jueves, 12 de abril de 2018

2001, una odisea inolvidable

El tiempo nos lleva en volandas por la vida sin dejar que apenas nos demos cuenta de su transcurrir hasta que celebramos ciertas efemérides. Es lo que me ha pasado con la película de Stanley Kubrick, 2001: una odisea del espacio, un filme que hace la friolera de cincuenta años fui a ver por primera vez en un cine de mi adolescencia, cuando se estrenó en España, allá por finales de 1969. Ese medio siglo transcurrido es un plazo considerable de tiempo para una película y para una persona, pues hace envejecer a ambas inevitablemente. En este caso, la obra de Kubrick se conserva fresca y sorprendente como el primer día, manteniéndose como referente del cine de ciencia ficción, más “sesudo” que espectacular sin renunciar a los efectos especiales, mientras que yo acuso el paso de los años, acumulando achaques diversos y arrugas en la piel.

Cuando fui a ver la película por primera vez, en mi cabeza bullían ideas y lecturas sobre teorías y explicaciones del mundo y la existencia, libros que devoraba anárquica y atropelladamente. Al cine acudí siendo un adolescente que ya estaba contagiado por la espiritualidad orientalista de Hermann Hesse y su crítica a los valores occidentales, en los que prima el materialismo y el poder del dinero. Y me había asomado a los peligros de Un mundo feliz, guiado por Aldous Huxley, acerca de una sociedad homogeneizada y controladora hasta de las emociones y necesidades de los individuos. E, incluso, andaba enfrascado con el Nietzsche de El eterno retorno y El Superhombre, intentando comprender que “el sendero de la plenitud es curvo porque el tiempo es una perenne repetición en la que todo, incluido el ser, muere y renace continuamente”, o que “el superhombre es la superación del hombre que, tras la muerte de Dios, asume el eterno retorno de la vida”. Pero, sobre todo, estaba fascinado con las ideas del padre Teilhard de Chardin, el filósofo jesuita que proponía una percepción de la evolución en la que tanto la materia como el espíritu logran en todo el Universo mayores niveles de complejidad hasta formar una superconciencia sideral, el llamado Punto Omega.

No es de extrañar, por tanto, que el filme de Kubrick me dejara boquiabierto y me causara una impresión que aún perdura: era la plasmación en imágenes de un compendio de aquellas lecturas e ideas, pues más que aventuras desarrollaba una trama filosófica. Desde la elipsis inicial, que condensa cuatro millones de años de la evolución del primate a los viajes espaciales, hasta el “renacer” del astronauta Bowman, convertido en centinela del Universo como “superconciencia” espiritual, pasando por el monolito precursor y catalizador de la aparición de la vida inteligente, conduciendo al ser humano fuera del planeta hacia una evolución superior, y el desafío de la inteligencia artificial, representado por la computadora Hal 9000 que controla la nave, al adquirir conciencia de su existencia y sufrir una “neurosis” de consecuencias fatales para la tripulación.

Por todo ello, 2001: una odisea del espacio, obra en la que Kubrick invirtió cinco años de su vida, es una película inolvidable y sin precedentes en la historia del cine, que revolucionó la cinematografía de ciencia ficción. Hasta su banda sonora, basada en la música clásica y no compuesta expresamente, guarda tan estrecha relación con las imágenes que ya nadie puede dejar de asociar “Así habló Zarathustra”, de Richard Strauss, con el filme. Pocas películas actuales del género, por no decir ninguna, más allá de la espectacularidad de los efectos especiales digitales que contenga, han llegado aún a superarla y dejar en el espectador tantas inquietudes y reflexiones. Los cincuenta años que han pasado por ella apenas la han hecho envejecer, salvo en algunas transparencias de los efectos especiales que no restan profundidad narrativa y belleza formal al conjunto. Ni qué decir tiene que sigue siendo uno de mis filmes predilectos, hasta el punto de volver a visionarla por enésima vez en cuanto ponga punto final a este artículo.
 
  

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