A Fernando Moreno Andrade lo conocí cuando empecé la
aventura laboral en la Córdoba
de finales de los años setenta. Era nuestro primer destino como enfermeros de
un hospital nuevo y en una ciudad que entonces no apreciábamos tanto como hoy. Como
sevillanos “chovinistas”, gastábamos y aguantábamos chascarrillos por la
inevitable rivalidad entre ciudades hermanas para entretener un tiempo que
entonces nos parecía sumamente lento. Sólo estuvimos un año en la ciudad de la Mezquita , durante el
cual, vestidos con bata blanca o de calle, emparejamos profesión y ocio. Fue él
quien me enseñó donde servían el solomillo a dos salsas en la judería cordobesa,
sobre plato de madera, antes incluso de que se pusiera de moda en un
ventorrillo sevillano, o la taberna que preparaba una lechuga frita, a la que
vuelvo cada vez que puedo.
Mientras yo cumplía mis obligaciones en las plantas clínicas,
Fernando hacía lo propio en radiología. Y cuando hube de estar ingresado como
enfermo unas semanas, su ayuda y cercanía permitieron las visitas de mi mujer y
calmaron mi impaciencia por escapar de una condición de la que renegaba. Sin
embargo, asentados definitivamente en Sevilla, nuestra relación se fue
espaciando, limitándose sólo a fugaces encuentros por los pasillos o al intercambio
de impresiones durante esas casualidades que te permite un centro comercial, en
las que enseñas fotos de los hijos y ya de los nietos.
De Fernando me atraía su calma y serenidad, lo que no le
impedía enfrentarse a los atropellos e injusticias que a menudo se producen en
el ambiente laboral. Sabía que había asumido responsabilidades de gestión en
ese destino de radiología del que nunca escapó, adonde lo iba a buscar cada vez
que precisaba una radiografía. Siempre nos hemos reído de la estulticia que nos
rodea con la benevolencia de la ironía, como si el tiempo siguiera detenido en
aquella Córdoba abarcable de nuestra juventud.
Ahora, de pronto, tengo conocimiento de las circunstancias
por la que está pasando y no puedo menos que sentir el vértigo de cuán lejos
hemos llegado y de los peligros que nos reserva la edad. Este postrer cruce de caminos
empieza a mostrar las heridas que soportamos, aunque nuestros ojos se empeñen
en reconocer sólo la imagen grata del inicio de la aventura. Es por ello que en
Fernando no veo a un compañero, sino a un amigo al que deseo una pronta
recuperación para seguir cruzándome con él hasta donde nos conduzcan nuestros
caminos.
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