sábado, 11 de noviembre de 2017

Dolor crepuscular


No puede remediarlo: le duele una enormidad que le lleven la contraria. Cuando se enfurece es incapaz de controlar la viperina y reacciona lanzando escupitajos agresivos y desmadrados por cualquier crítica o comentario que toma como una agresión a su intelecto. En tales ocasiones, cada vez más frecuentes, siente un dolor punzante, como de puñal candente clavado en el pecho, semejante a la opresión precordial que él registraba a las órdenes de sus necios superiores, nunca tan brillantes como él, que se encargaban de traducirla en diagnósticos y tratamientos. Es un dolor insoportable para un ególatra nada acostumbrado al disenso ni a la exigencia de precisión de sus inflamadas retóricas vacuas, pero extensas cual sermones bíblicos. Una quemazón de rencor y frustración que vienen de antiguo y le mueven a lamer el culo del último emperador que humilla al mundo con su bota y flequillo relucientes, y que ahora, en plena apoptosis neuronal de la senectud, le hacen descubrir al metastásico Israel como pueblo tocado por la divinidad para que haga lo que le salga de los tirabuzones, inclusive masacrar a sus vecinos, tras muros y alambradas, en reciprocidad con lo que hicieron a los judíos en los campos de exterminio en un pasado vergonzoso y repugnante.

Es su manera de ser. Por eso estalla sin contención, sucumbiendo a un nuevo arrebato, en expresiones de rabia y soberbia hacia el viejo amigo respondón que hoy le resulta cretino e ignorante a sus ojos enrojecidos de ira, contra un antiguo compañero de fatigas y experimentos literarios que prudentemente se apartó de su lado para no ensordecer de locura, no a causa de cráneo tan privilegiado, sino por sus ínfulas de aventajado discípulo visionario que aspira dictar normas a los demás, especialmente estéticas y artísticas, según sus irrebatibles y autodidactas criterios dogmáticos, con los que emula a un Benjamín de pacotilla. Ni su familia pudo soportarlo bajo el techo de su morada en el extrarradio de la periferia, pero el rechazo de sus plañideras no le impidió continuar creyéndose el sumo sacerdote de la modernidad, la literatura y, ahora, cuando entona su última nota crepuscular impregnada en dolor, también del columnismo periodístico en las acogedoras páginas de un libelo de la oposición arraigada en Miami, cuna de la libertad y el progresismo, como todo el mundo sabe, incluidos los patriotas que aman su tierra pero mucho más a su dinero, y los macarras y chulos de toda ralea. Culmina así, padeciendo una empanada mental cada vez más confusa, un viaje en el que acomete un giro ideológico de 180 grados, desde el prehistórico comunismo radical de la Joven Guardia Roja de su época estudiantil y disparatada hasta el despiadado anticastrismo y antimahometanismo más conversos y serviles que se hayan asumido nunca a mejor gloria y glosa del imperialismo yanqui. Todo un viraje incoherente pero espectacular, como corresponde a la sociedad criticada por Debord, propio en las demencias seniles de quien balbucea batallitas apocalípticas, conspiraciones secretísimas y análisis estratégicos que únicamente mentes superdotadas como la suya son capaces de propalar sin desmayo ni rastro de duda, tampoco de pruebas, naturalmente.

A falta de títulos académicos y amigos, aunque guste regodearse de citas cultísimas y de relaciones con altísimos dignatarios sumamente brillantes del Pentágono, el Kremlin y hasta del Vaticano, no guarda reparos en presentarse como un diplomático “free lance”, tocado con pajarita y sombrero, y atributos para acceder a todos los archivos del poder y capacidad para desenmascarar sus ignominiosas y ocultas vergüenzas. Un genio, en fin, del cuento y la palabrarería que, aparte de guiones y otros relatos de los que presume vivir espléndidamente soñando bacanales con vírgenes bellezas, les sirven para creérselos él mismo y comportarse como si fuera el protagonista más listo y hábil de todos ellos, aunque siempre acabe rodeado de ignorantes, mequetrefes y cortos de entendimiento. Todos los que lo conocen temen y, al mismo tiempo, se divierten con un cascarrabias así, que se yergue profeta en sus delirios pero, a la postre, humilde en la miseria que comparte con sus coetáneos. No deja de producir cierta compasión porque, al fin y al cabo, todos estamos predestinados a convertirnos en simples restos, residuos de una decadencia no sólo física sino también psíquica, que a algunos les afecta la moral. Y es que no hay peor tara que ser un tullido mental. Una pena, la verdad. Una pena porque él ni siquiera es consciente de que chochea y se orina en los pantalones, como cualquiera con la próstata hecha ciscos, mientras parlotea sin cesar hazañas imaginarias o reales. Aunque, a estas alturas de su amargada vida, todo da igual y lo mejor es dejarlo que continúe vociferando o garabateando exabruptos, si eso lo hace feliz.

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