No fue fácil ese paso de la dictadura a la democracia, a
pesar de la benevolencia con que es valorado el período de Transición que se
tuvo que recorrer para transformar las estructuras políticas de un régimen
hecho a medida y gloria del dictador hasta hacerlas encajar en una democracia
equiparable a las de nuestro entorno, sin acometer una ruptura radical sino una
mera pero solvente reforma de la “democracia orgánica” del franquismo. Desde la
perspectiva actual, existe unanimidad en reconocer como artífice de aquel
“milagro” al expresidente Adolfo Suárez, un político proveniente de la
dictadura, en la que llegó a ser Secretario General del Movimiento, que supo
conducir su propia evolución ideológica en consonancia con el devenir político que
propició la muerte -en su cama- del dictador y el sentir democrático, ya
imposible de contener, de la sociedad. Fruto de su habilidad para negociar y conseguir
acuerdos -como los famosos Pactos de la Moncloa, uno de los hitos más
importantes de la Transición-, se logró reunir el consenso necesario entre las
principales fuerzas parlamentarias –algunas de ellas enemistadas visceralmente
entre sí, como el franquismo y el comunismo- para elaborar la Constitución de
1978, “la primera pactada y no impuesta a la nación por el grupo dominante”, según
descripción del historiador Fernando García de Cortázar.
Desde entonces, la Constitución encarna el marco legal del
ordenamiento jurídico español, al que están sujetos los poderes públicos que
emanan de ella y los ciudadanos, a los que hace depositarios de la soberanía
nacional y cuyos derechos y libertades reconoce y protege con especial
relevancia en su articulado. Establece la monarquía parlamentaria como forma de
gobierno, la unidad de la Nación española como patria común e indivisible de
todos los españoles, y el Estado de las Autonomías como organización
territorial de las distintas regiones, cuyas particularidades y capacidad política
de autogobierno, basado en el principio de la solidaridad, se reconocen mediante
una importante descentralización de la Administración y con la transferencia correspondiente
de recursos financieros y humanos, lo que la asemeja a un Estado auténtica y
nominativamente federal.
Pero, por encima de todo, declara a España como Estado Social
y Democrático de Derecho, primando la supremacía de los intereses sociales, la
cohesión social y la igualdad de oportunidades, mediante el reconocimiento de
los derechos a la educación, la sanidad, la vivienda y las libertades
individuales, sobre un sistema de economía basado exclusivamente en las leyes
de la oferta y la demanda, que caracteriza a un estado liberal. Y posibilitando
la consolidación de un Estado de Derecho, garantista de los derechos que
reconoce, y no uno de simples leyes “sin alma”.
La alternancia en el poder de gobiernos de distintas
sensibilidades, entre conservadores y socialdemócratas, que hacían hincapié en
los aspectos liberales o socialistas de su ideología en la acción política,
respetando siempre el marco constitucional, ha demostrado la vigencia de una
Constitución que ha consolidado, durante todo este tiempo, el período de paz y
democracia más duradero y estable en la historia reciente de nuestro país. Las
libertades que recoge y ampara han conseguido que la sociedad española sea
mucho más abierta y tolerante, mucho más plural y diversa, que la vieja España
católica y tradicional. Y ha convertido España en una democracia homologable a
las más avanzadas del mundo, permitiéndole, por sus estándares democráticos, converger
con los países de la Unión Europea, liderar la consecución de derechos a
sectores de la población que los tenían negados (matrimonio homosexual,
dependencia, igualdad de la mujer, etc.) y facilitando la modernización
económica y productiva hasta posicionar a nuestro país como la octava potencia
económica del mundo.
Pero la Constitución también adolece de elementos negativos
que no pudo o no quiso abordar con la brillantez y clarividencia de los arriba destacados.
Contiene asuntos mal o parcialmente resueltos (dejó sin desarrollar el Título
VIII) y asignaturas pendientes que los ponentes de la Constitución dejaron para
legisladores del futuro. Como cabía esperar, no contentó a todo el mundo e
incluso en la actualidad existen voces y formaciones políticas que la designan
peyorativamente como la del “régimen del 78” . Y es que, como toda obra humana, es
susceptible de modificación y perfección para adecuarla a las nuevas exigencias
que reclama una sociedad moderna y sin hipotecas con el pasado.
Y es ahí, en esas deudas con el pasado, donde arranca una de
las críticas al origen de la Constitución, ya que la propuesta que se sometió a
votación de los españoles, sin alternativa posible, no rompía definitivamente
con la dictadura ni abolía privilegios sustentados en aquel régimen que
beneficiaban a sus élites políticas y económicas y a los herederos de la
dictadura. Tampoco permitió la elección democrática de la forma de gobierno, ya
que obligó a la ratificación, incluida indisolublemente en el texto
constitucional, de la monarquía parlamentaria y la legitimación del monarca
designado por el propio dictador para sucederle, aún saltándose la línea
dinástica. Y discrimina por razón de sexo a la mujer, a pesar de reconocer su
igualdad en todas las demás esferas sociales, en los procesos de sucesión de la
monarquía. Además, no establece una separación clara y tajante entre la Iglesia
y el Estado, aunque reconoce la “aconfesionalidad” del Estado, pues otorga
privilegios, en comparación con las demás confesiones, y mantiene prebendas y
tutelajes morales sobre la sociedad civil a la iglesia católica, como el
derecho al adoctrinamiento religioso en la educación que impide la existencia
de una verdadera educación laica o el sostenimiento del personal eclesiástico vía
presupuestos, impuestos y demás ayudas o subvenciones. Y, en definitiva, no ha
favorecido una efectiva reconciliación de los españoles ni la reparación,
cuando menos moral, de los inocentes ultrajados en su dignidad y castigados por
sus ideas y creencias por la Guerra Civil y durante la dictadura. Ni siquiera
ha propiciado una declaración de repudio y condena del régimen franquista, algo
que queda de manifiesto con el rechazo a la Ley de Memoria Histórica que
expresan sus herederos ideológicos y la preservación del mausoleo en el que
descansan los restos del dictador como si fuera el monumento a un personaje
digno de recordar y honrar.
Con todo, y a pesar de sus insuficiencias, la Constitución
Española de 1978 no merece una enmienda a la totalidad, aunque sí reformas puntuales
que contribuyan a que la democracia que ella reconoce y garantiza sea de más
alta calidad y profundice cada vez más en los hábitos de convivencia de los
españoles y en el funcionamiento de las instituciones. Por eso, puestos a celebrar
el 40 aniversario de la Constitución, la mejor forma de hacerlo no es con la
añoranza que mitifica su génesis, sino con el compromiso de adecuarla a las
demandas de una sociedad adulta y plural que exige perfeccionar su régimen de
libertades y la democracia para que perduren mucho más tiempo que aquella
horrenda dictadura. ¿O es mucho pedir?
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