En cambio siempre he preferido madrugar, anteriormente por imperativos
laborales y ahora por puro placer, para recibir el día con los sentidos
abiertos a los ecos que surgen en medio de la placidez de un mundo adormilado.
Y por apreciar las tonalidades de un aire que se va despojando de los hilachos
neblinosos que el sol diluye hasta dejarlo translúcido, con una brillantez que
transparenta el cielo, o cubierto de brumas que es incapaz de ahuyentar. Y por
llenar los pulmones de ese frío que se deposita en las escarchas de unas hojas
que se desperezan a mi paso o en los charcos de un camino solitario. Soy, en
definitiva, de los que procuran aprovechar el día en vez de desperdiciar la
noche en una juerga sin sentido e infame.
Sin embargo, esta vez ha sido distinto. En vez de la
dispersión familiar, a la que los hijos se ven empujados para atender los compromisos
de una vida adulta y autónoma, hemos celebrado por vez primera cónclave festivo
todos juntos, con la excusa del cambio de dígito del año, en el hogar de la
hija pequeña, en Burguillos. Y, en vez de bostezos, ha habido risas, juegos y
charlas, aunque sin abandonar los empachos alimenticios ni los brindis con
alcohol y burbujas. Desde que dejaron de ser niños, no asistíamos todos juntos a
una velada ritual que nos congregara en torno a una mesa y a merced de las
emociones y los sentimientos. Sucedió de forma espontánea, casi sin
preparación, como esas sorpresas agradables que surgen sin esperarlas y que
brotan sólo de un anhelo nunca antes realizado. Sea como fuere, lo cierto es
que allí se presentó toda la familia, incluida las dos nietas que concentran
nuestros desvelos, convocada a golpe de `guasap´ y cada cual contribuyendo a cubrir
un mantel de platos y del calor de la mejor de las compañías.
Una fiesta amable que transcurrió entre conversaciones,
piñatas para las niñas y petardos, tracas y cohetes para adultos momentáneamente
infantilizados, sin renunciar a la tradición de las uvas y los brindis. Irse a
la cama no fue ya la escapatoria al tedio de años anteriores, aunque el
cansancio acabara por imponerse a cualquier voluntad de diversión. Unos antes y
otros después, según edad, terminamos por recogernos en las habitaciones.
La primera mañana del año amaneció fría y bañada por una
llovizna que se desparramaba de un cielo blanquecino que el sol era incapaz de
atravesar. El silencio del lugar y la tonalidad gris del día invitaban a
guarecerse en casa, pero un hijo, conocedor de mis hábitos, inquirió en cuándo
íbamos a dar una vuelta. No hay mayor satisfacción que ver gozar de salud a los
hijos, de disfrutar de su compañía y recibir el fruto de una crianza en la que
asumen parte de tus afinidades y enseñanzas como un legado. Fue una vuelta a
través de un pueblo pequeño, con el encanto de los despertares húmedos del
invierno y los saludos de los más viejos del lugar, únicos guardianes de las
madrugadas y las costumbres. Ahí quedan esas fotos para atestiguar la belleza
silente del momento. Un fin de año, pues, inolvidable en Burguillos. Y una
experiencia que queremos repetir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario