domingo, 30 de agosto de 2020

La vida es fortuita

Y llamo vida a lo que existe, desde el Universo hasta el ser humano, la única criatura conocida con plena consciencia de su existencia y dotada de inteligencia para plantearse la realidad, llegando incluso a cuestionar el sentido de la vida. Pero dejando al margen las especulaciones religiosas y otros desvaríos filosóficos con los que el hombre ha explorado alguna explicación que satisfaga su curiosidad, lo que su raciocinio descubre es que la vida es un hecho contingente que en modo alguno estaba predeterminado en el origen del universo. No tiene más sentido que el puro azar, en el que el ser humano, por mucho que su antropocentrismo sea irrefragable, es un accidente fortuito.

Es lo que la ciencia nos va desvelando poco a poco, descubriéndonos una realidad más prosaica, menos trascendente, pero sumamente fascinante del probable relato de nuestro origen, en el que participamos con una humildad próxima a la insignificancia. Y nos sorprende al evidenciar que nuestra imagen y semejanza no constituye ningún molde de lo creado. Ni siquiera que la vida formase parte de ningún diseño, sino que es fruto de un accidente surgido del material de desecho en la formación de las primeras partículas que dieron lugar al universo primitivo. Que somos simples cenizas de una explosión.

La teoría del Big Bang, como se califica a la explosión primigenia que dio origen al universo, llenando el espacio de partículas elementales de materia que se alejaban rápidamente entre sí, y que explica su actual estado de expansión, supone el modelo físico más convincente y fundamentado sobre la génesis de todo lo existente. Según esa teoría, al parecer es pura chamba que de aquella explosión, en la que también se formó la antimateria, pudiera derivarse la vida que nos posibilita contemplar hoy la magnificencia de un cielo estrellado, puesto que la colisión entre partículas de materia y antimateria provoca la desintegración de ambas. Tal colisión imposibilitaría la formación de átomos y otras estructuras más complejas que son los rudimentos con los que se edifica el mundo existente, incluida la vida. Gracias a que no sucedió así, estamos aquí para contarlo.

Lo que se sabe, con más o menos certeza científica, es que aquel petardazo sideral generó, en la primera centésima de segundo, una temperatura en el universo de unos cien mil millones de grados centígrados. Un calor más elevado que el de cualquier estrella, y tan grande que imposibilitaría que ningún componente de la materia ordinaria -moléculas, átomos, etc.- pudiera mantenerse unido. Pero otras partículas elementales, que en la actualidad son objeto de estudio por parte de la física nuclear de altas energías, como el electrón, el positrón, los neutrinos y los fotones, junto a pequeñas cantidades de protones y neutrones, pudieron unirse y formar núcleos más complejos, conforme la temperatura del universo iba descendiendo.

Estas transformaciones de la materia acontecieron durante los tres primeros minutos de la explosión, según describe el Nobel de Física Steve Weinberg en un libro (véase bibliografía adjunta), cuando el enfriamiento del universo hizo posible que protones y neutrones comenzaran a formar núcleos de hidrógeno pesado (deuterio) y, más tarde, de helio. De esa sopa cósmica, que llenaba todo el universo de luz (partículas energéticas sin masa), fue surgiendo la materia, el cosmos y lo existente tal como lo conocemos. Esta explicación racional y lógica del origen de la realidad, mediante la aportación de datos empíricos, es la teoría más creíble y aceptada de nuestro origen. Además, es, hasta cierto punto, demostrable mediante pruebas tan contundentes como la detección del rastro de aquella explosión, que la física puede valorar midiendo la magnitud de la radiación de fondo cósmica. Ello no impide que muchos formulen la típica pregunta: ¿Qué hubo antes del Big Bang? Lo mismo que había antes de Dios: nada, para nuestra capacidad de comprensión.

En todo caso, a partir de esa explosión se fue formando el universo que contemplamos y todo lo que integra, incluida la Tierra. Nuestro planeta se formaría, eones de tiempo después, por la acumulación de materiales procedentes de la nebulosa de la que también surgió el Sistema Solar. Un planeta sólido como el nuestro, formado por materiales agregados a lo largo del tiempo y en su mayor parte procedentes de las proximidades del Sol, como las condritas de enstatita, era inviable que albergara agua, y menos en la abundancia que contienen los océanos. Pero unos investigadores acaban de revelar, en un trabajo reciente, que la suerte volvería a sonreírnos cuando, hace unos 3.900 millones de años, la Tierra recibió un bombardeo de asteroides y cometas que trajeron con ellos agua y otros elementos orgánicos que, 400 millones de años más tarde, posibilitaron que la vida pudiese surgir, haciendo el recorrido inverso al de la muerte: de lo inorgánico inanimado a lo orgánico animado.

En el citado trabajo, publicado en la revista Science, se señala que aquellas rocas primigenias que se estrellaron contra la Tierra contenían grandes cantidades de isótopos de hidrógeno y deuterio suficientes como para reaccionar con el oxígeno y producir agua. Tales elementos, descubiertos en contra de lo esperado en meteoritos provenientes de asteroides de enstatita, coinciden con los hallados en el manto terrestre. Se trata, por tanto, de otro afortunado evento que facilitaría la aparición de vida en nuestro mundo. Y por el que, ahora, aparte de cenizas, podemos concebir que también somos polvo de estrellas.

Hasta entonces, la física había hecho su aparición en lo creado. Y, sin que sepamos cómo, de ella derivaría la química y el mundo biológico, puesto que los componentes atómicos son comunes. De átomos a moléculas y de éstas a proteínas es cuestión de tiempo… y suerte. En cualquier caso, de una simple célula, el “átomo” de la vida, a un ser pensante y autoconsciente, como el hombre, hay un largo trecho que recorrer, que la evolución se encargaría de completar. Tampoco esta vez se sigue un diseño prestablecido y, menos aún, teledirigido por la divinidad, hasta llegar al ser humano. Pero la continua complejidad del proceso evolutivo acaba encumbrando a un homínido en la cúspide del reino animal, gracias al desarrollo de su inteligencia.

El reino de los seres vivos evoluciona para preservar la especie, adaptarse al medio y por la limitación de los recursos. La evolución por selección natural, las leyes de la genética y la herencia son indiscutibles hoy en día, haciendo compatible nuestro origen con las leyes de la física. De hecho, se ha constatado que la vida surgió en el agua del mar, al que empezó a poblar, primero, de seres unicelulares, bacterias y arqueas, después algas, esponjas o medusas, y más tarde de artrópodos y primeros anfibios que, hace unos 370 millones de años, empezaron a salir del mar. Algunos de los que abandonaron el agua se adaptaron a la vida terrestre, dando lugar a las tortugas, lagartos, serpientes, aves y mamíferos. Se sabe que la evolución biológica de los mamíferos se inició hace más de 100 millones de años. Y el más sobresaliente de esos mamíferos, desde nuestro punto de vista, es el humano.

Nos guste o no, provenimos del primate (término nada negativo, por otra parte, puesto que Linné lo usó para describir, atendiendo a su importancia y primacía, a los humanos y otros mamíferos que se les parecían: primates, del latín primus, primero). Se estima que, hace unos 2,5 millones de años, animales con rasgos homínidos aparecieron por primera vez sobre la faz de la Tierra, más concretamente en África. La evolución hizo que de un ancestro común se derivaran varias ramas, desde una de las cuales -la de los grandes simios- surgiría la especie “Homo” (Australopithecus, Ergaster, Erectus, Neanderthal, Sapiens, etc.). Es decir, el género Homo surge a partir de homínidos anteriores. La posición erguida y la marcha bípeda constituye la característica fundadora de los homininos, homínidos que bajaron de los árboles y se pusieron a andar erguidos sobre sus patas traseras por la selva, pasando de ser cuadrúpedos arborícolas a bípedos terrestres.

El camino evolutivo tan singular del ser humano radica en su desarrollo cognitivo, lo que ocasionó el aumento del volumen de su cerebro, permitiéndole adquirir diversas técnicas y habilidades en su continua adaptación al medio ambiente, en sus relaciones y para la supervivencia, pudiendo, además, transmitirlas culturalmente a sus congéneres. Ese aumento de la capacidad craneal es ya evidente en los primeros miembros del género Homo, que tenían el mismo tamaño de los Australopithecus, de los que descendían, pero con un cerebro un 50 por ciento mayor. Además, ocasiona cambios en la morfología de la mano, al alargar el pulgar en oposición a los demás dedos para conseguir la pinza de precisión humana de la mano, un agarre que combina fuerza y delicadeza. Y lo que es más exclusivo del homo sapiens, en el hecho de dirigir y compartir la atención con los otros, esa propensión a aprender de otros prestándoles una atención compartida, de la que surgió el lenguaje, la capacidad privativa del humán para articular en palabras sus pensamientos, sentimientos, deseos y conocimientos para comunicarlos a los demás. Con razón, Aristóteles caracterizó al humano por el lenguaje. Gracias a esa capacidad cognitiva, el ser humano no sólo comenzó a acumular conocimientos de lo que aprendía de otros, a ponerse en el lugar del otro y comunicarse mediante sonidos y palabras con él, sino también a ser consciente de su propia existencia y, de alguna manera, a intuir que era algo más que un simple animal o mero cuerpo material. Se singularizó del resto de la creación y se creyó la finalidad de un proceso que ni acaba en él ni se inicia por él.

La ciencia consigue excavar en la historia genética del homo sapiens y seguir su pista evolutiva, casi con más precisión que la paleontología. De ahí que pueda asegurarse su nacimiento en África y que otras especies Homo, como la Heidelbergensis o Neanderthalensis, hayan migrado hacia Europa y Asia desde hace unos 600.000 a 120.000 años. Aunque todavía algunos fundamentalistas del creacionismo renieguen del origen evolutivo de los humanos, el estudio del DNA mitocondrial permite rastrear toda la cadena de cambios y mutaciones sufrida en el genoma humano desde un resto fósil mitocondrial de nuestros ancestros.

Suprimir la superchería y la superstición en el relato del origen de la vida no resta fascinación ni misterio a algo que todavía escapa, en gran medida, a nuestra capacidad cognitiva. Al contrario, lo embellece con el fulgor de lo verificable y verdadero, con la realidad de los hechos científicos. Con la única parafernalia de la razón, la ciencia desbroza de elucubraciones el camino del entendimiento sobre el origen del mundo y del hombre, engrandeciendo aún más, si cabe, la aventura de la vida y el lugar que ha conquistado el hombre, por méritos propios y no por voluntad divina, en la cima de lo existente. Y todo ello, a pesar de que la vida sea un episodio contingente, un accidente fortuito.

Bibliografía:

Los tres primeros minutos del Universo, de Steven Weinberg. Alianza Editorial, 1996.

La naturaleza humana, de Jesús Mosterín. Esapa Calpe, 2006.

El hombre de Neandertal, de Svante Pääbo. Alianza Editorial, 2018.

Sapiens, de animales a dioses, de Yuval Noah Harari. Debate editorial, 2019

Dios, una historia humana, de Reza Aslan. Taurus ediciones, 2019..

viernes, 28 de agosto de 2020

Aforismos (10)

>Mi nombre me identifica, pero no me define. Más bien me singulariza e intenta limitarme a un cliché semántico que comparten listos y tontos, feos y guapos, ancianos y niños, incluso hombres y mujeres. Un nombre no expresa lo que soy, apenas me esboza.

>El sentimiento religioso surge de la orfandad del ser humano en el mundo. El hombre, que rehúye dejarse guiar por los instintos como los demás animales, se siente ajeno a la naturaleza. Por eso, la religión -toda religión- escarba y fomenta el infantilismo psíquico del ser humano -como apuntaba Freud- que añora la figura de un padre protector. Y crea el delirio colectivo de Dios, un chupete que consuela nuestra angustia existencial.

>El ser humano es egoísta, agresivo y antisocial por naturaleza. Sólo la cultura, con su capacidad coercitiva de los instintos, ha conseguido que el hombre sea un ser moral y social. Ha logrado domesticar al animal que llevamos dentro.

miércoles, 26 de agosto de 2020

El “ticket” ultranacionalista de EE UU

El Partido Republicano presenta a Donald Trump como su candidato a las elecciones del próximo 3 de noviembre. El controvertido, imprevisible y ególatra empresario metido en política aspira a revalidar el cargo de Presidente de los Estados Unidos de América (EE UU), la nación más poderosa del planeta, en contra, incluso, del parecer de algunos de sus pares del Congreso y el Senado. Todo presidente norteamericano puede prolongar su mandato una segunda legislatura, como máximo, si los electores le renuevan su confianza en las urnas. Se le brinda, así, la posibilidad de consolidar las iniciativas y proyectos que ha puesto en marcha en los primeros cuatro años de presidencia, sin preocuparse, en ese segundo mandato, ni de las encuestas ni de la opinión de los ciudadanos. Y Trump no iba a ser una excepción, pero lo hace movido antes por un afán personalista que por refrendar sus políticas.

A sólo una semana de la de los demócratas, los republicanos han celebrado su inevitable convención nacional para hacer oficial, en un auditorio de Charlotte, en Carolina del Norte, la nominación de Donald Trump como candidato a la presidencia. Y, desde el primer día, Trump ha impuesto su sello personal a un evento que, aunque se organiza para dotar de impulso al aspirante en su campaña electoral, se desarrolla, no obstante, ateniéndose a un tradicional protocolo de intervenciones que dejan para el final el discurso de aceptación y programático del candidato, ya oficialmente ratificado. Trump ha obviado olímpicamente este trámite, apareciendo desde el principio para acaparar absolutamente todo protagonismo, siendo fiel a su estilo convulsivo, desenfrenado e impetuoso, como suele cuando alardea de su labor o arremete contra sus adversarios en Twitter.

No es ninguna extravagancia en el personaje, porque del mismo modo en que acometió su anterior campaña electoral en 2016, sin atenerse ni al respeto ni a la verdad esperada en el comportamiento entre contrincantes que se disputan la adhesión de los ciudadanos, también ahora Trump asume de manera unipersonal y hasta desde el Despacho Oval esta nueva y atípica campaña para permanecer cuatro años más en la Casa Blanca. Es decir, lo hace desde su consolidado protagonismo visceral y sin renunciar a verter falsedades, tergiversaciones e insidias, más o menos groseras, incluso sobre el sistema electoral de su propio país, el mismo sistema que posibilitó su triunfo en 2016 y que permite el voto no presencial. Ahora, temeroso de un voto más reflexivo y no presencial a causa de la pandemia, ha pretendido instalar la sospecha en el servicio postal, manipulando a su beneficio un recorte de su financiación presupuestaria y propalando la probabilidad de fraude en el voto por correo. Tanto es así que, por sistema, Trump no vacila en utilizar su posición privilegiada como inquilino de la Casa Blanca para difundir mensajes propagandísticos sobre su candidatura o para confrontar y demonizar al adversario, algo insólito en los hábitos electorales norteamericanos, acostumbrados a no mezclar la función institucional del presidente con la del candidato en campaña electoral.

El ticket republicano es, pues, exclusivamente Donald Trump y él constituye la única imagen física e ideológica del Partido Republicano, al que ha moldeado a su imagen y semejanza. El histórico partido conservador ha sido absorbido por la impronta de Trump hasta el extremo de que, por primera vez en su historia, ni siquiera elaborará un programa electoral que ofrecer a los ciudadanos, sino que se limitará a apoyar entusiásticamente las propuestas que se le ocurran a su candidato y sus reiteradas soflamas sobre “America first”. No queda otra, por consiguiente, que resignarse a asistir al permanente y bochornoso “show” de Donald Trump, a quien ni la pandemia, ni el revés de la economía, ni las imputaciones judiciales en torno a sus tejemanejes, acaso siquiera ni un resultado adverso, podrán disuadirlo de intentar continuar, por todos los medios, irradiando su populismo ultranacionalista desde el sillón presidencial del Palacete de la avenida Pensilvania de Washington. Y para ello se muestra dispuesto a romper las costuras de lo permitido en campañas electorales de la democracia estadounidense, hasta ahora modélica en ofrecer contrapesos a las tendencias omnímodas de sus tres poderes. Algo que a Trump le fastidia sobremanera y que percibe como obstrucción a su labor o “caza de brujas” contra él.

Y es que Donald Trump no persigue sólo su reelección, sino aparecer como un ser providencial y la única persona capaz de levantar a América de su decaimiento imperial. Y lo hará recurriendo a la estrategia que ya usó en su primera elección. Volverá a valerse de la distracción (construcción de un muro en la frontera con México), la tergiversación (criminalización de la inmigración), el racismo (ley y orden contra las protestas sociales), sus obsesiones (China y su emergencia como potencia mundial), la falsedad (Obama y la izquierda radical), su interés particular (aislacionismo comercial y unilateralismo político) y su capacidad intelectual (suficiente para tuitear compulsivamente). A ello añade su inclinación y facilidad para el espectáculo mediático con el que satisface las demandas de sus seguidores, basado en “fake news” y exageraciones de los problemas y en recetas milagrosas.

De este modo, tildará a los adversarios demócratas de ser radicales “socialistas” al apostar por combatir la desigualdad y la injusticia con, por ejemplo, el proyecto de una sanidad básica universal de carácter público, pero ignorando que la “radicalidad” izquierdista la representa un comunismo que aboga por la abolición de la propiedad privada como fuente de desigualdad, abusos y opresión contra los excluidos de toda pertenencia. También ignora Trump, en su obrar, que utiliza inconscientemente el recurso psicológico, ya señalado por Freud en su ensayo El malestar en la cultura, de culpabilizar de sus frustraciones (personales, políticas) siempre en el otro, en un chivo expiatorio sobre quien poder descargar las tendencias agresivas que nos provocan. Lo hicieron los nazis con los judíos, los cristianos con los gentiles, los comunistas con los burgueses y, actualmente, las opulentas sociedades consumistas de Occidente con los inmigrantes y los diferentes que anhelan compartir los recursos de este mundo.  

Pero nada de hacer balance ni autocrítica de su gestión, ni reconocimiento de sus mentiras, estafas y fracasos políticos, de sus engaños y su descarado nepotismo. Ni de su tendencia a la manipulación y al sectarismo en la actuación gubernamental. Ni de los continuos abandonos de personas de su equipo a causa de su arbitrariedad, ignorancia y petulancia. Tampoco de la nula transparencia en su proceder particular y público, que incluye el ocultamiento de las declaraciones fiscales de su fortuna, ni sus pagos a prostitutas con fondos electorales. Ninguna disculpa por el comportamiento miserable de su amigo y anterior jefe de campaña electoral y exconsejero de Seguridad de la Casa Blanca, Steve Bannon, imputado y detenido por lucrarse con las aportaciones privadas solicitadas por el propio Trump para la construcción del famoso muro con México. Para Trump, la política es el arte de hacer olvidar lo prometido para entusiasmar con nuevas promesas que volverán a incumplirse. Y lo hace groseramente, con total descaro. Porque ni el muro se construirá, ni lo pagará México, ni blindará a EE UU del fenómeno de la migración, ni conseguirá un saldo positivo en todas las transacciones económicas del país, ni vencerá a la pandemia despreciando las indicaciones de expertos y epidemiólogos, ni eliminará la violencia de las calles, ni calmará el hartazgo de las minorías por la discriminación racial, ni podrá evitar que la Justicia acabe alcanzándolo por sus abusos y desmanes recurrentes. Ni siquiera podrá impedir que su recuerdo se diluya entre lo insignificante y anecdótico en la historia de los EE UU.

Este es el ticket ultranacionalista del Partido Republicano que encumbra a un personaje como Donald Trump. Él es el preciado y único valor de la propuesta republicana, aunque le acompañe para el puesto de vicepresidente quien ya ostenta el cargo y cuyo nombre es totalmente indiferente a efectos propagandísticos, políticos y electorales. Mike Pence es, simplemente, el clásico segundón que siempre maniobra a la sombra del jefe, al que presta lealtad incondicional y absoluto servilismo, sin pretender destacar en nada ni contradecir en ningún caso.

Lo verdaderamente relevante del ticket republicano es que presenta a Donald Trump a la reelección para que siga haciendo de las suyas, movido por su populismo ultranacionalista y su neoliberalismo unilateralista y aislacionista, bajo el señuelo de “hacer América grande, otra vez”, sin que nadie le pregunte qué América ni a qué modelo de América se refiere.

jueves, 20 de agosto de 2020

Nuevos confinamientos

Todo el mundo predice que en otoño volveremos a estar confinados. Es rara la conversación en la que alguien no afirme estar convencido de que el país necesitará estar enclaustrado, guardando una nueva cuarentena colectiva más o menos duradera. Pero nadie aporta datos objetivos ni referencias de expertos comprobables, sino juicios que se basan en la intuición y las especulaciones que circulan por las redes sociales. Tales profetas son presas de un exceso de información que les imposibilita discernir entre bulos e información fidedigna. La incertidumbre y los miedos por una coyuntura realmente preocupante, a causa de una epidemia que no se puede combatir más que con el aislamiento individual, favorecen más una respuesta emocional que racional. Sobre todo, si los brotes de la enfermedad se multiplican por todo el país, incrementando el número de personas afectadas, con o sin síntomas, así como el cómputo de fallecidos. Y, ante la alarma por un problema que no acaba de solucionarse, la reacción pesimista es lo que nos lleva a expresar pronósticos catastrofistas. Se pierde la confianza y la capacidad de criterio más o menos objetivo.

Es cierto que la pandemia, lejos de estar vencida, se halla semicontrolada gracias a las medidas de protección personal (mascarillas, distancia interpersonal, etc.) establecidas para servir de barrera a la transmisión de contagios. Con ellas se dificulta que el virus campe por sus respetos, pero no que siga entre nosotros, contagiando a nuevos huéspedes en cuanto bajamos la guardia y nos creemos libres de la enfermedad. De ahí la aparición de brotes diseminados por toda la geografía, fruto, en la mayoría de los casos, de reuniones, celebraciones y aglomeraciones de gente (por causa festiva o laboral) que no cumplen las medidas de protección a que están obligadas. Los expertos médicos y epidemiológicos, desconociendo el número exacto de personas infectadas en la población, esperaban la aparición de estos brotes como una evolución natural de la epidemia, siempre y cuando fueran detectados precozmente y debidamente rastreados para circunscribir su extensión y limitar su expansión.

Por tanto, que existan brotes no significa que la pandemia esté descontrolada, propiciando una nueva oleada como la que obligó confinar a la población y paralizar la actividad económica. Muy torpes e irresponsables hemos de ser para llegar a ese extremo, otra vez. Pero las autoridades deberán aunar esfuerzos para unificar y fortalecer los mecanismos de actuación posibles contra esta inimaginable amenaza, evitando utilizarla para la confrontación política, y los ciudadanos tenemos que asumir que sin nuestro comportamiento responsable no se podrá doblegar esta situación, sin caer en dramatismos ni pesimismos injustificados. Y confiar en que, más pronto que tarde, se logrará el remedio terapéutico que nos facilitará una protección más eficaz contra el virus. Tal vez entonces olvidaremos las especulaciones gratuitas y los bulos tendenciosos que tanto contribuyen a desinformarnos y atemorizarnos, haciéndonos perder el juicio y la capacidad crítica. También a no caer en la actitud opuesta que niega la evidencia y hace caso omiso de las recomendaciones de las autoridades e instituciones sanitarias.   

martes, 18 de agosto de 2020

El “ticket” progresista de EE UU

El candidato del Partido Demócrata para las elecciones presidenciales de EE UU del próximo noviembre, Joe Biden, ha elegido a la persona que completará su papeleta en el cargo de vicepresidente, en caso de triunfo electoral. Se trata de la senadora y exfiscal general de California Kamala Harris, una mujer temperamental, crítica con algunas ideas de su partido (puso en aprietos al propio Biden por su tibieza en amparar a las minorías negras durante un debate entre los aspirantes demócratas), una profesional sobradamente formada y educada (licenciada en Economía y Políticas y doctorada en Derecho) capaz de enfrentarse a contrincantes que intentarán atacarla, no por su capacidad, sino por ser mujer y, además, “negra”. Y es que todavía en EE UU se percibe como una excentricidad o una ambición desmesurada e impropia lograr determinados puestos si no eres varón y blanco. A pesar de su indiscutible trayectoria como luchadora en favor de los derechos civiles, los necesitados, las minorías y los vulnerables, la senadora Harris deberá fajarse contra los prejuicios que despertará por su género, el color de su piel (“brown”, como califican los norteamericanos a los que no son negros ni blancos: lo que los hispanos entendemos como mulatos) y por ser hija de inmigrantes -profesores universitarios- jamaicanos e hindúes (afro-asiáticos).

Ambos políticos conforman el “billete” progresista que los demócratas presentan para vencer a Donald Trump y convertirlo en una pesadilla que, con un poco de suerte, representará sólo un paréntesis en la presidencia de EE UU. Ese “ticket” demócrata parte en esta ocasión como favorito, lo que no significa que tenga asegurada ya la victoria. Entre otros motivos, porque la próxima será una de las campañas electorales más insólitas y embarradas que se desarrollarán en la historia de EE UU., ya que la necesidad de potenciar el voto no presencial para evitar aglomeraciones, desaconsejadas por el azote del coronavirus (más de cinco millones de casos y cerca de 200.000 fallecidos), da lugar a propalar la posibilidad de “fraude” al no poderse garantizar la entrega, y por tanto el recuento, del voto por correo a su debido tiempo. El Servicio Postal, cuyo director general es un empresario republicano nombrado por Trump, ha advertido de esa probabilidad (basta recordar el lento recuento de los votos de Florida, en el 2000), al tiempo que el actual presidente, a quien esa modalidad de voto menos visceral podría perjudicarle, hace lo que puede por desincentivarlo y cuestionar la integridad del sistema, alimentando las sospechas y obstaculizando, mediante recortes en su financiación, que el Servicio Postal pueda reforzar su plantilla o hacer horas extras para afrontar tal contingencia. Las maniobras “sucias” ya están ejecutándose antes incluso de que arranque oficialmente la carrera electoral.

Pero, más importante que los trucos y las trampas que la maquinaria partidista pone en marcha para ganarse el favor de los votantes, es la calidad e idoneidad de los candidatos lo que habría que atender. Y ante la propuesta republicana, encabezada por un imprevisible y bocazas Donald Trump, que pretende renovar su cargo en la Casa Blanca, y Mike Pence como vicepresidente, destaca la papeleta de los aspirantes demócratas por el perfil pragmático, moderado, progresista e integrador de sus titulares, y el carácter “rompedor”, por el mensaje de igualdad social, que irradian sus biografías. En especial, la de la senadora Harris, que en caso de ganar las elecciones se convertiría en la primera mujer en asumir la vicepresidencia del país y la primera mujer “negra” que logra compartir una candidatura presidencial, todo lo contrario del sectarismo, radicalidad, machismo, mediocridad y excentricidad que rezuma la papeleta republicana.

Se trata de un contraste ideológico, biográfico y de talante entre ambas candidaturas que siempre ha caracterizado a las elecciones norteamericanas, desde que se fundaran, en 1824, el Partido Demócrata, y en 1854, el Republicano. No obstante, existen otros diversos factores que inciden en la decisión de los ciudadanos a la hora de depositar su voto en la urna, así como condicionantes históricos y culturales que explican que el mérito y la capacidad no basten para resultar elegido presidente del país más poderoso de la Tierra. Ello es también lo que explica, en un somero repaso de los mandatos, que hayan sido elegidos doce presidentes republicanos por ocho demócratas, produciéndose diferencias tan notables como las que existen entre Jimmy Carter y Ronald Reagan, Bill Clinton y ambos presidentes Bush (padre e hijo), y Barack Obama y Donald Trump. En la actualidad, se repite idéntica disparidad ideológica, moral y de talante entre ambas candidaturas, al enfrentar al republicano Trump con los demócratas Biden y Harris. Un abismo en decencia, sensibilidad, capacidad, dignidad, educación y confianza.

Diferencias que, evidentemente, se trasladan a las políticas, tanto interna como externa, de una nación que encabeza y orienta la gobernanza mundial y el orden internacional. Frente a un Trump que actúa como elefante en una cacharrería, trastocando a su antojo los equilibrios y acuerdos de un mundo multilateral, Biden y Harris representan el concierto y la legalidad internacional, basados en la reciprocidad, la ecuanimidad y el respeto entre las naciones, sin importar su tamaño y peso. Y en el plano interno, frente al racismo supremacista del protestantismo blanco, el abandono a su suerte de los desprotegidos y la criminalización de la inmigración que abandera el todavía presidente Trump, los candidatos demócratas suponen la igualdad social, los derechos civiles, la lucha contra la segregación racial (¡todavía!) y el respeto y apoyo a las minorías étnicas y culturales que conforman la sociedad norteamericana.

Por tanto, son las mujeres, las minorías sociales, los parados, los desahuciados, los que no disponen de seguros médicos, los hijos nacidos en EE UU de inmigrantes, la pluralidad y diversidad sexual y cultural e, incluso, muchos votantes republicanos, descontentos con los modos, las mentiras y las pulsiones viscerales del actual mandatario, los que confían que el “ticket” de los demócratas consiga desalojar a Donald Trump de la Casa Blanca e impedir que siga otros cuatro años practicando una política que divide al país, ahuyenta a sus aliados, desconcierta al mundo, deslegitima la legalidad internacional, declara guerras comerciales y perjudica de un modo u otro a propios y extraños, buscando sólo el beneficio de sus particulares negocios y amistades. El billete demócrata representa la esperanza ética frente a la inmoralidad y arbitrariedad de Donald Trump, a pesar de que ello no sea suficiente para ganar unas elecciones en EE UU. Porque, del mismo modo que la injerencia rusa, con o sin su consentimiento, posibilitó el triunfo de Trump sobre Hillary Clinton, ahora puede ser el no reconocimiento del triunfo demócrata y la impugnación de los resultados, esgrimiendo “fraude” en el voto por correo, lo que puede contribuir a que el tramposo Donald Trump continúe como presidente de Estados Unidos de América. Una auténtica desgracia.  

viernes, 14 de agosto de 2020

Música para volar

Uno de los sellos discográficos más mimados y exquisitos de mi fonoteca es Windham Hill Records, al que pertenecen artistas tan desconocidos como virtuosos, como  William Ackerman, Mark Isham, Michael Hedges y mi idolatrado George Winston, entre otros pocos. Son músicos heterodoxos y sublimes -guitarritas y pianistas, sobre todo-, capaces de disponerte a filosofar sobre la inverosimilitud del universo y la insignificancia del ser, es decir, cuando nos entregamos a divagar en las musarañas en días tan anodinos, como hoy o cualquier otro, en que olvidamos las preocupaciones y nos entregamos a la nada.

Precisamente, para no extraviarnos en la infinitud de nuestras pendencias, el guitarrista Micheal Hedge nos recuerda esos límites aéreos en su álbum Aerial Boundaries, con el que nos deja hechizados con su capacidad para arrancar tantos sonidos a su guitarra hasta conseguir melodías extrañas, pero inquietantemente hermosas. Una música evocadora para momentos de plácida contemplación de uno mismo y sus circunstancias, que hace las delicias a los melómanos de la música no comercial. Búsquenlo y disfrútenlo. ¿Tiene algo mejor que hacer?


martes, 11 de agosto de 2020

Mis libros

Cuando me refiero a la lectura uso el posesivo para subrayar el valor que confiero a los libros: son míos, los hago míos porque lo que cuentan, enseñan o describen pasa a formar parte de mi experiencia vital, de mis conocimientos y hasta de mis expectativas y sueños. Son tan míos como la ropa que visto, las gafas que uso y los alimentos que consumo: todo ello me permite vivir y desarrollarme como persona. Pero más importante que el ropero o la despensa es mi biblioteca, puesto que aquellos guardan cosas perecederas y sustituibles, pero esta conserva un tesoro que no hace más que crecer y enriquecerse; es decir, me enriquece y amplia mi visión del mundo, de la realidad y de mí mismo. Por eso, los libros que poseo son míos, en sus páginas está el rastro de mi vida, de mis preocupaciones y de mis deseos. Las frases subrayadas y los apuntes en los márgenes descubren lo que fui, lo que quería ser, lo que perseguía, mis inquietudes y lo que, en definitiva, soy.

Los títulos delatan mis gustos y ambiciones, pero también mis afanes por huir de un presente que me limita o condiciona, de escapar de mí mismo, trascender los límites de lo que soy. Me permiten ser otro, compartir otras vidas y disfrutar de experiencias ajenas. Los libros constituyen vivencias y emociones, a veces frustraciones, que alimentan nuestro espíritu y conforman la materia de nuestros pensamientos, lo que brota de nuestro interior, de nuestra existencia. No concibo la vida sin los libros y la lectura, puesto que me ayudan a expandir el alma y poseer múltiples perspectivas de la realidad, del mundo y de la vida, superar las fronteras de nuestra propia experiencia física e intelectual. Por todo ello, los libros que adquiero, los libros que leo siempre los considero míos, me pertenecen y forman parte de mí, como mis ideas, mi formación, mi cultura y mis sentimientos. Sin libros mi identidad se licuaría, mis ojos se empañarían y mi vida se constreñiría a la mera subsistencia, indiferente de todo conocimiento no instrumental. No existe objeto más preciado para mí que el libro, puesto que es la base de la cultura, la ciencia y la espiritualidad que nos hace humanos, elevándonos sobre la animalidad de la que surgimos. Todos mis libros son, por tanto, míos, pues a través de mis ojos han llegado a mi alma. Y no me desprendería de ellos por nada del mundo. Constituirán mi más preciado legado y la memoria más fidedigna de lo que fui: un amante de los libros y un lector empedernido que, incluso, intentó escribir.    

domingo, 9 de agosto de 2020

La República será inevitable

Tarde lo que tarde, la república será, inevitablemente, la forma jurídica del Estado español. Y lo será porque el hartazgo con los abusos, rapiña y arbitrariedades cometidos por quien porta la corona y su entorno familiar está provocando que el repudio a ese arcaísmo, que instaura reinos en vez de naciones democráticas, se extienda a gran parte de la población. Y, además, porque, a pesar de la antigüedad histórica de tal régimen en España, basado en un linaje que atribuye derechos más mitológicos y feudales que racionales y que hunde sus raíces en tradiciones obsoletas, privilegios inaceptables y servidumbres indignas, la monarquía no deja de ser una forma anquilosada de representar al Estado mediante herencia familiar. Se mire como se mire, ese privilegio genético de un apellido, por muy dinástico que sea, es incomprensible, incoherente e incompatible con una sociedad moderna y democrática, como es en la actualidad la española. Las tensiones que genera un régimen así, dadas las demandas de igualdad de una ciudadanía adulta, plural y democrática frente a un modelo de Estado misógino (ley sálica), impuesto (nunca ha sido elegido directamente) y, por su naturaleza, poco igualitario (derechos de primogenitura), son las que están condenando a la monarquía a su desaparición en nuestro país. Como dice el profesor Pérez Royo, se trata de “una anormalidad en un Estado plenamente democrático”.

Por eso está destinada a desaparecer tarde o temprano. Pero el cuestionamiento de la monarquía no es de ahora, cuando el rey emérito, Juan Carlos I, ha huido al destierro a causa de los escándalos económicos y sentimentales que arrastra su persona. El desprestigio y rechazo que engendra la corona no es siquiera debido a una campaña emprendida por sus adversarios, sino a causa de los errores, caprichos y desmanes cometidos por quienes encarnan la institución y se cubren de oropeles aristocráticos. Es por ello que, a pesar de los esfuerzos por camuflar sus iniquidades, ocultar sus vergüenzas y exigir una fidelidad ciega a sus súbditos (a quienes se les niega toda crítica), la imagen de la monarquía española es, mal que nos pese, no sólo inquietante, sino abiertamente aborrecible. Tal desmitificación viene de antiguo (si me apuran, desde que Franco decidió por su cuenta), pero la puntilla se la ha dado el propio monarca emérito, el ciudadano Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias, más conocido como el “campechano” Juan Carlos I, padre del actual rey Felipe VI. 

Es indiscutible que la larga trayectoria histórica de la monarquía española es discontinua y abrupta, llena de traiciones, abdicaciones, infertilidades, huidas y destronamientos, de lo que son ejemplos, por acotar un período, desde Carlos V hasta Alfonso XIII. Es lo que caracteriza su “singularidad” dinástica, expuesta a arbitrariedades en el “orden” sucesorio. Pero, sobre todo, por ser ajena, en todos los casos, a la voluntad directa de la ciudadanía, a la que se le hurta su derecho a legitimarla democráticamente. En eso consiste, precisamente, el “pecado” capital de la monarquía como forma de gobierno: su alergia al refrendo democrático y, en consecuencia, su interés por “justificarse” vía hereditaria. Nada más arcaico en una sociedad moderna.

Pero las herencias vienen, en muchas ocasiones, envenenadas. No es lo mismo heredar un bien (inmueble, por ejemplo) que una hipoteca. Don Juan Carlos pudo haber transmitido un legado extraordinario a su hijo Felipe VI, si no fuera porque se vio obligado a abdicar, en 2014, debido a los múltiples escándalos de los que ha sido protagonista y que han ido erosionando la imagen pública de su persona, como rey, y de la monarquía como institución. Incapaz de ajustarse a las demandas de transparencia y ejemplaridad que él mismo exigía a una institución que representa la jefatura del Estado, como al principio de su mandato parecía seguir, ha acabado autoexiliándose del país para no perjudicar aún más el reinado de su hijo Felipe con la mancha de la corrupción y la deshonra que desacreditan al rey emérito. Tanto es así que ese contexto palaciego, generado por el comportamiento indigno del rey prófugo, explica claramente la osadía de un yerno en querer también enriquecerse por vías espurias, aunque finalmente condenado por no estar protegido con la inviolabilidad del rey. Aprendió en esa casa la desvergüenza, inmoralidad y avaricia de los todopoderosos caprichosos.

No obstante, es de humanos errar y pecar. Lo que no es racional es mantener instituciones de gobierno ligadas exclusivamente a un linaje insustituible, independientemente del comportamiento de su titular. Ello estaría justificado en épocas pretéritas de construcción nacional y cuando los reyes obedecían a la voluntad divina. Pero en tiempos democráticos, en los que el poder procede de la voluntad popular, es una “anormalidad” tratar de encajar la monarquía a la soberanía del pueblo. Son términos contradictorios.

Por otra parte, es posible que el prestigio de la república en nuestro país, después de dos intentos por instaurarla, no sea todo lo elogiable que se esperaba. Más por los obstáculos que opuso el “caciquismo” económico, religioso, ideológico y social de sus adversarios que por sus propios errores, las intentonas republicanas siempre fueron truncadas, incluso de forma violenta, a pesar de los avances modernizadores que supusieron muchas de sus iniciativas. Con todo, ningún presidente republicano fue acusado de corrupción y avaricia. Y aunque así lo hubiera sido, podía ser investigado, juzgado y condenado como cualquier ciudadano que delinque, al no gozar de privilegios que blinden su impunidad. Un jefe de Estado republicano es un ciudadano más, un rey se asimila a un dios intocable e inviolable, y como tal acaba comportándose, pues su cargo es vitalicio y pertenece a su familia, no depende del pueblo. Esa es la gran diferencia entre un régimen y otro. Y es, justamente, el debate que ha propiciado el rey emérito con su espantada por sus probables problemas con la justicia. Él mismo le ha dado la puntilla a la monarquía, contagiándole su propio desprestigio. De una crisis reputacional a otra de legitimidad sólo dista un paso: el que da la opinión pública al mudar de criterio, perder la confianza y dudar de la honorabilidad de los gobernantes.

Si Adolfo Suárez no quiso someter a referéndum la monarquía, confiado como estaba en que perdería la votación y por eso la incluyó como “dos por uno” en el referéndum constitucional, en la actualidad el debate también haría peligrar a la institución monárquica. Por eso huye quien ayudó que la democracia se asentara en nuestro país, aunque acabara dilapidado su prestigio personal e institucional a causa de su avaricia y vida licenciosa. Juan Carlos I no pudo evitar que, finalmente, se le cayera la máscara de honorabilidad y honradez con la que se parapetaba y dejara al descubierto la desnudez moral de un rey impresentable. Por todo ello, la república será inevitable. Sólo es cuestión de pensarlo un poco. Y de tiempo.  

jueves, 6 de agosto de 2020

75 años de una ignominia

Se cumple hoy el 75º aniversario de la primera y única vez que se ha utilizado un arma nuclear durante una guerra. Tal día como hoy del año 1945, el bombardero norteamericano Enola Gay dejaba caer una bomba atómica, que se acababa de inventar semanas antes, sobre la población civil de Hiroshima, matando al instante más de 70.000 personas y otras 100.000, posteriormente, a causa de la radiactividad. Tres días más tarde, otra ciudad japonesa, Nagasaki, recibiría el mismo castigo, dejando un balance menor de víctimas, pero significativo en comparación con su población: 40.000 muertos por la explosión y otros tantos como consecuencia de la radiación. Nadie hasta la fecha ha pedido perdón por las víctimas civiles de una atrocidad que no estaba justificada. La devastación sufrida por las dos ciudades determinó la rendición de Japón y el final de la Segunda Guerra Mundial. ¿Fue necesario el sacrificio de tanta gente inocente? La lógica de cualquier guerra se aparta de cualquier razonamiento racional, si se permite la redundancia, en el que imperan valores morales y éticos que no se tienen en cuenta para conseguir la victoria.

Porque si no se arrojaron las bombas sobre complejos militares e instalaciones gubernamentales implicadas en el conflicto, la única finalidad que se deduce de dicha decisión es que se usó la bomba atómica para demostrar la superioridad armamentística norteamérica y ocasionar un shock en el enemigo de tal magnitud que lo abocara a la rendición incondicional, como en efecto sucedió. Japón, que sólo mantenía una fuerte resistencia en el combate por tierra, se rindió el 15 de agosto, después de que la entonces URSS atacara las tropas niponas estacionadas en Manchuria (China), infligiéndole grandes pérdidas y, lo que fue peor, desbaratando las intenciones de Japón de conseguir una posible mediación soviética, con quienes no estaban en guerra, para una paz negociada con EE UU.

Los hongos nucleares que se elevaron sobre las dos ciudades no permitieron otra paz que la incondicional ni otra vía para alcanzarla más que la militar, aunque los “daños colaterales” provocados entre la población civil fueran inmensos y descomunalmente crueles y despiadados. Ojalá este capítulo ignominioso de la última Guerra Mundial sirva para extraer lecciones acerca de que no todo está permitido en ninguna guerra, instando a la reflexión en el 75º aniversario de aquella locura humana, precisamente en un momento, como el actual, en que existen demasiadas tentaciones bélicas por todo el planeta y ciertos mandatarios que presumen de poseer armas aún más destructivas. Y cuando Japón todavía no se ha adherido al Tratado de No Proliferación nuclear y EE UU abandona acuerdos que limitan el número de misiles en quienes están dispuestos a amenazar con ellos. 


domingo, 2 de agosto de 2020

Disquisiciones julianas

En julio nos atrevimos a tomar unas cortas vacaciones con el inevitable temor sobre lo que nos depararía tanto la ida como la vuelta, en medio de esta anormalidad calificada de “nueva”. Aquellos recelos estaban justificados. Porque nada fue como estaba previsto ni en el destino y el en origen, puesto que los cambios acontecidos a causa de la pandemia de la covid-19 han sido de tal naturaleza que han alterado, no sólo las rutinas individuales de las personas, que han debido hacer de tripas corazón detrás de las mascarillas, sino también en las colectivas, mediadas estas por la política, la economía o la cultura.

Pero en vez de sumarnos al coro de lamentaciones y exigencias de auxilio público, dadas las penurias que nos han golpeado, como cada día verbalizan los autónomos, los hoteleros, los hosteleros, los empresarios, los trabajadores, los estudiantes, los deportistas, los artistas y cuantos colectivos han visto mermadas sus expectativas lucrativas, ya sea por el parón de la actividad, la disminución de beneficios o el desempleo con o sin ERTE, vamos a destacar lo que ha acontecido durante el pasado mes de julio, que no pudo acabar con peores signos de alarma y desasosiego.

Por un lado, los rebrotes de una pandemia contenida, que no derrotada, se han multiplicado por todos aquellos lugares donde la aglomeración confiada de personas y el hacinamiento que padecen los recolectores agrícolas, tanto en Huelva como en Lérida, favorecieron el contagio y el surgimiento de nuevos brotes de la enfermedad.  La irresponsabilidad de algunos, creyéndose invulnerables para entregarse a celebraciones con cualquier pretexto, supone el peligro más importante para la expansión de una epidemia que sólo puede frenarse, de momento, con medidas de distanciamiento social e higiene (geles) y protección (mascarillas) personal, hasta tanto no se descubra una vacuna o terapia eficaz. Además, el hacinamiento forzoso (temporeros) o voluntario (cualquier tipo de concentración o actos, sean religiosos, lúdicos o familiares) es otra fuente de propagación comunitaria, por parte de portadores asintomáticos, de esta enfermedad.

Una enfermedad de la que también se ha sabido que se trasmite de humanos a animales, y no sólo como creíamos -del murciélago al hombre-. De hecho, en Aragón fueron sacrificados más de 92.000 visones porque el 80 por ciento de los ejemplares estaba infectado por el coronavirus, y otro millón tuvo que eliminarse en Países Bajos por el mismo motivo. Se demuestra así que, a pesar de todo lo que se va conociendo de este patógeno, todavía resta mucho más para comprender cómo surgió, cómo evoluciona, por qué vía se transmite y cómo combatirlo eficazmente hasta su total erradicación. La prudencia, por tanto, es la única arma posible frente a un virus aun latente entre nosotros, aunque no siempre, ni en casa ni en vacaciones, la hayamos asumido con el rigor que demanda nuestra indefensión y vulnerabilidad. Y julio ha sido exponente de ello con su alarmante proliferación de brotes.

También es verdad que no todos somos iguales en capacidad de protección, ni siquiera de ser prudentes, frente a esta moderna amenaza. Por diversos condicionantes. Uno de ellos ensombreció aún más al mes de Julio cuando se conoció el dato sobre la pobreza severa que existe en España, y que alcanza al 30 por ciento de las personas que tienen trabajo y al 37 por ciento de las que disponen de estudios medios o altos. La educación, como refleja ese dato, no parece ser suficiente como “elevador social”, ni tampoco para escapar de las garras de la pobreza. No sirve de garantía para librarse de las condiciones de origen o de heredar la pobreza de los padres. A veces, incluso, te condena a vivir en peores condiciones que ellos. Sin embargo, a pesar de su gravedad y magnitud, este drama social está envuelto en un silencio espeso en nuestro país, del que sólo puntualmente emerge algún dato que pasa desapercibido en la realidad.

Y la realidad es que más de la cuarta parte de la población española (26,10 %) vive en riesgo de pobreza y exclusión social.  Y que, incluso con formación y trabajo, es la elevada desigualdad de rentas el factor que más predispone a la pobreza a las familias. Porque no basta con estudiar y tener trabajo para huir de ella. Hacen falta políticas de corrijan las desigualdades de todo tipo que aún subsisten en nuestra sociedad, tanto de género como económicas, educativas y culturales. Ante tal panorama, al que la pandemia añadirá cerca de otro millón más de pobres (trabajadores precarios, mujeres e migrantes, sobre todo), algunos todavía cuestionan iniciativas, como la del Salario Mínimo Vital, que palían, pero no solucionan, la lacra de la pobreza que está adherida a nuestro modo de convivencia, impidiendo a demasiados de nuestros compatriotas adquirir una vivienda, llegar a final de mes o acceder a prestaciones sociales, como denunció en su informe para la ONU el relator de ese organismo, Philip Alston, recientemente. 

Julio, por tanto, ha sido un mes nefasto para cualquiera que se haya quedado en casa o se haya ido de vacaciones. Y esa negatividad se ha acentuado, encima, con la noticia de la muerte de Juan Marsé, un referente de la literatura española y un icono del estoicismo en los tiempos asfixiantes del franquismo, cuya miseria moral y social reflejó en sus obras como contrapunto a la búsqueda de libertad que aquel régimen negaba a todos. Como precisa muy bien Antonio López Hidalgo, Juan Marsé “se vengó con sus novelas de una vida miserable que nadie, entonces, merecía”. Ni entonces, por la dictadura, ni ahora, por la pandemia y una pobreza que sacuden nuestras líquidas certidumbres y confortables rutinas.

Pero no todo lo sucedido en julio ha sido negro. También hubo zonas grises para la esperanza. Europa proporcionó algo positivo en favor de la solidaridad ante los efectos de la pandemia en todo el continente, reforzando con ello el proyecto político que representa la Unón Europea (UE). Y es que, finalmente, en julio se aprobó el Plan de Ayuda contra la pandemia (750.000 millones de euros) y el Presupuesto de la UE, dotado con 1,074 billones de euros, para el próximo septenio (2021-2027), tras arduas negociaciones y cesiones mutuas entre países “frugales” y “despilfarradores”, es decir, entre ricos y pobres. Todos ellos han cedido para lograr el acuerdo, firmado por los 27 países de la UE, después de cuatro días y sus noches de duros debates y agrios enfrentamientos.

El citado Plan de Ayuda supone un fondo de 750.000 millones de euros, de los que 399.000 millones serán destinados a subsidios a fondo perdido y, el resto, para préstamos. Con ese reparto se logra un equilibrio que satisface a los bandos enfrentados. Contempla, eso sí, una especie de “freno”, pero no de veto, por parte del Consejo Europeo en caso de mal uso del dinero transferido a los estados destinatarios del grueso de tales ayudas, como Italia, España, Portugal y Francia, los más severamente azotados por la pandemia y la crisis económica derivada de ella. Pero lo más importante de dicho acuerdo es que ese Plan se financiará, por primera vez en la historia de la UE, mediante la emisión de deuda conjunta en los mercados financieros, respaldada por el presupuesto comunitario. Se trata de un paso más, histórico, para llegar a una mutualización de la deuda de los países miembros que evite la disparidad fiscal que beneficia a unos y perjudica a otros dentro de un espacio común. Es decir, un paso para completar una verdadera unión financiera que acompañe a la unión política, económica y comercial que constituye la UE.

Pero hay más. Esta ayuda europea coincide en el tiempo con el Pacto por la Recuperación suscrito por la mayoría de partidos presentes en el Congreso de los Diputados, con la finalidad de potenciar aquellos sectores de nuestro país que deberán robustecerse para poder hacer frente a futuros retos de magnitud como el de la pandemia. En especial, el de la sanidad, sector tan castigado por las políticas de austeridad implementadas durante la pasada crisis económica de 2008. Pero, con él, también aquellos otros servicios esenciales que han estado a punto de colapsarse durante esta pandemia del coronavirus e igualmente “adelgazados” de recursos materiales y humanos.

A ese Pacto por la Recuperación se añade, además, la decisión del Gobierno de “repartir” recursos económicos suplementarios a las Comunidades Autónomas con los que financiar los sobrecostes que ha supuesto afrontar la crisis sanitario-económica de la covid-19. Esta cesión de ayudas está todavía en discusión, pero en su conjunto -la europea, la estatal y la autonómica- conforman tres vías de socorro que deberían permitir a nuestro país remontar la actual situación de crisis social (sanitaria) y económica (recesión y desempleo) que nos ha dejado un simple virus pandémico. Pero me asalta una duda: ¿sabremos aprovecharlas?