lunes, 6 de febrero de 2012

Tambores de guerra

Sin frentes debido a las operaciones de retirada en Irak y Afganistán, la maquinaria bélica imperial busca escenarios donde emplear su material nuevo y hacer que la industria siga funcionando para el sostenimiento del orden internacional y el afianzamiento geoestratégico de las grandes potencias. Aquella doctrina según la cual los Estados disponían de potestad soberana, ajustada al derecho y la democracia, para actuar y decidir en sus respectivos territorios queda en entredicho según las afinidades o consentimientos que consigan de los poderosos que controlan ese delicado equilibrio mundial. Es por ello que si un país decide dotarse de armamento nuclear sea inmediatamente sancionado con múltiples castigos que antes consiguen un empobrecimiento de la población que doblegar a sus dirigentes, además de dificultar el abastecimiento de materias de primera necesidad, como las medicinas, a causa del embargo y bloqueo de sus cuentas en el extranjero.Todo un conjunto de “medidas” para que el país en cuestión se amolde a los requerimientos de las grandes potencias, esas que no renuncian a desprenderse de su capacidad de disuasión nuclear que, sin embargo, niegan a los demás, salvo a “amigos” como Israel o Pakistán.

Irán -una teocracia que gracias al petróleo disputa a Occidente su influencia en una región altamente conflictiva y que mantiene su rechazo a un estado sionista que sólo gracias a su poderío militar, respaldado por EE.UU., es consentido entre potenciales enemigos árabes-, parece la próxima amenaza de una confrontación bélica, que ya se dirime de manera encubierta con sabotajes a centros industriales, atentados a objetivos (personas) claves del programa nuclear y el uso, incluso, de virus informáticos a instalaciones sensibles del país. Ni Estados Unidos ni Israel pueden permitirse el surgimiento de una nueva potencia nuclear en Oriente próximo, por muy soberana que sea tal decisión por parte del estado persa, puesto que desequilibraría las hegemonías de los poderes regionales. Es decir, desequilibraría hegemonías impuestas desde fuera, no como consecuencia del desarrollo y evolución de los pueblos de la región, justo el derecho que reclama Irán.

Ninguno de los métodos utilizados hasta la fecha ha logrado convencer a las envalentonadas autoridades iraníes de abandonar su programa nuclear; antes al contrario, la negativa a reconocer su derecho al arma nuclear alienta los argumentos de quienes consideran necesaria su existencia y estimula la consecución de tal objetivo cuanto antes. Ante la frustración del diálogo, las vías diplomáticas y las presiones, sólo resta la actuación “quirúrgica”, como la realizada por Israel sobre Irak y Siria en 1981 y 2007, destruyendo los reactores de enriquecimiento del combustible radiactivo, o proceder a un ataque militar convencional, como se hizo con el Irak de Sadam Husein o el Afganistán de los talibán.

Pero es la hipocresía de las grandes potencias que se sientan en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, aparte de la intransigencia de un régimen que genera más desconfianza que respeto, lo que provoca esta delicada situación que hace tronar una vez más los tambores de guerra. Por una parte, Israel no descarta la posibilidad de un ataque a Irán de forma inmediata y los Estados Unidos despliegan por la zona sus portaviones y maquinaria bélica. Y por otra, Irán ensaya misiles balísticos de cada vez mayor alcance y amenaza con “taponar” el estrecho de Ormuz para ocasionar una nueva crisis petrolera, al menos mientras duren las hostilidades, además de contar con el apoyo de vecinos y aliados islámicos, como los grupos Hezbolá de Líbano, Hamás palestino y cuantos grupúsculos terroristas están aguardando la ocasión de saciar su “victimismo” patriótico.

¿Tan grave sería que Irán consiguiera la bomba atómica? Lo sería para Israel, que impide cualquier solución al conflicto palestino de forma “equilibrada” (dos estados), para Arabia Saudí, que mantiene su ascendencia sobre los países árabes del Golfo, y por el precedente que sentaría, al señalar un camino a otros países para escapar de la tutela occidental. La no proliferación de armas nucleares que tan activamente defienden los países que ya las poseen es un acuerdo al que renuncian los que alcanzan el nivel de desarrollo tecnológico que posibilita su tenencia. Y aunque es preferible que se limite su posesión a quienes ya las tienen, su proliferación incontrolada será inevitable si éstos no renuncian también a las suyas, haciendo cundir el ejemplo de cómo lograr un mundo realmente libre de armamento atómico tan mortífero, y no impidiendo, con el uso incluso de la fuerza, que otros las ambicionen.

Los efectos de una nueva guerra en Oriente Medio serían, en cualquier caso, catastróficos para todos. Aparte de la aniquilación sobre el escenario bélico, donde Irán e Israel sufrirían los efectos de las bombas, se incendiaría el orgullo nacionalista de muchos países árabes que tantean procesos democráticos que se tildarían de inútiles cuando los intereses de las potencias entran en juego y el precio del petróleo volvería a hundir en la recesión a unas economías que no acaban de salir de una crisis financiera mundial.

Pero lo más grave sería el cuestionamiento del actual orden mundial y el papel de unas Naciones Unidas manejadas por las potencias con derecho a veto y que han sido incapaces de garantizar la estabilidad y la paz de sus estados miembros. Porque más peligroso que poseer una bomba atómica es no disponer de una autoridad moral para condenar y frenar su uso. Y con las medidas que se están barajando para impedir que Irán se dote de armas nucleares parece que se conseguirá no sólo que las obtenga, sino que destrocemos los fundamentos que sostienen el delicado equilibrio de las relaciones internacionales entre naciones que se reconocen iguales en derechos y deberes. Si no conviene un Irán con bombas atómicas, habrá que convencerlo de ello con diálogo y ejemplo, no mediante la guerra. Sería un error jugar esa última carta de consecuencias tan inciertas.

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