miércoles, 9 de septiembre de 2015

Cartas, libelos y demás propaganda

La convocatoria de elecciones autonómicas en clave plebiscitarias en Cataluña, dentro de unos días, está provocando una avalancha de manifestaciones y reacciones que rozan, por ambos bandos, la histeria. Mientras unos retuercen conceptos (democracia) y hasta la Historia (victimismo colonial) con tal de encontrar razones y argumentos a aspiraciones independentistas, otros acuden al dontancredismo (con la ley), a las amenazas (reforma del Tribunal Constitucional) y los miedos (advertir del rechazo de Europa y de los empresarios) para rebatir a los primeros y disuadir a los ciudadanos de un apoyo mayoritario a la facción soberanista. El temor a perder el envite hace que los nervios afloren en cada una de las opciones enfrentadas, conforme se acerca la fecha electoral, dando lugar a acciones y reacciones de naturaleza emocional antes que racional.

De hecho, si algo caracteriza a todo este embrollo es la falta de un diálogo sincero, sereno, profundo y sin condiciones que permita desmontar agravios, corregir insuficiencias y hallar acuerdos que satisfagan legítimas expectativas, dentro de la ley y desde el más profundo respeto, sin necesidad de romper unos lazos históricos que embridan las relaciones entre Cataluña y el resto de España. El reconocimiento de las diferencias y singularidades de unos puede y debe ser compatible con la lealtad a las instituciones, a la legalidad y a la integridad territorial del Estado a que están obligados todos. Ha faltado pedagogía y altura de miras en los responsables políticos que han llevado su enfrentamiento a unos límites ahora sobrepasados y que, tras los comicios del día 27, acarrearán daños sociales de muy difícil reparación. Y más aún cuando se usa deliberadamente la propaganda, en medio de mutuas amenazas, para difundir mensajes y justificar iniciativas y reacciones.

Por parte de unos y otros no se ha escatimado el uso de recursos propagandísticos útiles para movilizar a la población hacia las posiciones defendidas: a favor o en contra de la independencia de Cataluña respecto de España. Con escasez de datos ciertos y objetivos con que armar argumentos contrastables, la estrategia en este conflicto ha consistido en la emisión de mensajes que con-muevan a los ciudadanos, apelando a los sentimientos y las emociones, para que se decanten hacia las distintas opciones en liza. Una de las estratagemas más eficaz ha sido la de hacer coincidir actos y casi hasta los comicios con la Diada de Cataluña, con la indisimulada voluntad de que el sentimiento nacionalista en la Comunidad sea identificado exclusivamente con la opción independentista que abanderan los integrantes del Junts pel Sí. De esta manera, asumen la representación exclusiva del nacionalismo catalán, despreciando cualquier otra forma de nacionalismo no independentista, al que estigmatizan de sospechoso y poco patriótico. Así, se permiten hablar “en nombre” de Cataluña y acusan a los que se les enfrentan con enfrentarse y atacar a Cataluña. Esa usurpación de la identidad catalana ha sido lograda vaciando de contenido los símbolos y las efemérides nacionalistas para sustituirlos con afirmaciones independentistas, de manera excluyente. Con esa actitud han promovido simulacros plebiscitarios, cadenas humanas, invitaciones a los habitantes de otras comunidades a adquirir una supuesta nacionalidad catalana y demás acciones de concienciación con las que han podido ubicar un debate académico, cual es la hipótesis independentista de Cataluña, entre las prioridades inaplazables en la región, por encima de los escándalos de corrupción, la crisis económica, el paro y otros problemas que agobian a los ciudadanos no sólo de Cataluña sino de toda España.

Y si algo faltaba a toda esta grosera manipulación propagandística del denominado “conflicto” catalán era el intercambio de cartas públicas de personalidades muy señaladas en representación de cada bando. También se ha recurrido a ese recurso epistolar y mediático que busca atraer la opinión pública que se deja influenciar por la opinión de un líder. Nada extraño si se repara en el monolitismo al que se han adscrito ambos bandos, reticentes a cualquier diálogo o acuerdo que no suponga la confrontación contundente y absoluta.

Fue Felipe González, expresidente de Gobierno socialista, quien se adelantó al publicar una carta “A los catalanes”, el último día de agosto pasado, en la que avisaba que la idea de “desconectar” Cataluña de España puede acarrear consecuencias no explicadas por los independentistas (fractura social, ruptura del Estatuto y con España, aislamiento en Europa, desvinculación con Iberoamérica, etc.) que convertirían aquella región “en una especie de Albania del siglo XXI”. Incluso aseguraba que la iniciativa independentista era lo más parecido a los fascismos nazis e italianos del siglo pasado. Palabras graves y catastróficas para advertir de los riesgos y consecuencias de una declaración unilateral de independencia que subvierta la legalidad existente.

A los seis días, se publicó otra carta “A los españoles” en la que los promotores de la candidatura independentista, en la que el actual Presidente de la Generalitat, Artur Mas, figura en cuarta posición, da debida respuesta a la primera. Aparte de repetir  argumentos electorales, insiste en que el problema no es España, sino el Estado español, que los trata como súbditos, siendo imposible vivir juntos sufriendo insultos, maltratos y amenazas cuando piden democracia y respeto a su dignidad. Es decir, vuelven a identificar toda Cataluña con los partidarios de la independencia, mostrándose víctimas de mil y un agravios y sufrimientos.

Lo más sorprendente de este intercambio epistolar ha sido el durísimo editorial con el que el diario El País, medio donde se publicaron las cartas, quiso puntualizar la misiva de los independentistas, a la que tachaba de no respetar la opinión del otro, ni de que su argumentación resista el más ligero análisis razonado o una crítica literaria, a pesar de lo cual la publicaba por rendir tributo a la pluralidad. Y denunciaba la incongruencia del president catalán al representar institucionalmente al Estado en aquella Comunidad y participar, poniendo medios y dinero públicos, para combatirlo a favor de una sectaria posición política, sin respetar la norma y sin presentar previamente su dimisión.

Mientras tanto, el Gobierno de la Nación prosigue con su actitud monolítica, al amenazar incluso con una intervención militar, como declaró el ministro de Defensa, Pedro Morenés, aunque ahora no se contempla “si todo el mundo cumple con su deber”. Tras esta subida de tono gubernamental en la que involucra a las Fuerzas Armadas a la hora de “aplicar la ley cuando ésta se incumple”, ya sólo queda oír alguna manifestación clerical aconsejando a los fieles mostrar su fervor por la Virgen de Monserrat y así hacer presión para depender directamente de Roma y no de la Conferencia Episcopal española.

Menos dialogar para hallar vías de entendimiento al “conflicto”, buscar fórmulas con las que satisfacer democráticamente el reconocimiento de las diferencias y singularidades, respetar la legalidad y proponer alternativas mutuamente beneficiosas, se ha explorado todo, fundamentalmente de modo propagandístico y manipulador. ¿Tras el 27 de septiembre se recobrará la sensatez y la razón, apartando la emocionalidad secesionista y la inmovilidad legalista? Confiemos que sí, que aparezca una tercera vía dispuesta al diálogo, a la lealtad institucional y al respeto mutuo. Sin propagandas, sin cartas ni libelos.    

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