lunes, 13 de mayo de 2019

Senectud nostálgica


Que la vida es breve, a pesar de que lo advirtiera el poeta, sólo se reconoce cuando los años se acumulan entre las arrugas de la piel y en la turbidez de unos ojos cansados. Entonces, resulta fugaz lo que en cada momento nos parecía eterno y ofrecía todo el tiempo del mundo para desperdiciarlo en ilusiones que nos hacían creer dioses. Ahora, cuando el final acecha cada amanecer como si fuera el último, la nostalgia obnubila la memoria y la biografía de lo que fuimos con la indulgencia bondadosa de una reconsideración más complaciente que crítica. Añoramos aquel pasado con la resignación caritativa de quien hizo lo que pudo, no lo que quiso o no quiso hacer con su vida y en la vida. Recreamos el amor con la fantasía romántica de un poema que pretende ser lírico y que sólo evoca bajos instintos confundidos con elevados sentimientos y pasiones platónicas. Y que transmuta al verdugo de las fechorías que cometimos en la víctima del infortunio y un destino inmisericordes. Olvidamos con demencia senil los daños de nuestra arrogancia juvenil para recordar sólo los lamentos de nuestra decrepitud. Es fácil y hasta reconfortante abandonarse en esa nostalgia inútil a la que nos predispone la senectud para recrear literariamente lo que fuimos incapaces de ser: ni tan guapos, ni tan buenos, ni tan listos, sino simples mediocres que lloran de espanto cuando están a punto de descubrir, como pensaron los griegos, la ominosa inconstancia de nuestra transitoria y dolorosa existencia, en la que ni Dios es una verdad racional.          

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