lunes, 18 de enero de 2016

Ébola, sacerdotes y médicos

La epidemia de ébola que afectaba a Liberia, Sierra Leona y Guinea, países del África subsahariana, ha sido erradicada y el último y peor brote de esta gravísima enfermedad, que ha matado a miles de personas desde que fuera descubierta en 1976, se ha declarado extinguido hace tan sólo una semana por la Organización Mundial de la Salud, tras cumplirse una cuarentena de 42 días sin que ningún análisis detectara nuevos contagios. Ninguna persona de esas poblaciones padece a día de hoy la enfermedad, salvo la aparición de algún caso aislado debido al riesgo residual de infección que, en cualquier caso, no supone el inicio de un nuevo brote, si se actúa bien y a tiempo. No obstante, esos países continuarán bajo vigilancia epidemiológica, durante un período adicional de 90 días, para garantizar que no se desencadena otra epidemia. Tales medidas extremas de precaución vienen determinadas porque, al desconocerse el reservorio natural del virus, no se sabe cómo éste aparece por primera vez en un ser humano sin pasar por el estado de “portador”. Sólo se conoce que se transmite de persona a persona a través de la sangre, tejidos, secreciones y fluidos corporales del sujeto infectado y por el contacto con el material médico-sanitario contaminado.

España tuvo un nefasto protagonismo en el combate contra esta enfermedad al evacuar a Madrid a los dos misioneros españoles contagiados por ella y posibilitar, de esta manera, que una enfermera auxiliar se convirtiera en la primera persona diagnosticada por ébola fuera de África. Una cadena de inverosímiles y absurdas actuaciones expusieron a nuestro país al peligro de una enfermedad mortal que había causado más de 28.000 casos de infección y provocado la muerte de cerca de 12.000 personas en África. Aunque se sabía que el virus del ébola era muy infectivo y con una alta tasa de mortalidad, la respuesta internacional fue tardía, escasa y lenta, y la española, incongruente y chapucera, hasta que se produjeron los primeros casos de contagio entre el personal voluntario desplazado a la zona. Se trataba de un problema ajeno, distinto y distante hasta que saltó a España, Estados Unidos, Reino Unido y otros países alejados del foco principal. Entonces, generó preocupación y ocupó el interés de los medios de comunicación.

Mientras otros países aportaban con cuentagotas equipos médicos (medicinas, hospitales, depuradoras, personal sanitario, etc.), movidos fundamentalmente por organizaciones no gubernamentales -como Médicos Sin Fronteras, Médicos del Mundo, etc.-, de España partían curas y misioneros junto a una insuficiente ayuda estatal contra el virus. Si, en la antigüedad, cualquier aventura colonial española, aparte de las riquezas, se justificaba por la conversión de los nativos al catolicismo, lo que nos convertía en martillo de herejes, en la actualidad, al parecer, seguimos obedeciendo las mismas obsesiones. Desde nuestros reyes emperadores hasta hoy, las creencias han prevalecido a la razón y el conocimiento en todos los ámbitos de nuestra sociedad, desde la educación a la política y de la cultura a las costumbres. Es por ello que, todavía hoy, se implanta la asignatura de religión en la enseñanza en vez de facilitar recursos a la ciencia y la investigación. También, que sea “natural” a nuestro paisaje la existencia de más iglesias o parroquias que bibliotecas o escuelas. Incluso, que sea el Estado quien se haga cargo de las remuneraciones de curas y de esos profesores de religión aunque, en paralelo, ese mismo Estado aplique recortes presupuestarios en educación, sanidad, enseñanza universitaria, becas, dependencia y otras prestaciones y servicios públicos. Las preferencias gubernamentales son claras y siguen un patrón histórico. Y así nos va.

Se estaba desmantelando en Madrid el único hospital especializado en enfermedades infecciosas emergentes cuando se produjo el contagio de los misioneros que daban consuelo a los enfermos de ébola en África. Y en vez de enviar equipos y recursos, dando una respuesta rápida al problema para romper los círculos de contagio del foco allí existente, se destina una partida extraordinaria de fondos para, en un despliegue sin precedentes, traer a España en avión medicalizado al cura infectado y volver a habilitar urgentemente el hospital que se había desmontado para poder tratarlo con la máxima seguridad. Con todo, el tratamiento político de la crisis pasará a la historia de las vergüenzas nacionales, con consejeros de sanidad que pretendieron hacer recaer la responsabilidad en la víctima contagiada y una ministra que tuvo que ser apartada de las ruedas de prensa para evitar que hiciera más el ridículo.

Pero de algo ha servido. Esta epidemia ha demostrado al mundo entero que resulta más económico y eficaz fortalecer los sistemas sanitarios de los países afectados que tratar de paliar cualquier epidemia de manera específica y expatriar a los cooperantes contagiados. Hay que reforzar la vigilancia y los controles sobre estas enfermedades emergentes, aunque no nos afecten directamente, porque pueden convertirse en pandemias de una mortalidad elevada. De hecho, según Félix Hoyo, responsable de Operaciones internacionales de Médicos del Mundo, “la mortalidad sobreañadida por otras enfermedades es todavía mayor que las víctimas del propio ébola”.

Desgraciadamente, el ébola ha puesto en evidencia que, hasta que no hay una amenaza a nuestras sociedades, no se acometen los esfuerzos necesarios ni se potencia la investigación para combatir ninguna enfermedad. Más aún, a pesar de que había matado a miles de personas en África, no se avanzó en su conocimiento ni se extremaron los controles epidemiológicos hasta que no surgieron los primeros casos de enfermos por ébola fuera de aquel continente. Esa dedicación tardía sobre la enfermedad es lo que ha permitido, ahora, contar ya con una vacuna de una efectividad cercana al 100 por ciento.

También en nuestro país, el ébola ha tenido consecuencias positivas. Nos ha hecho ver la necesidad de “salvar” al hospital referente en investigación y tratamiento de enfermedades emergentes que se pensaba destinar a otro cometido, según criterio de los responsables de nuestra sanidad, más “rentable” o “sostenible”. Probablemente, ha evitado su privatización. Y ha obligado actualizar todos los protocolos de actuación en estos casos de enfermedades sumamente infecciosas y nos ha dotado de la experiencia y material recomendables. Miles de “monos con capucha”, aptos para manipular a estos pacientes sin correr riesgos de contagio, han quedado repartidos por diversos hospitales del país, sin saber siquiera cómo conservarlos. Ya es algo.

Con todo, fieles a nuestro linaje histórico, seguimos mostrando inclinación por las creencias que por la razón, y mantenemos intacta nuestra tendencia a confiar más en la divina providencia que en el conocimiento científico. Así, ante el anuncio de que la OMS ha erradicado la última epidemia de ébola del mundo, sólo sabemos exclamar: ¡gracias a Dios!

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