martes, 1 de enero de 2013

Madrugar en Año Nuevo

Nada hay más aburrido que aguardar las campanadas de fin de año viendo la televisión. Lo aborrezco tanto como a los programas de variedades que se emiten inmediatamente tras las uvas. De tanto ver  los mismos artistas una y otra vez, parece que contemplo cada año el deja vu de un espectáculo que se repite anualmente, con las únicas novedades de contados artistas jóvenes que la fama tiene de actualidad. Si hago memoria, una sóla imagen sirve para recordar cualquier nochevieja en la que cabeceo el sueño mientras Raphael canta cualquiera de sus viejos éxitos. Por eso me acuesto pronto.
    
Y madrugo, como el resto de los días laborales. He de reconocer que me gusta más levantarme temprano que trasnochar. El día de Año Nuevo procuro aprovechar la mañana para saludar una jornada especial en la que la tranquilidad reina por todas partes. Las calles están vacías y los comercios cerrados. Algunos ancianos y los que todavía están recogiéndose de la noche son las pocas personas con las que puedes tropezarte en ese deambular mañanero. Algún bar te permite tomar el desayuno o ingerir un café caliente con su propietario aferrado al mostrador como tú a tus hábitos cotidianos. Unos saludos sirven para que nos reconozcamos fieles a unas costumbres que están desapareciendo en beneficio de las concentraciones noctívagas multitudinarias.
 
Cuando mis hijos eran pequeños, solíamos irnos al campo a explorar entre los pinares la hierba blanquecina de escarcha y la sorprendente transparencia de un aire todavía húmedo que transportaba esporádicamente el canto de los pájaros, el roce de las hojas al viento o el eco de voces lejanas. Una venta de carretera, cuando eso no se tildaba, podía aliviar con una sopa y unos filetes el hambre del mediodía, para que el regreso al hogar no estuviera obligado por la necesidad del almuerzo.
 
Los desayunos tempraneros en días festivos, como el de hoy, satisfacen esa búsqueda de tranquilidad y evasión, ese impulso por reencontrarnos a nosotros mismos en los detalles rutinarios que nos caracterizan y que nos permiten aislarnos de las prisas y de los compromisos para dejar hueco a las conversaciones que no hallaban su oportunidad y al ensimismamiento placentero de ver pasar los minutos pensando en las musarañas.
 
Es lo que he hecho hoy en Villanueva de la Serena en compañía de mi mujer y de un hijo, siendo la tercera vez en mi vida que paso un fin de año fuera de casa. Pero salir por la mañana a sentir un pueblo perezoso sumido en la niebla y encontrar una mesa en la que compartir el desayuno con la charla que manteníamos los tres, ha sido lo más satisfactorio de este Año Nuevo. Por eso anoche nos acostamos temprano y apagamos la televisión. Teníamos planes para madrugar. Y es que las costumbres, al parecer, se heredan o se contagian. ¡Cualquiera sabe!

No hay comentarios: