domingo, 19 de febrero de 2012

Sevilla, estación de tránsito.

En los últimos 15 días, Sevilla ha acogido los congresos nacionales del PSOE y del PP, formaciones políticas que han mostrado así un inédito cariño a la capital de Andalucía. Nada más bajarse de los AVE y los “mystere”, la boca de los líderes se llenaba de adjetivos a cual más adulador para con una tierra que todavía hoy no consigue situarse, a pesar de ese súbito enamoramiento, entre las más afortunadas en inversiones por parte del Gobierno central, salvo el período previo de la Expo del 92.

Si no fuera porque dentro de un mes se celebran las elecciones autonómicas en el último reducto que queda por perder –PSOE- o ganar –PP-, se diría que socialistas y populares acaban de descubrir el sur de España y llegan a Sevilla, cual estación de tránsito, camino de la derrota o la victoria. Y eso es, precisamente, lo que motiva la elección de esta ciudad como sede de tales congresos: usarla como trampolín mediático para defender o conquistar posiciones de poder por parte de ambos partidos.

El Congreso del PSOE, el primero en celebrarse, sólo sirvió para mostrar las desavenencias que se producen en un partido político cuando comienza a derrumbarse la estructura orgánica que mantenía apiñados a sus miembros mientras existían cargos y poltronas donde agarrarse. La pérdida de alcaldías, autonomías, gobierno y diputados produce unos efectos devastadores que sangran las lealtades más efusivas y enervan los ánimos de quienes se adivinan pronto a la intemperie. Mantener el tipo cuando todo se desploma es de valientes, de esos que no huyen y se hallan dispuestos a atravesar el desierto de la oposición desde la que restablecer, con lo que queda y con material nuevo, la confianza de los electores. Y para el PSOE, eso significaba no perder el gobierno de Andalucía, su último bastión y razón suficiente para radicar en Sevilla su congreso nacional.

Y para el PP era ganarlo, acabar de expulsar a los socialistas del último trozo adverso que se les resistía. Había que escenificar una demostración de poder para acabar de vencer las últimas resistencias en los feudos históricos del socialismo, ya acobardados ante lo que se considera una batalla perdida. Pero su congreso, una semana más tarde y en plena apoteosis triunfal, ha sido un paseo de unanimidades que permitió a su líder designar a su antojo a la directiva de la formación, sin discusión alguna y con el aplauso general. A Sevilla venían a darle el empujón final a Javier Arenas en su cuarto y definitivo intento por alcanzar la presidencia de la Junta de Andalucía. La imagen que transmite un partido cuando disfruta de las mieles del poder es de absoluta unidad, cuando todo el mundo sigue al líder que posibilita tantos currículos entre leales.

Pero ambos congresos utilizan a Sevilla como estación de tránsito hacia un destino final: mantener o conquistar poder. Socialistas y populares desembarcan en Sevilla para emprender el último combate de esta legislatura, que tiene por trofeo a Andalucía, donde unos anuncian medidas y otros las relegan, confiando que nadie las exija. En realidad, les importa poco esta tierra porque, de lo contrario, esto sería el paraíso, el lugar que los dos partidos con capacidad de gobierno tanto aman, y no el antro con más paro de España.

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