miércoles, 18 de octubre de 2017

No es país para provocadores

Los grandes estandartes del columnismo mundial –o, al menos, eso se creen ellos-, aquellos que han adquirido su sabiduría directamente de las fuentes originarias aunque jamás del academicismo aburrido y estéril de una Universidad, los que dominan la hermenéutica y las razones estratégicas y también, cómo no, esotéricas de todas las políticas mundiales, desde Rusia a la Tierra del Fuego pasando por Venezuela e Israel, han depositado sus ojos y sus afamadas plumas sobre los padecimientos que sufre la isla de Puerto Rico tras el paso del huracán María, que completó la tarea devastadora de Irma, otro ciclón que había asolado anteriormente la isla. Y han sentado cátedra, como cabía esperar, alineándose con los desaires del presidente de EE UU al Estado Libre Asociado que esperaba del mandatario, en vez de rollos de papel higiénico y críticas populistas, la misma consideración que le merece cualquier otro Estado de la Unión, como Virginia, Texas o Florida, a los que no les niega ayuda de emergencia para paliar los desastres que se ceban con ellos. Para estos oráculos iluminados desde la cómoda periferia que no exige acreditaciones ni títulos, Puerto Rico se merece lo que está soportando, no a causa del huracán, sino por culpa de su economía, totalmente en bancarrota y sin posibilidad de recuperación si no se le concede financiación, ya que fue despilfarrada por unos gobernantes corruptos entregados al sexo, drogas y rock and roll. No es de extrañar que hasta Paul Krugman titule así un comentario: “que coman papel de cocina”. Esa fue, precisamente, la imagen que transmitió Donald Trump de su visita fugaz a la isla. Con tales anteojeras, es fácil elaborar un comentario trufado de medias verdades y sectarismo, convenientemente adornado de impertinencias, ofensas y provocaciones, como gusta a estos genios de la columna de opinión que siempre acaban tildando de ignorantes a quienes no aplauden sus desvaríos. Utilizan cualquier asunto para librar sus batallitas ideológicas y estilísticas, pues no pueden vivir sin llamar la atención aun con exabruptos.

Las dificultades económicas de Puerto Rico no obedecen, según estos intelectuales del insulto escrito como servidumbre a las soflamas incendiarias de Trump, a la crisis financiera que hundió empresas, bancos y fondos de inversión en todo el mundo, empezando en el mismo EE UU, sino a la mala gestión de los puertorriqueños. Tampoco a las exigencias del imperio para que las exportaciones desde la “colonia” borinqueña se realicen obligatoriamente en medios de transporte estadounidenses, mucho más caros que los de la competencia, lo que representa un handicap para la competitividad de lo producido en la isla. Ni siquiera a los obstáculos para buscar financiación en el mercado libre a causa de los vetos federales. Para el presidente más insolente de EE UU y sus acólitos aduladores, nada de ello ha incrementado las dificultades a las que se enfrenta Puerto Rico en su recuperación. Por eso, la hermosa Perla del Caribe sufre en solitario y sin apenas ayuda los desastres de una naturaleza desatada y furiosa que arrasó sus infraestructuras. Sin agua y sin luz, con colegios cerrados, calles y autopistas rotas y las telecomunicaciones interrumpidas, los puertorriqueños, ciudadanos estadounidenses desde hace cien años y que comparten pasaporte, moneda, ejército y lengua –junto al español- con el resto de la Unión, se enfrentan al desafío de volver a levantar y rehacer lo que era un vergel. Y no sólo natural, según calificación de hace unos años de la revista Finance Direct Investment, una publicación del diario británico Financial Times. Para ella, atendiendo al potencial económico, el costo de inversión, la mano de obra, la calidad de vida, las telecomunicaciones y el sistema de transporte, Puerto Rico era “el mejor país del futuro de la región del Caribe”. Sin embargo, hoy están solos, dejados a su aire y con la sensación de ser ciudadanos de segunda en un país, la mayor potencia del mundo, que les vuelve la espalda cuando debía mostrarse solidario y generoso, tal vez por las raíces hispanas y la endiablada defensa del idioma materno, que los puertorriqueños se niegan a dejar de hablar, y ese amor a su tierra y su cultura, del que no renuncian.

Los figurantes de la crítica mendaz y superficial ni siquiera contemplan, en su amargura claudicante, las fértiles relaciones de Puerto con España en épocas no tan lejanas, pero igual de opresivas, cuando podía dar asilo a los exiliados del fascismo español y acogía fraternalmente a poetas tan insignes y vulnerables como el Premio Nobel Juan Ramón Jiménez y su esposa Zenobia Camprubí, Pedro Salinas, cuyos restos reposan en el cementerio de San Juan, y Francisco Ayala, incluso filósofos como María Zambrano en su peregrinar por “la patria del exilio”, músicos de la talla de Joaquín Rodrigo y Pablo Casals, y tantos otros. Pedirle a Donald Trump que tenga memoria, como máximo mandatario de un país plural, es un esfuerzo inútil para su capacidad intelectual y bagaje cultural, pero exigírsela a quienes pretenden exhibir su sabiduría en los medios escritos es una obligación que no pueden eludir. Porque no todos los temas para sus columnas pueden ser tratados con displicencia y torticeramente, sino con respeto a la verdad y dignidad a las personas aludidas. Y es que Puerto Rico es un asunto mucho más serio e importante de lo que esos opinadores veleidosos y egotistas pueden concebir para sus chascarrillos seudoperiodísticos y escasamente literarios. Puerto Rico no es país ni materia para los provocadores de la prensa “facha” de Miami, aunque se escriba desde España. 

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