Quede, no obstante, constancia de mi respeto a quien vive sinceramente
su devoción religiosa con especial intensidad durante esta semana, pero no entiendo
que para ello se tenga que participar de todo ese entramado comercial que
abarca desde alquilar sillas en la vía pública o adquirir trajes de nazareno
para procesionar, hasta consumir en la calle, pertenecer a alguna hermandad
religiosa y pagar papeletas de sitio, contribuir a la compra de mantos bordados
en oro, varales de plata, velas, flores y demás exornos de los tronos, contratar
bandas de música, lucir peinetas y mantillas o vestir traje y corbata para demostrar
públicamente el fervor religioso y exigir que todo el mundo, sea creyente o no,
acepte esta conducta exhibicionista como la más natural y apropiada de un cristiano
católico, y que todo el ceremonial espectacular en la vía pública sea considerado
una muestra irrefutable de la religiosidad de la población. Que esta costumbre rayana
en la idolatría, nacida originariamente por iniciativa seglar y gremial, sea
“cuantificable” de esta manera es esgrimida por la Jerarquía católica como
argumento para exigir del Estado la correspondiente compensación económica y de
privilegios como confesión de preponderancia social. Es, por tanto, una
tradición semipagana que continuamente se refuerza y no se combate desde las
instancias religiosas, aunque no guarde coherencia con su propio credo.
Y esta es otra de las razones que me apartan de la festividad
semanasantera: la de la evidente contradicción existente entre la prohibición
de adorar imágenes y el uso de éstas para exacerbar el fervor religioso que
comentamos, muy apegado a la costumbre pagana de venerar imágenes para atraer a
la gente, algo expresamente prohibido y condenado por las Escrituras bíblicas,
desde el Antiguo Testamento hasta hoy. Es verdad que la Iglesia intenta
diferenciar entre adorar y venerar para justificar sus templos repletos de imágenes
y advocaciones de vírgenes y santos a los que rinde culto y veneración. Tanta
sutileza queda cuestionada por los enfrentamientos entre hermandades, que en
algunas localidades llega hasta la intolerancia, y el apego irracional a unas
determinadas imágenes y el rechazo visceral a otras. No son pocos los que
dedican mayor atención a las hermandades que a la religión. Aunque las imágenes
sean una representación que ayuda a recordar al Dios que se dice adorar y al
que se dedica todo culto, lo cierto es que esa veneración mariana e imaginaria
constituye la razón principal en muchos creyentes católicos, vivida con un
fervor idólatra que se hace patente en Semana Santa. Y como todas las
tradiciones vigentes, acaban asumiéndose como un componente cultural, artístico
y sociológico, aparte del económico, que hay que mantener como rasgo de una
identidad colectiva y, en el caso religioso, preservarlo de todo
cuestionamiento crítico o racional.
Todo ello, a pesar de que gran parte de la ciudadanía
simplemente aprovecha que Jesús -sea Dios u hombre- fue crucificado hace dos
mil años y gusta rememorarlo, formando parte de la muchedumbre, en la vía
pública, para disfrutar desinhibidamente con la familia y los amigos del
espectáculo callejero. Al fin y al cabo, es una ocasión festiva para tomar unas
breves vacaciones, y a lo que no hay que darle muchas vueltas, salvo si estás
en contra de que tantas supersticiones influyan y mediaticen la vida de las
personas, cohibiéndoles incluso mostrar su disconformidad para no ser tomados
por herejes. Pero, de ahí a que esta semana sea santa, como afirma el discurso
oficial, va un abismo.
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