viernes, 14 de septiembre de 2018

Constitución, 40 años

A lo largo de este año 2018 se organizan diversas actividades y exposiciones en conmemoración del 40º aniversario de la Constitución Española (C.E.), la Carta Magna sancionada por las Cortes Generales el 31 de octubre de 1978, previa aprobación del proyecto constitucional el 21 de julio, y luego ratificada con el voto mayoritario de los ciudadanos (más del 87 por ciento de votos afirmativos) en referéndum celebrado el 6 de diciembre de aquel mismo año. Así pues, se cumplen 40 años de un excepcional compromiso histórico de la sociedad española por la paz y la concordia, como forma de convivencia, y por la democracia como sistema político de gobierno, justo después de superar otros 40 años de represión y carencia de libertades en los que se basó el régimen dictatorial de Francisco Franco, el general que ganó la sangrienta Guerra Civil que había promovido con su sublevación, en 1936, contra el legítimo Gobierno de la República. Aunque a algunos les pueda molestar, lo relatado no es memoria ni revanchismo, sino historia.

No fue fácil ese paso de la dictadura a la democracia, a pesar de la benevolencia con que es valorado el período de Transición que se tuvo que recorrer para transformar las estructuras políticas de un régimen hecho a medida y gloria del dictador hasta hacerlas encajar en una democracia equiparable a las de nuestro entorno, sin acometer una ruptura radical sino una mera pero solvente reforma de la “democracia orgánica” del franquismo. Desde la perspectiva actual, existe unanimidad en reconocer como artífice de aquel “milagro” al expresidente Adolfo Suárez, un político proveniente de la dictadura, en la que llegó a ser Secretario General del Movimiento, que supo conducir su propia evolución ideológica en consonancia con el devenir político que propició la muerte -en su cama- del dictador y el sentir democrático, ya imposible de contener, de la sociedad. Fruto de su habilidad para negociar y conseguir acuerdos -como los famosos Pactos de la Moncloa, uno de los hitos más importantes de la Transición-, se logró reunir el consenso necesario entre las principales fuerzas parlamentarias –algunas de ellas enemistadas visceralmente entre sí, como el franquismo y el comunismo- para elaborar la Constitución de 1978, “la primera pactada y no impuesta a la nación por el grupo dominante”, según descripción del historiador Fernando García de Cortázar.

Desde entonces, la Constitución encarna el marco legal del ordenamiento jurídico español, al que están sujetos los poderes públicos que emanan de ella y los ciudadanos, a los que hace depositarios de la soberanía nacional y cuyos derechos y libertades reconoce y protege con especial relevancia en su articulado. Establece la monarquía parlamentaria como forma de gobierno, la unidad de la Nación española como patria común e indivisible de todos los españoles, y el Estado de las Autonomías como organización territorial de las distintas regiones, cuyas particularidades y capacidad política de autogobierno, basado en el principio de la solidaridad, se reconocen mediante una importante descentralización de la Administración y con la transferencia correspondiente de recursos financieros y humanos, lo que la asemeja a un Estado auténtica y nominativamente federal.

Pero, por encima de todo, declara a España como Estado Social y Democrático de Derecho, primando la supremacía de los intereses sociales, la cohesión social y la igualdad de oportunidades, mediante el reconocimiento de los derechos a la educación, la sanidad, la vivienda y las libertades individuales, sobre un sistema de economía basado exclusivamente en las leyes de la oferta y la demanda, que caracteriza a un estado liberal. Y posibilitando la consolidación de un Estado de Derecho, garantista de los derechos que reconoce, y no uno de simples leyes “sin alma”.

La alternancia en el poder de gobiernos de distintas sensibilidades, entre conservadores y socialdemócratas, que hacían hincapié en los aspectos liberales o socialistas de su ideología en la acción política, respetando siempre el marco constitucional, ha demostrado la vigencia de una Constitución que ha consolidado, durante todo este tiempo, el período de paz y democracia más duradero y estable en la historia reciente de nuestro país. Las libertades que recoge y ampara han conseguido que la sociedad española sea mucho más abierta y tolerante, mucho más plural y diversa, que la vieja España católica y tradicional. Y ha convertido España en una democracia homologable a las más avanzadas del mundo, permitiéndole, por sus estándares democráticos, converger con los países de la Unión Europea, liderar la consecución de derechos a sectores de la población que los tenían negados (matrimonio homosexual, dependencia, igualdad de la mujer, etc.) y facilitando la modernización económica y productiva hasta posicionar a nuestro país como la octava potencia económica del mundo.

Pero la Constitución también adolece de elementos negativos que no pudo o no quiso abordar con la brillantez y clarividencia de los arriba destacados. Contiene asuntos mal o parcialmente resueltos (dejó sin desarrollar el Título VIII) y asignaturas pendientes que los ponentes de la Constitución dejaron para legisladores del futuro. Como cabía esperar, no contentó a todo el mundo e incluso en la actualidad existen voces y formaciones políticas que la designan peyorativamente como la del “régimen del 78”. Y es que, como toda obra humana, es susceptible de modificación y perfección para adecuarla a las nuevas exigencias que reclama una sociedad moderna y sin hipotecas con el pasado.

Y es ahí, en esas deudas con el pasado, donde arranca una de las críticas al origen de la Constitución, ya que la propuesta que se sometió a votación de los españoles, sin alternativa posible, no rompía definitivamente con la dictadura ni abolía privilegios sustentados en aquel régimen que beneficiaban a sus élites políticas y económicas y a los herederos de la dictadura. Tampoco permitió la elección democrática de la forma de gobierno, ya que obligó a la ratificación, incluida indisolublemente en el texto constitucional, de la monarquía parlamentaria y la legitimación del monarca designado por el propio dictador para sucederle, aún saltándose la línea dinástica. Y discrimina por razón de sexo a la mujer, a pesar de reconocer su igualdad en todas las demás esferas sociales, en los procesos de sucesión de la monarquía. Además, no establece una separación clara y tajante entre la Iglesia y el Estado, aunque reconoce la “aconfesionalidad” del Estado, pues otorga privilegios, en comparación con las demás confesiones, y mantiene prebendas y tutelajes morales sobre la sociedad civil a la iglesia católica, como el derecho al adoctrinamiento religioso en la educación que impide la existencia de una verdadera educación laica o el sostenimiento del personal eclesiástico vía presupuestos, impuestos y demás ayudas o subvenciones. Y, en definitiva, no ha favorecido una efectiva reconciliación de los españoles ni la reparación, cuando menos moral, de los inocentes ultrajados en su dignidad y castigados por sus ideas y creencias por la Guerra Civil y durante la dictadura. Ni siquiera ha propiciado una declaración de repudio y condena del régimen franquista, algo que queda de manifiesto con el rechazo a la Ley de Memoria Histórica que expresan sus herederos ideológicos y la preservación del mausoleo en el que descansan los restos del dictador como si fuera el monumento a un personaje digno de recordar y honrar.

Con todo, y a pesar de sus insuficiencias, la Constitución Española de 1978 no merece una enmienda a la totalidad, aunque sí reformas puntuales que contribuyan a que la democracia que ella reconoce y garantiza sea de más alta calidad y profundice cada vez más en los hábitos de convivencia de los españoles y en el funcionamiento de las instituciones. Por eso, puestos a celebrar el 40 aniversario de la Constitución, la mejor forma de hacerlo no es con la añoranza que mitifica su génesis, sino con el compromiso de adecuarla a las demandas de una sociedad adulta y plural que exige perfeccionar su régimen de libertades y la democracia para que perduren mucho más tiempo que aquella horrenda dictadura. ¿O es mucho pedir?

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