los relojes dos veces al año. El mensaje de los encuestados ha sido contundente: el 80 por ciento no quiere más cambios horarios porque suponen un impacto “negativo” en su vida. Y todo por una hora, más o menos.

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