lunes, 27 de agosto de 2018

Un presidente amoral


La perplejidad que causa la banalización moral en el ejercicio de la política es creciente en los últimos tiempos. Esa forma descarada de hacer tabla rasa de los principios en nombre del sectarismo y el populismo manipulador va parejo al deterioro de la democracia, utilizada como trampolín por sus propios enemigos, y al abandono del control o cuestionamiento del poder por parte de los ciudadanos. Tal es el grado de desfachatez en la actividad política que el abuso, el engaño y hasta el fraude que comete el político es asumido como “normal”, sin que los ciudadanos lo castiguen con la exigencia de responsabilidades ni le retiren el voto. De este modo, todo comportamiento éticamente reprochable y legalmente cuestionable es, por desidia o frustración, consentido como si de un componente intrínseco del quehacer político fuera y de una consecuencia inevitable en los que se dedican a la “cosa pública” aun, en principio, de manera honesta.

La calidad personal y la capacidad intelectual de los gobernantes actuales es, cuanto menos, patética y motivo de sonrojo. Abunda la mediocridad en quienes, incapaces de discernir y aspirar horizontes de ilusión y grandeza para sus pueblos, se limitan a aprovechar la oportunidad para satisfacer sus pequeñas ambiciones individuales o entablar batallas estériles en asuntos que apenas tienen repercusión en el bienestar de los ciudadanos. Adolecen de una visión estrecha y cortoplacista en sus proyectos políticos, condiciones que los limitan a una gestión encaminada a contentar sólo su “clientela” electoral y asegurarse la renovación de su confianza en las urnas. Para ello estimulan respuestas emocionales y no las surgidas del conocimiento exhaustivo y crítico de los problemas que han de abordar en su cometido. Buscan, por tanto, la complacencia inmediata, no la solución definitiva de lo que preocupa e infiere al interés general. Los estándares morales y las capacidades que exhiben la mayoría de estos políticos mediocres son, desgraciadamente, decepcionantes y, lo que es peor, continúan depreciándose. De hecho, ni siquiera guardan pudor en alardear de sus carencias ni en presumir, incluso, de sus bochornosas simplicidades. Un ejemplo paradigmático de lo que intentamos describir es Donald Trump, un presidente amoral, incapacitado, rufián, ignorante, insolente e imprevisible, todo lo cual lo convierte en un peligro para su país y para el mundo entero.

Este magnate neoyorquino de los negocios, de ideas ultranacionalistas en lo político y heterodoxas neoliberales en lo económico, más propias de una discusión de casino que de un aspirante político con posibilidades, ha sido elegido, contra todo pronóstico y lógica, presidente de la nación más poderosa del planeta, hace algo más de año y medio. Y, fiel a su estilo, ha evidenciado durante este corto espacio de tiempo las cualidades que atesora para conducirse por la vida y gobernar el país, además de recurrir a ellas en sus relaciones con las demás naciones del planeta y sus líderes. Engreído y sin disfraz, se ha mostrado tal como es en realidad: un presidente sin vergüenza y sin moral, que trata a todos, a sus clientes como empresario y a los ciudadanos como gobernante, con el nepotismo y despotismo que le caracteriza y que le ha servido para enriquecerse hasta convertirse en un acaudalado millonario, sin renunciar a lo que más éxito le ha proporcionado: comportarse como un showman ofensivo, cínico y deslenguado.

Pero, si no todo vale en los negocios –regulados por normas y leyes-, menos todavía en política –sometida también a usos, normas, leyes y consensos tácticos, éticos y hasta estéticos-, aunque se posea el poder de todo un presidente de EE UU. Ni la política, en general, ni las instituciones, en particular, soportan verse desprestigiadas continuamente por el comportamiento de un personaje que cree administrar su país, y, de paso, el mundo, con los modos y la forma con que lo hace Donald Trump. Con todo, más allá de su ramplonería como gobernante, serán sus dotes personales las que lo invalidarán como titular de la primera magistratura de su país. Y, de hecho, serán esos defectos los que finalmente lo apartarán del cargo cuando deriven en ilícitos penales, como los que ya le investigan y acorralan cada día más, o alimenten la deserción de sus seguidores a la hora de aspirar a un segundo mandato. Su propia personalidad será su mayor y más grave problema, peor incluso que la posible connivencia que pueda tener con la trama rusa de injerencia y manipulación en las elecciones en las que salió elegido, los probables delitos de financiación ilegal cometidos durante su campaña y los escándalos sexuales que haya protagonizado en su poco modélica vida y ocultados gracias a los generosos talones de su chequera.

El rosario de “pecados” que condicionan su carácter ha quedado al descubierto con el comportamiento y la actitud del presidente más amoral de la historia de EE UU., un candidato que se había comprometido a “drenar el pantano” de Washington y limpiarlo de corrupción. Se presentaba, entonces, ajeno al establishment político y ni siquiera en desfachatez ha demostrado serlo. En un resumen nada pormenorizado de sus “bondades” naturales, destacan:

Defraudador con sus empresas, de las que oculta la declaración fiscal y una contabilidad transparente, respetuosa con la legalidad, y su declaración individual de renta y patrimonio, a pesar del conflicto de intereses que suponen para el cargo y del que debía demostrar, con papeles de por medio, su total desvinculación con la corporación Trump Organization. Sus negocios son cualquier cosa menos claros y limpios, en los que se constatan estafas, como la cometida en la Universidad Trump y solventada con un pacto extrajudicial; fraudes, como los cometidos con la Fundación Trump para recaudar fondos “benéficos” que iban destinados a financiar su negocio hotelero y su campaña electoral; y corrupción, como la que investiga una demanda que lo acusa de beneficiarse con un hotel suyo, al que deriva clientes de gobiernos extranjeros durante sus visitas a Washington.

Abusador en sus negocios y en el trato con la gente, sobre la que siempre ha de resultar ganador aunque el asunto ni la relación supongan una negociación ni una competición. Menosprecia a los débiles y acosa a las mujeres, de las que se jacta de poder manosearlas en público sin que se lo impidan. Su misoginia es tan evidente que existen vídeos de sus declaraciones al respecto y de propasarse con ellas. De hecho, de su conducta sexual deriva otra cualidad que le persigue de antiguo: ser irrefrenablemente adúltero. A nadie le importa la vida íntima de un particular, pero si ese particular va a dirigir el país y controlar tu vida, a través de leyes y nombramiento de jueces con los que podrá imponer una determinada moralidad a los ciudadanos, entonces sí es relevante lo que hace, dice y piensa ese particular sentado en la Casa Blanca. Y ya se ha demostrado que Trump pagó 130.00 dólares a una actriz porno y otros 150.000 dólares a una exmodelo de Playboy, pagos que al principio negó y después reconoció como dinero suyo. Una rectificación tardía porque, aparte del adulterio, cosa que atañe exclusivamente a su esposa –una inmigrante nacionalizada-, el problema para Trump es que su exabogado personal lo incrimina como instigador de tales pagos, lo que implica un delito de financiación ilegal de su campaña electoral. De adúltero a presunto delincuente por un mismo motivo. Por mucho menos procesaron a Bill Clinton, aunque salió indemne, por mentir respecto a su affaire sexual con una becaria de 21 años en el Despacho Oval, en 1998.

Pero para mentiroso, Donald Trump, tanto que parece compulsivo. Miente en todo lo que le conviene y le afecta. Miente sobre lo cuestionable de su conducta, de la realidad migratoria que soporta su país, de la profesionalidad de los medios de comunicación cuando le critican, de la bondad o perjuicios que acarrean los tratados comerciales suscritos por EE UU, de las instituciones y leyes internacionales, del cambio climático y los problemas medioambientales, del problema que la posesión de armas de fuego representa en la sociedad norteamericana, del aislacionismo al que conducen a su país sus políticas ultranacionalistas y proteccionistas, miente sobre sus pagos a prostitutas y sobre los perjuicios que ocasionará su restricción financiera a las ayudas médicas en los más desfavorecidos, sobre sus relaciones con Putin, sobre su alineamiento incondicional con Israel y el estrangulamiento económico que aplica a los palestinos, miente en cada twitt que escribe y casi cada vez que abre la boca. Es tan adicto a la mentira que un diario de prestigio y premio Pulitzer, como The Washington Post, se ha dedicado a contabilizar las “declaraciones falsas” que pronuncia cada día el presidente. Según el periódico, de las 4 mentiras diarias que se le cazaban en sus primeros cien días en la Casa Blanca, ha pasado a 7 a finales de junio, y hasta más de 16 en los últimos meses. Casi un tercio de esas mentiras se refieren a la economía y creación de empleo, y el resto a la política exterior y la OTAN. Otras muchas, sobre asuntos personales y sus problemas con la justicia. Es habitual que los mandatarios no revelen toda la verdad de lo que saben o tratan, pero que mientan deliberada y tan abusivamente, sin que los resortes morales y éticos de la población se resientan, sólo se da en el caso de Donald Tremp, un mentiroso patológico mucho más peligroso que Nixon, el único, hasta la fecha, que fue apartado del cargo por mentir.

De su xenofobia, racismo y aporofobia poco hay que añadir a lo ya conocido, una vez contemplada su insultante campaña electoral contra la inmigración mexicana, su obsesión por levantar un muro en la frontera con aquel país, su iniciativa de separar a los hijos de sus padres para forzar la deportación de los inmigrantes, la supresión de los permisos de residencia y trabajo a los “dreamers”, tan norteamericanos o más que la propia Melania, esposa de Trump, la prohibición de entrada al país de ciudadanos de determinados países musulmanes por el mero hecho del credo religioso, y hasta la supresión de ayudas a seguros médicos de las minorías sin seguridad social. De su “supremacismo” racista hablan, cómo no, su comprensión de la actitud fascista de los autores de los sucesos de Charlottesville, su ataque a los jugadores negros que se manifiestan contra los abusos policiales, sus comentarios peyorativos sobre naciones como Haití, El Salvador y otras de África, a las que alude como “países de mierda”, y hasta su controversia con una exasesora suya en la Casa Blanca, Omarosa M. Newman, a la que insulta llamándola “perra”, y que ella revela, junto a otras “píldoras” del presidente, en un libro que ya es número uno en ventas en EE UU. No es necesario, pues, añadir nada más para descubrir la actitud de odio e intolerancia que rezuma Donald Trump.

Tampoco del nepotismo y la corrupción que forman parte de los usos de la presidencia de Trump. Es su forma habitual de trabajar desde que dirigía los negocios inmobiliarios que le han enriquecido. Siempre se ha apoyado en la familia, en especial en su hija Ivanka y su yerno Jared, convertidos ahora en altos cargos no electos de su Administración que sólo rinden cuentan al paterfamilias, sin ningún otro control. De hecho, nadie niega en Washington que Trump se beneficia personalmente de su presidencia y de las oportunidades que ofrece para sus negocios. De ahí que personas de su máxima confianza, como son sus familiares, continúen a su lado en la Casa Blanca, incluyendo a los ideólogos que le brindaron el mensaje con que atrajo al electorado ultraconservador que se refugiaba en el Tea Party, Como Stephen Bannon, enseguida “premiado” como estratega jefe de la Casa Blanca, con acceso al Consejo Nacional de Seguridad. Aunque tuvo que ser despedido a los pocos meses, por la incongruencia de su puesto en el organigrama restringido de la Seguridad Nacional, Bannon se distinguió sólo por ser el desconocido director de un portal de noticias, el  Breitbart News, donde daba rienda suelta a su ultraconservadurismo y daba pábulo a las más inverosímiles teorías conspiratorias. Ya fuera de la Casa Blanca sigue, no obstante, teniendo una influencia notable sobre un presidente cuya incapacidad intelectual lo hace creerse providencial o mesiánico, es decir, vulnerable a los halagos empalagosos de sus más cercanos “colaboradores”, a los que coloca de manera arbitraria en despachos oficiales sin más mérito que la confianza que le merecen y la lealtad que le profesan, cual organización mafiosa. Ello da lugar a un nepotismo impensable e intolerable en un país democrático como EE UU, si no fuera por la anomia de su sociedad y la amoralidad de sus máximos dirigentes.

¿Y traidor? Este es el gran interrogante, la gran cuestión que muchos se plantean en torno a Donald Trump, dado su comportamiento político, su admiración de líderes autoritarios, sus reuniones sin testigos y sin agenda con el presidente de Rusia, los encuentros de miembros de su equipo electoral con personajes rusos sospechosos de injerencia en procesos electorales, su ambigüedad en torno a la trama rusa y el espionaje al ordenador personal de la exsecretaria de Estado, Hillary Clinton, y de su desconfianza en sus propios servicios de inteligencia en relación con la investigación sobre una injerencia extranjera, ya demostrada, durante las elecciones presidenciales. Aunque es improbable que pueda ser acusado de tan grave delito, personalidades destacadas de aquella sociedad lo insinúan. John Brennan, exdirector de la CIA, califica de “traición” muchos comentarios de Trump. También, el exdirector del FBI James Comey, despedido por Trump por negarse a parar la investigación de la agencia sobre la trama rusa, afirma que el presidente había vendido a la nación. Muchos ciudadanos también lo piensan después de que el presidente de EE UU cuestionara los servicios de inteligencia de su país y apoyara la versión del mandatario ruso, tras reunirse a solas con él. Hasta senadores de su propio partido, como el republicano Bob Corker, consideran que la rueda de prensa en Helsinki entre Trump y Putin fue “triste y decepcionante”.  En cualquier caso, la traición es difícil de probar y, menos aún, condenar a un presidente por ello.

Pero de lo evidenciado de su personalidad, resulta más probable que, a causa de sus abusos, mentiras y complicidades penales, sus propios votantes acaben hartos de un ser tan amoral, imprevisible y peligroso como Donald Trump. Si no, al tiempo. 

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