miércoles, 10 de junio de 2015

El rincón maloliente de Colón


Seguramente no fue el primero, pero sí el que de manera incuestionable demostró que la Tierra era redonda y que se podía alcanzar el Este navegando hacia el Oeste. Se equivocó en las distancias y no consiguió llegar a Asia, pero en 1492 descubrió un  continente nuevo, en medio del Atlántico, al que posteriormente llamaron América. Los relatos de la colonización de Indias, como denominaron los españoles a aquellas tierras, muestran los claroscuros de una epopeya que, además de las espadas, también comportó una cultura y un idioma. Los siglos, desde entonces, han emparentado a nativos y colonos con una sangre común, las mismas creencias religiosas y una lengua que les permite entenderse sin dificultad en cualquier parte de esa vasta geografía transatlántica. Y en un mestizaje recíproco, un hijo del Caribe puede aventurarse a repetir la hazaña, en un viaje inverso, para cerrar el círculo que integra los linajes de esa civilización hispánica a la que pertenecen los pueblos de ambas orillas. El osado que desafió a su época con el postulado de la esfericidad terrestre fue un marino al que Sevilla, después de convertirla en la capital del comercio con Indias, arrincona en el meandro más maloliente del Guadalquivir, una dársena que recibe los desagües de la ciudad, desde donde contempla hierático la indiferencia que le brindan los descendientes de su gesta. Sólo las palomas rinden homenaje con sus excrementos a Cristóbal Colón, descubridor de América.

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