viernes, 7 de diciembre de 2018

No te quise, pero te defiendo

Ayer se cumplió cuarenta años del referéndum con el que los españoles ratificaron el Proyecto de Constitución que unas Cortes, tan fragmentadas como las actuales y en las que convivían franquistas, comunistas, demócratas cristianos, nacionalistas, independentistas y socialistas, habían elaborado con cierto secretismo y discreción, hasta que una primicia periodística desveló lo que trajinaban como cortes constituyentes. Quedaba, así, aprobada la Constitución Española de 1978 (C.E.) que afianzó legal y definitivamente la democracia en España, después de que nuestro país superase un régimen dictatorial que hizo todo lo posible por impedir que las libertades y la tolerancia fueran las guías de conducta de los españoles. Se celebró, pues, ayer, con todo el boato institucional y mediático que merece la efeméride, el 40º aniversario de la entrada en vigor de la C.E. y, con ella, de la restauración de una monarquía parlamentaria como sistema de gobierno de un “Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político” (Art. 1º C.E.). Ayer no quise unir mi voz al coro de aduladores de un texto que en otra ocasión había reseñado en este blog para destacar su indudable trascendencia, pero hoy, sin fastos ni pompas, quisiera aludir a él y destacar mis impresiones al respecto.

Aquella sanción pública de la C.E. culminaba un período de aceleración política que había arrancado con la muerte, en su cama, del dictador de El Pardo, en 1975. Fueron años difíciles, llenos de peligros (la ultraderecha cometía asesinatos y ETA ponía sus bombas y tiros en la nuca a mansalva), pero estaban impregnados de una ilusión desbordante por equipararnos a las democracias de los países de nuestro entorno que era imposible de contener. Algunos, entre los que me hallaba, querían ir más deprisa y romper radicalmente con el pasado reciente. Otros, tal vez por la experiencia que da la edad o la formación de la que yo carecía, postulaban reformas calculadas a partir de lo existente; es decir, unas cortes franquistas y un rey designado por el dictador que confluyeran sin violencia en esa democracia que todos anhelábamos. Por eso, por mi edad y mi rebeldía, yo no voté la Ley de Reforma Política que posibilitó, justo un año más tarde, la aprobación de la C.E. Yo optaba entonces por la ruptura y no por la reforma del régimen heredado de un dictador que se había apoderado del poder gracias a la Guerra Civil que había promovido con su sublevación militar. Afortunadamente, aquella decisión mía no fue compartida por la mayoría de la población que prefirió la moderación y la sensatez.
Tras estos cuarenta años transcurridos, he de reconocer que la Constitución que no quise ni me agradaba, por colarnos una monarquía sin darnos posibilidad de elegir la forma de la Jefatura del Estado, hoy estoy dispuesto a defenderla rabiosamente, cada vez que las urnas nos llamen a ejercer derechos y libertades que ella nos reconoce y garantiza. Sigue siendo, para mi gusto, una Carta Magna imperfecta y hasta timorata, a la que el tiempo ha hecho envejecer en aspectos que merecen una urgente actualización, como es eliminar la prevalencia del varón en la sucesión a la Corona, el reconocimiento nominal de las autonomías que conforman el Estado y la implicación de España en el proyecto de una Europa Unida, entre otras reformas, pero, aún con sus defectos, es la que nos ha proporcionado un largo período de paz y estabilidad política, también social y económica, en el que hemos podido disfrutar de libertades, igualdad, justicia y pluralidad, como preconiza su Artículo primero.
Sin embargo, ayer festejamos el 40º aniversario de la Constitución con las mismas diferencias de opinión que causó su alumbramiento en momentos mucho más difíciles que los actuales. Excepto una salvedad: hoy sabemos que el ordenamiento democrático que de ella emana es lo suficientemente sólido para protegernos, incluso, de quienes pretenden abolirla y conducir al país a escenarios de fragmentación y enfrentamiento entre nosotros. Tales tensiones en la convivencia, los problemas territoriales y la existencia de iniciativas que propugnan el odio y los enfrentamientos serían combatidos por la fuerza o la represión indiscriminada si no existiera la Constitución. Hoy, en cambio, las leyes garantizan los derechos de los que, incluso, incumplen las leyes y cometen delitos. La seguridad jurídica de los ciudadanos, de todos los ciudadanos, es fruto de una Constitución cuya importancia a veces despreciamos o ignoramos, dejándonos llevar por impulsos y arrebatos emocionales.
Y es esa misma Constitución de 1978 la que nos permite elegir, desde su proclamación, a nuestros gobernantes y seleccionar a quienes representarán la soberanía nacional en las instituciones del Estado y el Gobierno de nuestro país, pudiéndonos equivocar a la hora de votar, pero dejándonos rectificar en una próxima convocatoria electoral. La CE hace recaer la responsabilidad de elegir a los votantes, con plena libertad y sin tutelas, porque reconoce que los ciudadanos de este país conforman el pueblo del que emana la soberanía nacional. Ya no hay que aguardar a que se muera un dictador o que un líder providencial nos dirija sin consultarnos, tratándonos como menores de edad. Hoy somos responsables de los gobernantes que elegimos. La calidad de la democracia depende de que la asumamos con respeto y obediencia, resolviendo entre todos los problemas que nos afectan mediante el diálogo, las normas establecidas y en libertad, que también se reconoce en el adversario.
Pretender que una ley, por muy fundamental que sea como es una Constitución, solucione por sí sola todos los conflictos que nos preocupan, es suponer demasiado y pecar de ingenuo. Una Constitución en un texto jurídico que determina el marco legal en el que debemos desenvolvernos para que seamos nosotros, a través de nuestros representantes en la política, quienes abordemos los problemas que padece el país. Y, como toda obra humana, la C.E. es perfectible y reformable para adaptarla a las condiciones y necesidades de una sociedad del siglo XXI, y para que siga protegiendo los derechos y libertades que nos dimos, hace cuatro décadas, cuando aprobamos en referéndum aquel Proyecto constitucional.
Yo no la quise entonces, pero hoy la defiendo rabiosamente, a pesar de sus imperfecciones, frente a quienes desean criticarla o abolirla. Tampoco es cuestión de mitificarla como un texto sagrado, pero sería mezquino no reconocer los logros y beneficios que nos ha deparado en los últimos cuarenta años de convivencia entre los españoles. Por eso, yo me adhiero con sinceridad, cuando los vítores se han acabado, a la conmemoración del 40º aniversario de la Constitución Española. Porque admito que me equivoqué con ella y reconozco el bienestar y la democracia que nos ha permitido disfrutar en paz y libertad. 

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