miércoles, 16 de enero de 2013

Inseguridad y cobardía

La inseguridad constriñe la sociedad actualmente. La angustia que la inseguridad genera se ha apoderado de una ciudadanía que presencia, atemorizada, cómo se desvanecen las certezas que posibilitaban afrontar los retos de la existencia y alimentaban una cierta confianza en el porvenir. Hoy, en cambio, nada es seguro, no hay nada garantizado y todo queda a merced de fenómenos inevitables que sólo desconocidos “expertos” saben manejar. No hay alternativas. Hemos llegado a un punto en que ni los estudios facilitan un trabajo, ni el trabajo procura el sustento y mucho menos la estabilidad. Los derechos que ayer redistribuían cargas y repartían justicia, hoy se someten a rentabilidades y costes como únicas medidas de su valía. Es como si, de repente, el cielo se hubiese cubierto de nubarrones que ensombrecen aquel horizonte luminoso que nos iba a deparar prosperidad y progreso. Hoy nada preconiza ese mañana venturoso.

Nos han inoculado un miedo que se extiende como el chapapote sobre el agua y la arena, a los que contamina, ennegreciéndolo todo. Si eres de los afortunados que aún mantienen un trabajo, vives con el temor a perderlo o a sufrir un empeoramiento de las condiciones laborales y a la continua devaluación del salario. Con todo, sigues pagando unos impuestos y tasas que, al parecer, ya no son suficientes para sostener unos servicios públicos que hasta ayer mismo eran viables. La empresa en la que trabajas mantiene la misma actividad que proporcionaba beneficios a sus dueños y empleo a una plantilla que, sin bajar la producción, ahora está siendo reducida progresivamente y debe aceptar el abaratamiento del sueldo si no quiere irse a la calle. Amenaza con la deslocalización. Por ello, soportas cualquier empeoramiento de las condiciones contractuales con tal de mantener el empleo y porque, encima, vecinos en paro te consideran un privilegiado. Cualquier queja tuya la consideran producto de la ingratitud y una desconsideración hacia los apeados de tu posición de aún en activo.

Pero, si formas parte de los que deben ir cada mes a sellar la cartilla del paro por culpa de un ERE, un ERTE o un cierre patronal, representas una carga para el Estado, al que “obligas” a reducir el período de cobranza de las prestaciones por desempleo y el montante de las mismas, a causa de la magnitud de tal “gasto”, aunque hayas estado cotizando durante años mientras estuviste trabajando. Dirán que no has sabido “reciclarte” a las nuevas demandas empresariales y del mercado o que eres un vago que prefiere vivir de la subsistencia pública antes que buscar otro trabajo, siendo reacio a hacerse “emprendedor”, algo muy promocionado. Aún así, ninguna institución te exonera de tus obligaciones “contributivas” (Hacienda, ayuntamiento, comunidad de propietarios, etc.) ni de tus compromisos económicos (hipotecas, préstamos, etc.). Antes al contrario, dejar de pagar puede conducirte al embargo, al desahucio y hasta al divorcio, todo lo cual empeora aún más tu situación y aumenta los gastos a los que hacer frente. Pasas a formar parte de los excluidos de la sociedad. Eso ya no da miedo, provoca pánico.

Miedo, desconfianza e incertidumbre son las sensaciones que van socavando la ilusión de los jóvenes que engrosan nuestras escuelas y universidades por conseguir emanciparse de unas condiciones de origen que los predispone, no sólo a heredar las limitaciones que padecieron sus padres, sino incluso a vivir peor que ellos. La formación educativa y un buen nivel cultural no les garantiza, en esta época de inseguridades, un futuro “esplendoroso” -como diría Rajoy en comparación con las playas del chapapote-, como tampoco un puesto de trabajo. En todo caso, algunos podrían ejercer la profesión elegida, siempre que se ajusten a los parámetros empresariales en los que prevalecen criterios de rentabilidad (mano de obra barata, despido gratis y falta de derechos) frente a los de cualificación y valía profesional (reconocimiento y estabilidad laboral). Tan adaptada está la educación en este país a las exigencias del mercado (provisión de personal reemplazable), que la investigación y la ciencia han sido abandonados por parte del actual Gobierno al albur de unos “ajustes” presupuestarios que consideran “gasto” el fomento del conocimiento científico. Un panorama que convierte en inseguridad todo planteamiento formativo, si no está encaminado a la industria y los servicios, al que los jóvenes pudieran aspirar.

El trabajo (presente) y la educación (futuro) deberían ser los cimientos más sólidos sobre los que se construye el proyecto social de convivencia de cualquier comunidad, pero en España, olvidados por la acción política, se dejan configurar por decisiones económicas que obedecen a intereses ajenos a los demandados por la sociedad o los ciudadanos, se adecuan a la lógica de la economía en vez de a la de la política, entendida ésta como esa capacidad que nos permite cambiar la realidad y ponerla a nuestra disposición. El patrón hegemónico dominante en la actualidad es el discurso neoliberal que impide un orden social distinto y en el que la política queda reducida a la mera gestión administrativa de recetas económicas que dictan unos “gurús” que nadie elige y que, por supuesto, escapan a cualquier control democrático. 

Un “patrón” de sociedad que, además constreñir el presente y el futuro, desvalija el pasado viviente de nuestros pensionistas, los cuales confiaron en terminar sus días seguros de “contingencias” imprevistas que alteraran su plácida vejez. Ese patrón capitalista sacude hoy inmisericorde su jubilación y les reduce sus pensiones, los obliga a pagar una parte de sus medicinas, les niega las ayudas a la dependencia, les obstaculiza el acceso a la sanidad, se desentiende de ofertar plazas en residencias públicas, les cobra por traslados en ambulancias y por la prescripción de recetas y, en definitiva, los trata como una carga que engorda la deuda del Estado.

Como vemos, pues, la inseguridad impregna todas las dimensiones temporales por las que discurre el proyecto vital del individuo en una sociedad, la nuestra, que –en palabras de Fernando Vallespín- “no tiene capacidad de estar a la altura de lo que promete ni de los principios que encarna”.  Se nos está imponiendo un modelo de sociedad que expulsa a cada vez más sectores sociales del sistema y crea nuevas formas de exclusión social, sin preocuparse por ningún tipo de justicia o auxilio que las socorra. Asistimos impávidos, con el miedo en las entrañas, al desguace de lo que llamábamos Estado de Bienestar como si fuera un desastre natural inevitable. Nuestros nietos o tataranietos describirán nuestra época como la de la generación cobarde, presa de miedo por la inseguridad que dejamos nos inocularan.

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