viernes, 5 de mayo de 2017

Trump: 100 días ridículos

Hace poco (el sábado pasado) se cumplió el plazo de 100 días que se suele conceder a todo nuevo mandatario que accede al poder, por lo que ya se puede “catar” lo realizado por Donald Trump, el último presidente de EE UU, y apreciar el “sabor” que nos produce en el paladar de nuestro entendimiento, con el vano propósito de averiguar si nos indigestará o será de provecho el “fruto” de su presidencia, dependiendo del resultado de ese primer bocado, dulce o amargo. Y por lo “catado”, Trump está más verde y amargo que un pepino o una lima. En ese plazo, que él mismo califica como de “estándar estúpido”, sobresale una gestión incongruente, improvisada y errabunda, con medidas que, aparte de intentar cumplir sus promesas temerarias y resaltar su imagen con hechos sorprendentes, tienen como objetivo fundamental caracterizar su presidencia y hacerla distinguible de la de sus predecesores, en especial de la de Barack Obama, al que desprecia sin disimulo. Esa ansiedad que manifiesta por sobresalir y marcar diferencias le empuja a cometer equivocaciones y a no preparar adecuadamente sus iniciativas, por lo que la mayoría de ellas acaban constituyendo un ridículo fracaso. Así, el balance de estos primeros cien días resulta tan ridículo como el mismo personaje que los protagoniza, ya que el nuevo inquilino de la Casa Blanca está comportándose como el presidente más mentiroso, imprevisible, vanidoso, faltón, bocazas, inexperto y fanfarrón que ha tenido nunca Estados Unidos de América. Vamos, lo que se llama un melón incomestible, siguiendo el símil verdulero.

Para empezar, las primeras medidas adoptadas por el magnate inmobiliario contra los inmigrantes procedentes de determinados países musulmanes, firmadas con toda la pompa y boato propios de un monarca coronado más que de un presidente republicano, fueron inmediatamente paralizadas por los tribunales de Justicia. “La primera, en la frente”, según expresión coloquial que señala un mal comienzo. Porque una cosa es predicar en campaña electoral y otra dar trigo desde el sillón presidencial con arreglo a la Constitución. Sus mediáticos y peliculeros vetos migratorios han quedado, de momento, en papel mojado. Y por dos veces. ¿No tiene, acaso, el presidente Trump asesores jurídicos que revisen sus iniciativas antes de hacer el ridículo tan ostensiblemente? Quizá todo sea debido a que sólo se deja aconsejar por su yerno Jared Kushner, su hija Ivanka Trump y su propagandista ultraderechista Steve Bannon, ninguno de los cuales es un reputado experto en leyes o abogado. Y se nota un montón.

Su otra obsesión enfermiza, revertir el seguro médico implementado por Obama, tampoco ha podido materializarse al no disponer del voto mayoritario de su propio partido a la hora de aprobar la medida. Era tan mediocre e inconsistente su propuesta que ni sus propios correligionarios se atrevieron a secundarla, temerosos de perder apoyos en sus respectivas circunscripciones o por considerarla todavía demasiado “intervencionista”. Lo cierto es que, ante la previsible humillación que sufriría su gran proyecto estrella de derogar el Obamacare en el Congreso, el inefable presidente retiró la propuesta, demostrando, una vez más, cuan ridículas son sus iniciativas más señeras, aquellas con las que pasará a la historia de la política chapucera e insustancial.

De igual modo, el muro que prometió construir a lo largo de la frontera con México, para proteger a Estados Unidos de la plaga de inmigrantes ilegales procedentes de aquel país que sólo traen consigo drogas, robos y violaciones, sigue sin ver ni un solo ladrillo ni alambrada de espinos que impermeabilicen todo el pasillo fronterizo, ya que aún no ha conseguido los fondos con que financiarlo. Y eso que en campaña pregonaba, el entonces candidato Trump, que su coste sería endosado al Gobierno mexicano por no impedir eficazmente ese tráfico de personas hacia el poderoso vecino del Norte. Ni México va a pagar un peso ni Washington parece dispuesto a adelantar los dólares necesarios para erigir tamaña monstruosidad inútil, sólo viable en la mente maniática y obsesionada del que piensa que todos los males que sufre su país provienen del exterior, de los “otros”, sean musulmanes o mexicanos, salvo la única excepción de Melania Trump, tercera esposa del 45º presidente, un delicado jarrón sumamente decorativo de origen esloveno, nacionalizada estadounidense hace sólo once años, pero incapaz de pronunciar un discurso sin plagiar párrafos enteros de su antecesora en el cargo de primera dama. Otro ridículo que inspira a los monologuistas latinos y yanquis; con el muro, no sobre la bella exmodelo.

No obstante, otras cuestiones las ejecuta Donald Trump con más acierto aunque siga careciendo de planes alternativos que sustituyan lo derogado y tengan presente el futuro. Así, le ha sido fácil suspender las medidas medioambientales reguladas por la anterior Administración de Obama y autorizar, a renglón seguido, la construcción del controvertido oleoducto Keystone XL, con el que se prevé transportar más de 800.000 barriles diarios de petróleo desde Canadá hasta las refinerías de Texas. Dicho proyecto estaba bloqueado por Obama a causa de su negativo impacto medioambiental. Tales reservas son consideradas simples majaderías por un impulsivo presidente que no se detiene ante nimiedades climáticas. De hecho, el magnate inmobiliario había anulado previamente, al menos, seis órdenes ejecutivas de la era de Obama destinadas a combatir el cambio climático y regular las emisiones de carbono a la atmósfera. Toda prevención por un mundo sostenible es tachado por Trump como patraña que impide el libre desarrollo y la máxima rentabilidad de la industria energética de USA. No en balde él es, ante todo, un empresario acostumbrado a ganar dinero, no a salvar el planeta. Y aunque los ecologistas y las personas preocupadas por el futuro estiman de disparate estas iniciativas contaminantes del millonario transformado en presidente, él está dispuesto a seguir adelante con ellas aunque el chapapote cubra la superficie del río Mississippi. Otra tontería ridícula propia de un ignorante envanecido.   

Y es que Trump cree que gobernar un país es como dirigir una empresa. Busca ganancias a cualquier precio, aunque hipotequen el futuro, bajo el eslogan de “America, lo primero”. Los acuerdos económicos que no supongan ventajas inmediatas para Estados Unidos son vistos como un mal negocio aunque persigan un equilibrio comercial en las relaciones internacionales. Por ello, otra iniciativa ridícula de Donald Trump ha sido la de retirar a su país del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por sus siglas en inglés), un tratado que pretendía configurar el mayor bloque económico del mundo y que había sido refrendado por doce países que representan, en su conjunto, el 40 por ciento de la economía mundial y un tercio de todo el flujo comercial internacional. El aislacionismo proteccionista que persigue Trump, sin medidas de reciprocidad, puede resultar beneficioso en el corto plazo al egoísmo que denota el  “América, first”, pero no cabe duda de que será perjudicial a largo plazo, en cuanto el resto del comercio mundial también implante aranceles a sus productos. Es imposible ocultar, una vez más, lo ridículas que resultan las iniciativas de este mandatario sin miras ni ideas propias y que se limita a seguir las consignas que le dictan sus áulicos palmeros ultranacionalistas.

Iniciativas tan trasnochadas y retrógradas como la prohibición decretada de conceder fondos federales a las ONG que secunden o faciliten la práctica del aborto en EE UU, incluyendo la negativa a toda financiación pública de aquellas asociaciones que promuevan su legalización o su consideración como método de planificación familiar. Una hipocresía moral, tejida a medida, en quien está casado por tercera vez, sin importarle la indisolubilidad religiosa del matrimonio tanto como los “derechos” eclesiales del embrión que preconiza su confesión. Impulsar iniciativas de marcado cariz religioso en un país que defiende la libertad de culto es otra de las ridiculeces que caracteriza los primeros cien días del presidente Trump, sin que causen sorpresa. Son propias del personaje.

El amargor de su presidencia ya se detectaba desde el inicio del mandato de Donald Trump, cuando se produjo la dimisión del exgeneral Michael Flynn, recién nombrado asesor de Seguridad Nacional, al conocerse que había mantenido contactos con el embajador ruso en Washington poco antes de la toma en posesión del nuevo Gobierno estadounidense. Esa estrecha conexión con Moscú sigue costándole a Trump verdaderos dolores de cabeza, pues está demostrado que el pirateo moscovita al correo privado de su máxima contrincante durante la campaña electoral, Hillary Clinton, favoreció sobremanera su acceso a la presidencia. Una investigación que todavía está en marcha.

Y para contrarrestar tantos ridículos, el fanfarrón Trump no ha ingeniado otra que desempolvar las ansias imperialistas del poderío militar yanqui para desviar el foco con bombas, lanzadas con impresionante precisión mediáticas y de fuego, sobre Siria y Afganistán. Ninguna ha servido para variar el rumbo de las guerras que se libran en ambos países, pero proporcionan el espectáculo que acapara la atención de los mortales, sobre todo de los que pueden morir bajo sus efectos destructivos o aparecer como aliados ante unas posibles represalias terroristas que luego, como intentó Aznar con los atentados de Atocha, no se pueden ocultar. Bombas que tiran los fanfarrones sin dejar de hacer el ridículo.

En definitiva, los primeros cien días en la Casa Blanca de Donald Trump no pueden ser más bochornosos por el ridículo que ponen de manifiesto. Con todo, la cosa puede ir a peor si sigue con esa dinámica de impulsar iniciativas a golpe de ocurrencias, jaleadas por su equipo familiar y de amigos ricos que lo rodea. La última de ellas, la rebaja de impuestos para las empresas y la reducción de tramos para los trabajadores, supone un ahorro extraordinario para las grandes fortunas y las grandes empresas, como las que representa el propio Trump, quien se niega a revelar su declaración de renta, pero un motivo de alarma para los ingresos del Estado y la consiguiente financiación de los servicios que ha de prestar a los ciudadanos. Sigue la senda de lo denunciado por Karl Polanyi, un autor que seguro no ha leído, de subordinar lo social a lo económico y potenciar lo mercantil. Lo dicho, los primeros cien días de Trump son un puro ridículo, desgraciadamente.

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