sábado, 15 de febrero de 2014

Tonta, ignorante y sumisa


La mujer lleva décadas reivindicando la igualdad en derechos con el hombre y persiguiendo le sean concedidas las mismas oportunidades e idéntico trato que al varón, sin que el sexo represente ninguna discriminación que impida su pleno desarrollo personal. El movimiento feminista, tan vilipendiado por el pensamiento de derechas, cuestiona la dominación y la violencia que sufre la mujer por parte del hombre y la sujeción a roles sociales determinados exclusivamente en razón al sexo, sin tener en cuenta ni la capacidad ni la valía ni el mérito. Gracias a la vindicación feminista, la mujer ha alcanzado importantes logros, impensables hace relativamente pocos años, como el derecho al voto, la igualdad “formal” ante la ley, emancipación respecto al hombre y “regulados” derechos reproductivos, entre otros.

Como ser humano, la mujer conquista al fin la consideración de sujeto de plenos derechos, sin que sean supeditados a raza, sexo, cultura, religión o lengua. Eso es lo que dicen, al menos, todos los tratados y legislaciones de los países más avanzados del mundo, del Primer Mundo al menos, y recogidos en la Declaración de Derechos Humanos de Naciones Unidas. Ya no es un ser subordinado al hombre, dedicado a una función reproductiva y detentador de tareas domésticas por obligación “natural”.

Hoy día, la mujer ocupa nuevas posiciones en el tablero social, sin el estigma de los prejuicios seculares que la condenaban a permanecer “en casa y con la pata quebrada”, y disfruta de espacios laborales, políticos, culturales y sociales que le estaban vetados por ser, simplemente, mujer. Un progreso que, no obstante, impregna con cierta dificultad la mentalidad incluso de las propias mujeres antes que los hábitos y las normas de la sociedad. Así, por ejemplo, es posible que una mujer dirija una importante empresa o conduzca un autobús, pero su presencia aún provoque opiniones contaminadas de un machismo intolerable.

Es por ello que, a estas alturas de la liberación femenina, resulta descorazonador contemplar el espectáculo que brindan quienes, precisamente por su formación y autonomía económica, debieran, al menos, evitar caer en el estereotipo de la esposa dependiente y sujeta al criterio absorbente de su marido. Ni siquiera como estrategia de defensa ante un problema judicial. No sólo no es ético, sino tampoco estético.

Es la imagen caduca y poco creíble que desprenden declaraciones realizadas por mujeres que se ven involucradas en escándalos cometidos por sus parejas o exparejas y que son ofrecidas a modo de disculpa en el Parlamento, en los Juzgados o ante los medios de comunicación, como las de la infanta Cristina de Borbón ante el juez Castro, en Palma de Mallorca por el caso Nóos, o las de Ana Mato en el Congreso de los Diputados a causa del caso Gürtel que salpica a su exmarido. Son sólo dos ejemplos de actualidad.

Mujeres supuestamente “liberadas” de sus maridos declaran no saber nada, desconocer absolutamente cuánto sucedía frente a sus narices y realizado por quien dormía con ellas en la cama de matrimonio. Así, una no sabía los tejemanejes societarios de un Duque consorte que le permitían hacer mejoras en su residencia-palacio, contratar al servicio doméstico y disponer de tarjetas de crédito con las que abonar hasta clases de baile. Y otra, ignorar la existencia de un vehículo de alta gama (Jaguar) en su garaje, las facturas de las fiestas de cumpleaños de sus hijos o el pagador de sus viajes y vacaciones en el extranjero, en destinos exclusivos. Mientras disfrutaban de todo ello, se comportaban como sumisas, ignorantes y tontas esposas, cuya voluntad estaba dominada por sus maridos, en quienes confiaban absolutamente, a tenor de sus declaraciones. 

Ni por un momento sospecharon que, sin una actividad concreta o con la simple dedicación a la función pública, era incompatible el suntuoso dispendio con los ingresos “conocidos” y declarados. Por eso, causa bochorno que el recurso a la mujer dependiente sea la coartada para alejar la responsabilidad de unas actividades en las que aparece legalmente la infanta Cristina como copropietaria -junto a su marido- de la sociedad Aizoon y como miembro de la Junta Directiva del Instituto Nóos, entramados societarios que han servido supuestamente para cometer fraude fiscal, evasión de capitales y desvío de fondos públicos.

Bochorno porque, de un plumazo, reniega con sus declaraciones de las conquistas que las mujeres han reivindicado, durante todos estos años, del papel de igualdad con el varón en cuanto a derechos y oportunidades, también de obligaciones, para refugiarse en el de paciente y fiel esposa subordinada a su marido hasta para firmar cualquier documento, único capaz en la pareja de decidir gastos, conocer ingresos, contratar fiestas y vacaciones o comprar casas y coches. Una ignorancia y una sumisión que no se corresponden con ninguna mujer consciente de su papel equiparable al del hombre, y menos aún con el de aquellas que gozan de autonomía profesional, laboral y económica en sus vidas.

Que Ana Mato no supiera que su marido tenía un Jaguar o que Cristina de Borbón firmara contratos como arrendataria y arrendador al mismo tiempo, no sólo es expresión de una actitud tonta, por increíble que parezca, sino un desprecio a su condición de mujeres modernas, liberadas de los estereotipos que las limitaban a parir y cuidar los niños. Echan por tierra reivindicaciones del movimiento feminista que han posibilitado que ellas mismas puedan acceder a los puestos de trabajo que en la actualidad ocupan, puedan dedicarse a actividades profesionales y no las domésticas, puedan votar y ser elegidas como representantes de los ciudadanos en las Cortes españolas y hasta puedan participar de una opinión pública que reclama la eliminación de la ley sálica de nuestra Constitución para que la mujer se siente por derecho propio en el sillón de rey, no sólo el varón, en una monarquía.

Todas las mujeres médicos, soldados, jueces, albañiles, delineantes, taxistas, empleadas y amas de casas se han sentido abofeteadas por esas declaraciones en las que la única defensa era regresar al papel de tonta, ignorante y sumisa esposa. Realmente denigrante para el sitio de la mujer en una sociedad moderna, que reconoce derechos y libertades a las personas, sin distinción. Iguales ante la ley, dicen.

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