Nos han inoculado un miedo que se extiende como el chapapote
sobre el agua y la arena, a los que contamina, ennegreciéndolo todo. Si eres de
los afortunados que aún mantienen un trabajo, vives con el temor a perderlo o a
sufrir un empeoramiento de las condiciones laborales y a la continua
devaluación del salario. Con todo, sigues pagando unos impuestos y tasas que,
al parecer, ya no son suficientes para sostener unos servicios públicos que
hasta ayer mismo eran viables. La empresa en la que trabajas mantiene la misma
actividad que proporcionaba beneficios a sus dueños y empleo a una plantilla
que, sin bajar la producción, ahora está siendo reducida progresivamente y debe
aceptar el abaratamiento del sueldo si no quiere irse a la calle. Amenaza con
la deslocalización. Por ello, soportas cualquier empeoramiento de las
condiciones contractuales con tal de mantener el empleo y porque, encima,
vecinos en paro te consideran un privilegiado. Cualquier queja tuya la
consideran producto de la ingratitud y una desconsideración hacia los apeados
de tu posición de aún en activo.
Pero, si formas parte de los que deben ir cada mes a sellar
la cartilla del paro por culpa de un ERE, un ERTE o un cierre patronal, representas
una carga para el Estado, al que “obligas” a reducir el período de cobranza de las
prestaciones por desempleo y el montante de las mismas, a causa de la magnitud
de tal “gasto”, aunque hayas estado cotizando durante años mientras estuviste
trabajando. Dirán que no has sabido “reciclarte” a las nuevas demandas
empresariales y del mercado o que eres un vago que prefiere vivir de la
subsistencia pública antes que buscar otro trabajo, siendo reacio a hacerse
“emprendedor”, algo muy promocionado. Aún así, ninguna institución te exonera
de tus obligaciones “contributivas” (Hacienda, ayuntamiento, comunidad de
propietarios, etc.) ni de tus compromisos económicos (hipotecas, préstamos,
etc.). Antes al contrario, dejar de pagar puede conducirte al embargo, al
desahucio y hasta al divorcio, todo lo cual empeora aún más tu situación y
aumenta los gastos a los que hacer frente. Pasas a formar parte de los
excluidos de la sociedad. Eso ya no da miedo, provoca pánico.
Miedo, desconfianza e incertidumbre son las sensaciones que van
socavando la ilusión de los jóvenes que engrosan nuestras escuelas y
universidades por conseguir emanciparse de unas condiciones de origen que los predispone,
no sólo a heredar las limitaciones que padecieron sus padres, sino incluso a
vivir peor que ellos. La formación educativa y un buen nivel cultural no les
garantiza, en esta época de inseguridades, un futuro “esplendoroso” -como diría
Rajoy en comparación con las playas del chapapote-, como tampoco un puesto de
trabajo. En todo caso, algunos podrían ejercer la profesión elegida, siempre
que se ajusten a los parámetros empresariales en los que prevalecen criterios
de rentabilidad (mano de obra barata, despido gratis y falta de derechos) frente
a los de cualificación y valía profesional (reconocimiento y estabilidad
laboral). Tan adaptada está la educación en este país a las exigencias del
mercado (provisión de personal reemplazable), que la investigación y la ciencia
han sido abandonados por parte del actual Gobierno al albur de unos “ajustes”
presupuestarios que consideran “gasto” el fomento del conocimiento científico.
Un panorama que convierte en inseguridad todo planteamiento formativo, si no está
encaminado a la industria y los servicios, al que los jóvenes pudieran aspirar.
El trabajo (presente) y la educación (futuro) deberían ser
los cimientos más sólidos sobre los que se construye el proyecto social de
convivencia de cualquier comunidad, pero en España, olvidados por la acción
política, se dejan configurar por decisiones económicas que obedecen a
intereses ajenos a los demandados por la sociedad o los ciudadanos, se adecuan
a la lógica de la economía en vez de a la de la política, entendida ésta como
esa capacidad que nos permite cambiar la realidad y ponerla a nuestra
disposición. El patrón hegemónico dominante en la actualidad es el discurso
neoliberal que impide un orden social distinto y en el que la política queda
reducida a la mera gestión administrativa de recetas económicas que dictan unos
“gurús” que nadie elige y que, por supuesto, escapan a cualquier control
democrático.
Un “patrón” de sociedad que, además constreñir el presente y
el futuro, desvalija el pasado viviente de nuestros pensionistas, los cuales
confiaron en terminar sus días seguros de “contingencias” imprevistas que
alteraran su plácida vejez. Ese patrón capitalista sacude hoy inmisericorde su
jubilación y les reduce sus pensiones, los obliga a pagar una parte de sus
medicinas, les niega las ayudas a la dependencia, les obstaculiza el acceso a
la sanidad, se desentiende de ofertar plazas en residencias públicas, les cobra
por traslados en ambulancias y por la prescripción de recetas y, en definitiva,
los trata como una carga que engorda la deuda del Estado.
Como vemos, pues, la inseguridad impregna todas las
dimensiones temporales por las que discurre el proyecto vital del individuo en
una sociedad, la nuestra, que –en palabras de Fernando Vallespín- “no tiene
capacidad de estar a la altura de lo que promete ni de los principios que
encarna”. Se nos está imponiendo un
modelo de sociedad que expulsa a cada vez más sectores sociales del sistema y
crea nuevas formas de exclusión social, sin preocuparse por ningún tipo de
justicia o auxilio que las socorra. Asistimos impávidos, con el miedo en las
entrañas, al desguace de lo que llamábamos Estado de Bienestar como si fuera
un desastre natural inevitable. Nuestros nietos o tataranietos describirán
nuestra época como la de la generación cobarde, presa de miedo por la
inseguridad que dejamos nos
inocularan.
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