Se cumple hoy el 75º aniversario de la primera y única vez
que se ha utilizado un arma nuclear durante una guerra. Tal día como hoy del
año 1945, el bombardero norteamericano Enola Gay dejaba caer una bomba
atómica, que se acababa de inventar semanas antes, sobre la población civil de
Hiroshima, matando al instante más de 70.000 personas y otras 100.000, posteriormente,
a causa de la radiactividad. Tres días más tarde, otra ciudad japonesa,
Nagasaki, recibiría el mismo castigo, dejando un balance menor de víctimas,
pero significativo en comparación con su población: 40.000 muertos por la
explosión y otros tantos como consecuencia de la radiación. Nadie hasta la
fecha ha pedido perdón por las víctimas civiles de una atrocidad que no
estaba justificada. La devastación sufrida por las dos ciudades determinó la
rendición de Japón y el final de la Segunda Guerra Mundial. ¿Fue necesario el
sacrificio de tanta gente inocente? La lógica de cualquier guerra se aparta de
cualquier razonamiento racional, si se permite la redundancia, en el que
imperan valores morales y éticos que no se tienen en cuenta para conseguir la
victoria.
Porque si no se arrojaron las bombas sobre complejos
militares e instalaciones gubernamentales implicadas en el conflicto, la única finalidad
que se deduce de dicha decisión es que se usó la bomba atómica para demostrar
la superioridad armamentística norteamérica y ocasionar un shock en el enemigo
de tal magnitud que lo abocara a la rendición incondicional, como en efecto
sucedió. Japón, que sólo mantenía una fuerte resistencia en el combate por
tierra, se rindió el 15 de agosto, después de que la entonces URSS atacara las
tropas niponas estacionadas en Manchuria (China), infligiéndole grandes
pérdidas y, lo que fue peor, desbaratando las intenciones de Japón de conseguir
una posible mediación soviética, con quienes no estaban en guerra, para una paz
negociada con EE UU.
Los hongos nucleares que se elevaron sobre las dos ciudades
no permitieron otra paz que la incondicional ni otra vía para alcanzarla más
que la militar, aunque los “daños colaterales” provocados entre la población civil
fueran inmensos y descomunalmente crueles y despiadados. Ojalá este capítulo ignominioso
de la última Guerra Mundial sirva para extraer lecciones acerca de que no todo
está permitido en ninguna guerra, instando a la reflexión en el 75º aniversario
de aquella locura humana, precisamente en un momento, como el actual, en que existen
demasiadas tentaciones bélicas por todo el planeta y ciertos mandatarios que
presumen de poseer armas aún más destructivas. Y cuando Japón todavía no se ha adherido al Tratado de No Proliferación nuclear y EE UU abandona acuerdos que limitan el número de misiles en quienes están dispuestos a amenazar con ellos.
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