lunes, 7 de marzo de 2016

Instituciones mancilladas

Si España es algo en estos momentos es un país en stand by que funciona en modo automático. Desde las elecciones del pasado diciembre, las instituciones del Estado son las que mantienen por inercia la actividad del país, sin proyectos de futuro y sin poder impulsar iniciativas que afronten los problemas y necesidades de los ciudadanos. Pero estas instituciones, que afortunadamente mantienen la gobernabilidad del país, han sido ensuciadas y viciadas por quienes no han querido ponerlas a disposición de la población y las utilizan con fines torticeros. Han sido mancilladas por la deshonestidad de inquilinos y ocupantes desleales, que las apartan de la noble finalidad con las que fueron creadas: servir al conjunto de los ciudadanos.

La primera de ellas es la monarquía, que define nuestra forma de Estado y un modelo de vida en común. La monarquía está sumida en el desprestigio y es comidilla en tabernas a causa de los desmanes hormonales y los abusos cinegéticos de un rey que no supo mantenerse a la altura dignataria del cargo y se vio obligado a abdicar. A pesar de haber amortiguado su designación dictatorial con el rechazo mostrado a un golpe de Estado en la incipiente democracia, el posterior comportamiento del titular de la corona, basado en la hipocresía y el despilfarro, ha evidenciado el abuso y una falta de respeto con unos “súbditos” a los que ofendía la falta de decoro en el ejercicio de las elevadas funciones representativas del Jefe del Estado, mientras se les exigía austeridad en lo material y acato a una moral católica, por imperativo legal. El daño producido a la institución es tanto más grave por cuanto viene a justificar y alimentar el rechazo que muestran amplios sectores de la población que no toleran una monarquía sin extracción democrática ni refrendo popular, aunque proceda avalada subrepticiamente por la Constitución. Costará trabajo y tiempo limpiar una institución mancillada por quien debía precisamente velar por su brillo y ejemplaridad.

También el Gobierno, actualmente en funciones por no revalidar la confianza de los ciudadanos, ofrece esa imagen mancillada de una institución que es percibida por la instrumentalización que hacen de ella sus responsables ocasionales, los cuales persiguen intereses partidistas o sectarios en vez de atender los generales que convienen al país. El último ejemplo de ello es la incapacidad del Parlamento para constituir un nuevo equipo gubernamental que ha de sacar de la interinidad el funcionamiento del Estado y ponerse a trabajar para enfrentarse a los problemas que acucian a los ciudadanos. Pero, en vez de ello, los representantes de la soberanía popular valoran prioritario el interés de cada líder y su partido a la hora de entablar negociaciones y acordar pactos que faciliten la formación de Gobierno. El fracaso histórico de la sesión de investidura, que por primera vez en la historia de nuestra democracia rechaza el nombramiento de un presidente de Gobierno, supone una “mancha” en la institución de consecuencias desconocidas, por cuanto extiende la situación de un Ejecutivo maniatado e interino por un plazo mayor de tiempo, hasta nuevas elecciones, por cálculos electoralistas y partidistas. Un fracaso producido por las intransigencias de unos y el inmovilismo de otros, convencidos todos de estar en posesión de la verdad absoluta en sus convicciones e ideas y en no permitir modificarlas ni aceptar las del contrario. Unos y otros se consideran incompatibles entre sí y prefieren el desgobierno a pactar un gobierno estable al servicio de los españoles.

Otra de las instituciones imprescindibles de la democracia, su tercer pilar, es el Poder Judicial, gobernado por el Consejo General del Poder Judicial, cuyos miembros responden a cuotas políticas de los partidos con representación en el Congreso de los Diputados, representantes de las asociaciones de jueces y los designados por el Gobierno. La debida independencia y autonomía de este órgano resulta cuestionada por esa dependencia política en su composición y elección, por lo que causa pavor que cualquier decisión del Poder Judicial esté condicionada en función de la ideología de los integrantes que la adoptan o la rechazan. La sospecha de parcialidad o interés partidario a la hora de dictar nombramientos o de informar propuestas sometidas a su criterio no deja de preocupar a quienes asisten al espectáculo que a veces brindan los vaivenes doctrinales y opiniones profesionales de los responsables del gobierno autónomo de los jueces en el ejercicio de la función judicial. Si la justicia y la ley han de ser ciegas en su imparcialidad, esta dependencia política de los que designan y controlan a quienes la imparten no facilita la confianza y la seguridad de los ciudadanos, los cuales acaban asumiendo que la ley no trata por igual a todos.  

El deterioro de las instituciones sobre las que se asienta una democracia y que derivan de los poderes cuya autonomía e independencia la hacen posible, se debe fundamentalmente a una clase política mediocre y sectaria que las deshonran y deslegitiman cuando las ocupan y gobiernan. Políticos sin vergüenza que les imprimen un funcionamiento arbitrario y clientelar en beneficio de ambiciones personales, intereses partidarios u objetivos ideológicos. Es por ello que las instituciones, por culpa de esos responsables ocasionales en cada legislatura, están plagadas de irregularidades y afectadas por los escándalos de corrupción que salpican el ejercicio de la política en España. Están mancilladas por obra de unos responsables deshonestos, capaces de traicionar la confianza de los ciudadanos y la dignidad del cargo.

Sin embargo, gracias a las instituciones es posible mantener la gobernabilidad del país y que no se detenga el funcionamiento rutinario de las distintas administraciones del Estado, incluso en períodos, como el actual, en que la falta de un plan de ruta las mantiene en una situación de “espera”, de stand by mientras se decide la orientación que ha de impulsarlas de nuevo. Instituciones mancilladas, sí, pero necesarias y útiles, aunque en eficiencia mejorables. Sin ellas, España estaría hoy al pairo sin un Gobierno capacitado para tomar iniciativas, sin un Parlamento que elabore leyes, con un Poder Judicial politizado y una Monarquía desprestigiada. Las instituciones no constituyen el problema, sino el uso que se hace de ellas y los abusos que cometen los responsables que las ocupan. El problema lo originan quienes las mancillan.  

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