martes, 30 de abril de 2013

La escurridiza levedad de la felicidad


No podía más y acabó confesando a un compañero que, si pudiera volver a nacer, no lo haría. Estaba tan abatido que le parecía más justo no existir que vivir. Aseguraba apesadumbrado que no sabía lo que era disfrutar de lo que llaman felicidad porque jamás había tenido un día libre de angustias y preocupaciones, sólo momentos escasos de evasión que lo distraían de lo que no dejaba de rondarle en la cabeza. Que intentaba escapar del destino que se empeñaba en amargarle la vida con una inteligencia lúcida para los estudios, una habilidad brillante para las aficiones y una entrega perfeccionista en el trabajo, pero sin conseguirlo. Nada parecía poder sustraerlo de estar predestinado al padecimiento. Desde la más temprana adolescencia había tenido que enfrentarse  a solas con la muerte del abuelo ya que su madre estaba entregada al padre que se jugaba la vida sobre una mesa de quirófano. Pertenecía a una familia que narraba historias de espíritus y apariciones que sin duda dejaron la impronta de un temor obsesivo por la muerte y por los sufrimientos que provocan enfermedades e infortunios.

Sin embargo, no era un hombre afligido, sino un pesimista crítico que había sido golpeado constantemente por la fatalidad. La ruptura de un matrimonio desdichado le había hecho perder sus pertenencias más apreciadas, sus discos, y había influido en el crecimiento descontrolado de sus hijos. No obstante, una nueva pareja que supo descubrir sus virtudes procuraba proporcionarle una estabilidad que le parecía vedada para afrontar un futuro libre de espantos. Aún así, tenía que atender los periódicos requerimientos económicos de unos hijos sin rumbo y de cuidar a una madre inválida, incapaz ya de reconocerlo, turnándose la tarea con una hermana a la que también acabarían diagnosticando una grave enfermedad. Su permanente huida de una herencia de penas y achaques estaba consiguiendo acorralarlo irremediablemente. Ahora, además, debía hacerse cargo, ya sin ayuda de nadie, de todos los problemas que cargaba a sus espaldas y rondaban en su cabeza. Y volvía a percibir con amargura la escurridiza levedad de la felicidad.
 

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