viernes, 30 de marzo de 2018

Santa y profana


En la semana más relevante del cristianismo, la que conmemora la pasión y muerte de un Dios judío al que gustan recordar crucificado en una cruz, tanto que toda la iconografía religiosa es prolija en representar su martirio antes que su supuesta resurrección de entre los muertos, la semana en que las calles son tomadas por devotos y encapuchados que acompañan a pesados tronos que transportan, a hombros de costaleros bajo las trabajaderas, esculturas de cristos y vírgenes en todo su dolor, en esta semana sublime del catolicismo más tradicional yo me dedico a lo profano, ajeno voluntariamente del fervor que inunda de incienso el aire de la ciudad y de aglomeraciones los recorridos de las procesiones. La creencia religiosa siempre me ha resultado extraña a la racionalidad y sospechosa de paliar temores e ignorancias que angustian la existencia consciente del ser humano. Por eso, en esta semana grande y sagrada de exhibicionismo religioso popular, tan contrario a la vivencia íntima de un sentimiento de trascendencia, me recluyo en lo profano que permite un tiempo vacacional añadido al calendario, con sus viajes y turismo de ocio, o las lecturas placenteras, ensimismadas en el silencio de un rincón apartado del ruido de tambores, trompetas y gentío. Es mi santa semana profana, en versión de Miles Davis.

miércoles, 28 de marzo de 2018

Dylan y otras añoranzas

 
Está de gira por España, en estas fechas, Bob Dylan, un icono de la música del siglo XX y flamante Premio Nobel de Literatura por la calidad, intensidad y lirismo de las letras de sus canciones. Nadie se mantiene más de cincuenta años en la brecha si no aporta en su trabajo un plus de excelencia artística que lo distingue del resto. Este mito viviente de la música moderna de Estados Unidos se ha trabajado como un artesano su prestigio, no por el timbre y sonoridad de su voz nasal, sino por lo que canta y cómo lo canta, representando, así, a toda una época y unas generaciones de gente que de otra manera se hubieran quedado sin trovador.

Sin embargo, yo nunca fui un seguidor fiel ni entusiasta de Bob Dylan, tal vez porque la música folk, el blues o el rock monótono que interpretaba no acababan de convencerme y porque no me enteraba de lo que decía al no saber inglés. Yo pertenecía a esa masa amorfa de fans que se sentía hechizada por piezas sueltas, como las populares Blowin´in the wind, Like rolling stone, Knockin´on Heaven´s door y, naturalmente, Hurricane. Reconozco, por tanto, mi pedestre cultura musical, lo que no me impide apreciar a los grandes genios de la música amplificada, como es Dylan, un mito que ha editado 38 discos a lo largo de su carrera y ahí sigue dando guerra con una edad en la que otros ya hubieran tirado el micrófono.

Pero me pasa con Robert Allen Zimmeman, verdadero nombre de Dylan, como con Juan Manuel Serrat, por ejemplo, y tantos otros: son artistas que me causan una gran admiración y a los que prácticamente idolatro porque forman parte de mi bagaje musical y sentimental. Pero deploro que se resistan a jubilarse e insistan en subirse a un escenario cuando ya sus facultades están mermadas y la genialidad consumida. Volverlos a escuchar en directo estimula la nostalgia pero también la pena, porque la limpieza de su voz resulta impura e incapaz de alcanzar aquellos tonos de antaño. No aportan nada nuevo y se limitan a repetir un repertorio que atrae a sus incondicionales nostálgicos. Yo he llorado en un concierto de Serrat porque me hacía sentir el tiempo pasado por él y por mí, retrotrayéndonos a ambos hacia una lejana juventud, ya irrecuperable.

Por eso, con el recuerdo de lo que fueron y lo que significaron para una época y unas generaciones, prefiero recurrir a los viejos vinilos o los nuevos soportes musicales cuando deseo deleitarme con su arte y volver a sentir las emociones que me provocaron en vez de ir a escuchar una versión añeja de sí mismos, por muy buena banda que los acompañe. Lo siento.


lunes, 26 de marzo de 2018

Semana de pasión independentista

Los autores protagonistas de la rebelión independentista catalana están viviendo una auténtica semana de pasión al soportar en sus carnes todo el peso de la ley. Una semana que comenzó el pasado Viernes de Dolores, cuando el juez del Tribunal Supremo, Pablo Llarena, acordó prisión incondicional para Jordi Turull, candidato, en plan C, a la Presidencia de la Generalitat de Cataluña (el plan A era Puigdemont y el B, Jordi Sánchez), Carmen Forcadell, expresidenta del Parlament, y los exconsellers Raúl Romeva, Josep Rull y Dolors Bassa. Sólo faltó Marta Rovira, que también estaba citada a esa “vistilla” de medidas cautelares ante el juez, pero prefirió huir a Suiza antes que correr la suerte de sus compañeros independentistas, a los que dejó en la estacada, perjudicando su situación (demostró que el riesgo de fuga es patente). Con estos, ya son nueve los independentistas encarcelados, todos ellos miembros de la cúpula de dirigentes que violentaron la legalidad, utilizaron las instituciones autonómicas de manera espuria, agitaron las calles y dividieron dramáticamente a la ciudadanía catalana con intención expresa de proclamar una república independiente en Cataluña, el romántico sueño nacionalista estrellado contra la realidad.

Aunque todos ellos eran conscientes a lo que se enfrentaban al impulsar un pulso al Estado de Derecho y optar por la franca desobediencia a la Constitución y el Estatuto catalán, delitos calificados como muy graves en el Código Penal, la verdad es que, desde el punto de vista empático y político (tienen familia y son representantes de un porcentaje elevado, aunque no mayoritario, de la sociedad catalana que les votó), la contundencia de la respuesta judicial parece extremadamente dura. Tal vez es lo que merezcan por la tozudez de su desafío a la legalidad de este país, su insistencia en violentar leyes y normas para alcanzar sus objetivos separatistas y por empeñar sus trayectorias políticas y el prestigio y la estabilidad de Cataluña a la obsesión independentista a cualquier precio.

Pero viéndolos despedirse de sus familiares antes de entrar en el Tribunal Supremo con caras de aflicción, mirándolos como dice Fernando Aramburu que le enseñó Albert Camus, amando al hombre por encima de la idea y amando la cara del hombre por encima del hombre, no deja uno de compadecerlos. Además, esa sensación de obstrucción que innecesariamente se transmite hacia una aspiración política legítima que echa a las calles a cientos de miles de seguidores, unido al citado componente empático, quizá hubiera aconsejado medidas igualmente rigurosas pero menos drásticas de forma cautelar, como podrían ser fianzas elevadas y la inhabilitación política, mientras se rubrica la sentencia definitiva. Claro que también se echan en falta en todo este asunto medidas políticas mucho más contundentes, con sus reuniones, diálogos, acuerdos y pactos, tendentes a buscar una salida a un conflicto político de enorme envergadura que viene de antiguo, y al que, me temo, sólo con actuaciones judiciales no se solventará jamás.

En cualquier caso, y sea como fuere, ya está toda la cúpula del llamado procés viviendo su semana de pasión bien en la cárcel, bien en libertad bajo fianza o libres provisionalmente sin fianza, o, incluso, como prófugos de la justicia española en diversos países de Europa, donde creen estar a salvo. De los 25 procesados por el Tribunal Supremo, hay siete fugados que salieron por patas en cuanto sintieron en la nuca el aliento de la Justicia, empezando por quien sigue insistiendo en ser considerado el presidente “legítimo” de Cataluña, Carles Puigdemont, que buscó refugio en Bélgica junto a Toni Comín, Lluís Puig i Gordi y Meritxell Serret, exconsejeros de su Govern. Otros que también prefirieron la condición de prófugos de la Justicia fueron Clara Ponsati, que recaló en Escocia, y Anna Gabriel y Marta Rovira, juntas pero no revueltas en Suiza. Los últimos encarcelados por el juez Llarena comparten ya barrotes con sus compañeros Oriol Junqueras, exvicepresidente de la Generalitat, Joaquim Forn, exconsejero de Interior, y los líderes de las organizaciones ultranacionalistas ANC y Ómnium Cultural, Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, respectivamente, todos ellos a recaudo, desde noviembre pasado, entre rejas. Otros nueve disfrutan de libertad provisional con o sin fianza. Y todos conocen ya los motivos de su procesamiento, los delitos de los que se les acusa y las pruebas periciales en las que se basa el juez para considerar sus delitos como muy graves, tanto como para que la mitad de los encausados esté en la cárcel.

Se confirma, así, que el peso de la Justicia, de aplicación lenta pero inexorable, acaba alcanzando a quienes optan por ignorar las leyes y creen gozar de impunidad para escapar de su influjo, amparados en su condición de electos y aprovechando, como dice el juez en su auto, las facultades políticas de gobierno de la Generalitat. Por ello, acusa de rebelión a los cabecillas que dirigían la Generalitat al pretender, mediante un meticuloso plan secesionista, que el Estado de Derecho se rindiera a su determinación por conseguir la creación de una hipotética república catalana. Otros dirigentes, gracias al selectivo bisturí judicial, no están procesados, entre ellos Artur Mas, el predecesor de Puigdemont en la presidencia del Govern, y Marta Pascual y Neus Lloveras, exparlamentarias catalanas.

El calvario de Puigdemont
Pero a quien le ha llegado la hora de sufrir un particular calvario es, precisamente, al expresidente Puigdemont, el primer fugado a Bélgica, país que no concede extradiciones por este tipo de delitos y en el que, durante casi cinco meses, podía sentirse seguro para intentar “internacionalizar” el conflicto, dando ruedas de prensa e impartiendo charlas casi a diario. En un supuesto exceso de confianza, cometió un fallo: se desplazó a Finlandia para participar en uno de sus habituales coloquios propagandísticos, circunstancia que aprovechó el juez para activar las órdenes de detención y entrega internacional. De forma presurosa, fue apresado en Alemania tras cruzar la frontera de Dinamarca en su intento de llegar a Bélgica por carretera procedente de Finlandia. Cabe la posibilidad de que el hecho fuera provocado adrede por el propio Puigdemont (podía haber regresado en avión en vez de por carretera) para meter presión a las autoridades españolas en esta semana de pasión para el independentismo catalán, incapaz desde el elecciones de diciembre de ponerse de acuerdo para nombrar un candidato que resulte elegido, conforme a la ley, presidente de la Generalitat de Cataluña.

Por lo que sea, ha caído el máximo responsable de lo que es considerado un golpe de estado, por su voluntad de subvertir la legalidad vigente por la fuerza de los hechos consumados y la violencia, aunque esta última sólo se haya ejercido de forma incipiente con manifestaciones callejeras, cortes de carreteras y cerco a las instituciones del Estado en Cataluña. Es por ello que para Carles Puigdemont, quien ha intentado mantener viva la resistencia y asumir como símbolo la lucha por la independencia, será todo un calvario reconocer que ha sido derrotado, que el procés que lideró ha sido descabezado y que la necesidad de recuperar los resortes del poder en Cataluña para ponerlos a disposición de la “causa” soberanista será ahora mucho más difícil de conseguir. Y lo que es más doloroso, que su destino, como el de los demás delincuentes de esta aventura, será aquel del que renegó cuando salió huyendo un 30 de octubre a Bélgica tras proclamar de manera unilateral la independencia de Cataluña para enseguida dejarla en suspenso, y desde donde no tuvo empacho en reconocer que, entre ser presidiario y presidente, prefería ser presidente. Ahora le toca el calvario de ser presidario.

La historia, es evidente, no ha acabado y surgirán nuevos y numerosos capítulos con los que se intentarán nuevos giros a la trama. Pero el final es previsible: sólo desde el acatamiento a la legalidad y el respeto a la Constitución se podrá recuperar la normalidad en el Gobierno catalán. De lo contrario, queda Artículo 155 para rato y convocatoria de nuevas elecciones. Y vuelta a empezar.

sábado, 24 de marzo de 2018

Enésimo baile de hora


Ya es manía inveterada: esta noche, durante la madrugada del sábado al domingo, se deberá cambiar la hora, adelantando una hora el reloj. Y como consecuencia también inveterada, mañana estaremos algo confusos hasta que nuestros relojes internos se adapten a levantarse otra vez de noche para ir al trabajo y cenar con el Sol aún pululando por el horizonte. Y siempre las inveteradas explicaciones de las autoridades sobre la pertinencia de ajustar el tiempo solar a las necesidades de la economía, no a las de los seres humanos, para conseguir un supuesto ahorro energético nunca cuantificado con rigor, es decir, no demostrado. No serán tan evidentes esas ventajas cuando la medida no es seguida por la totalidad de los países europeos, ni en el resto del mundo. Lo único cierto es que nos vuelven a confundir y alterar los relojes biológicos con estos cambios horarios todos los años. ¿Alguna vez llegaremos a un acuerdo para establecer definitivamente nuestro huso horario, sin vernos sometidos a tantos vaivenes con el reloj? Decídanse, por favor.

viernes, 23 de marzo de 2018

A veces veo vivos


Con los años aprendes a distinguir los vivos de los muertos. Tendemos a pensar que los muertos permanecen enterrados o incinerados en los cementerios, totalmente apartados del mundo de los vivos y sin más relación que el recuerdo de sus allegados y amigos. Y que los vivos son los únicos seres que disfrutan de la existencia y de un futuro cargado de posibilidades y expectativas. El porvenir de los muertos es la nada eternamente. Sin embargo, yo descubro más muertos que vivos entre las personas que deambulan por la calle y entre las que se relacionan conmigo. Vivos muertos que carecen de esperanza en el mañana y de agallas para afrontar el presente, incapaces de revelarse ante las adversidades, y sin portar un alma que los anime a combatir la sumisión y la opresión que los atenaza. Vivos muertos de mirada apagada y huidiza que soportan o se acomodan a vivir sin dignidad y sin esperanzas. Gente muerta en vida cuya quietud e inacción los asemeja a los que habitan los camposantos. Pero a veces, entre los muertos de la calle, veo vivos, entes extraños y vitalistas que luchan por un destino que no sea la tumba ni el silencio, y que no se conforman con una realidad que los condena a transitar por la vida como zombis. Vivos que se descubren por el fulgor de una mirada inquieta pero clara ante los desafíos que les presenta la vida, disconformes con las ataduras que enclaustran el alma. Me he acostumbrado a distinguirlos y seguirlos entre los muertos. Por ello, a veces, veo vivos de los que aprendo a no morir prematuramente en vida.

martes, 20 de marzo de 2018

Cadena perpetua


En España no ha existido la cadena perpetua desde 1928, aunque sí la pena de muerte durante la época ignominiosa de la dictadura franquista, que se fusilaba y se aplicaba el garrote vil a los vencidos de la Guerra Civil, sin garantías procesales. Afortunadamente, esos tiempos han pasado y, gracias a la restauración de la Democracia y del Estado de Derecho, el castigo de cárcel no persigue la venganza sino la rehabilitación, reeducación y reinserción social del penado, como establece una Constitución que excluyó la pena de muerte y la cadena perpetua de nuestro ordenamiento legal. Con todo, las penas de prisión en España son de especial dureza y duración. El máximo castigo por delitos de extrema gravedad, como son el asesinato y el homicidio, es de cuarenta años de prisión, no acumulables a otras condenas que el reo pudiera recibir. Es lo que explica que terroristas hallados culpables de matar en un atentado a diez personas inocentes, lo que sumaría condenas de hasta cuatrocientos años de cárcel por diez delitos de asesinato, en realidad sólo cumplen 40 años de reclusión entre rejas, tiempo al que habría que restar las posibles reducciones por buena conducta y otros beneficios que el condenado pudiera merecer antes de tener derecho al acceso del tercer grado penitenciario. Pero entre 20 y 25 años de cumplimiento efectivo de condena no se lo quita nadie, justamente el tiempo en que está prescrita la revisión de una condena de prisión permanente.

Sin embargo, no parece suficiente que un criminal pase 25, 35 ó 40 años en la cárcel para resarcir a la sociedad del daño que le haya podido ocasionar. Existe un sector de la población, identificado con la mentalidad conservadora, que es favorable a que el sistema penal español contemple la cadena perpetua para delitos de suma gravedad, aun cuando no haya motivos jurídicos ni sociales que lo justifique. A pesar de ello, el Gobierno del Partido Popular introdujo en 2015, cuando gozaba de mayoría, la prisión permanente revisable (PPR) en el Código Penal y, tras tres años en que sólo se ha aplicado en un caso, ahora pretende ampliarla a nuevos supuestos que responden, más que a criterios jurídicos, a la demanda mediática y emocional de los colectivos de víctimas y a la proclividad de ese sector de su electorado. Es innegable que, tras producirse los casos del secuestro y asesinato de la joven gallega Diana Quer y del niño andaluz Gabriel, la sensibilidad social está alterada y conmovida, proclive por tanto a la máxima dureza en el castigo de los culpables. Dos millones de firmas se han recogido, en un contexto de especial sensibilidad, para que se mantenga la cadena perpetua en nuestro Código Penal, precisamente cuando las formaciones nacionalistas y de izquierdas del arco parlamentario han rechazado con sus votos la propuesta de ampliarla a nuevos supuestos, como pretendía el Gobierno, e, incluso, han iniciado el procedimiento para derogar la ley en su totalidad.

También es verdad que ha causado bochorno la discusión parlamentaria en torno a esta cuestión por la asquerosa manipulación del dolor de las víctimas, presentes en las tribunas del público del hemiciclo, a la que recurrieron para refrendar sus alegatos tanto los defensores de la ley como sus detractores. Una utilización de argumentos emocionales inapropiada en quienes tendrían que ofrecer criterios basados en una serena reflexión jurídica sobre la idoneidad de una medida tan extrema y su compatibilidad con la Constitución y los derechos reconocidos de los ciudadanos, además de explicitar las razones objetivas que aconsejan, desde el punto de vista legal, la reintroducción de la cadena perpetua en el Código Penal. Nada de eso se produjo en el Congreso de los Diputados, entregados sus señorías al mitin electoralista más grosero ante sus respectivas clientelas.

En cualquier caso, nos hallamos ante un falso debate promovido por el partido en el Gobierno con intenciones espurias. Ni existe un problema de seguridad causado por unos alarmantes índices de criminalidad en la sociedad española ni se dictan sentencias laxas a delincuentes condenados por casos de homicidios, asesinatos, terrorismo o cualquier otro delito considerado grave. Antes al contrario, la tasa española de homicidios es de las más bajas de Europa, muy por debajo de la de Francia y a años luz de la de Estados Unidos, lo que convierte a nuestro país de los más seguros del continente.

Y las condenas con que se castigan estos delitos, hasta un máximo de cuarenta años de reclusión, podrá parecer cualquier cosa menos blanda, puesto que obliga a un cumplimiento de condena de al menos 20 ó 25 años entre rejas, lo que equipara a nuestro sistema penal, en cuanto a severidad, al de otros países de Europa con cadena perpetua, en los que se revisan las condenas al cabo de los 14 años en el Reino Unido y de los 20 en Francia. Hay que tener en cuenta, además, que una consecuencia inevitable de esta severidad penal es la saturación de las cárceles españolas, que alojan a una población penitenciaria que en muchos casos excede del máximo previsto para cada centro y que permanece en reclusión durante mucho más tiempo que la de otros países de nuestro entorno. Ello acarrea un problema de seguridad en las prisiones y de financiación de esta política penitenciaria que exige más cárceles, más mantenimiento y más personal.
 
No se percibe, por tanto, cuáles podrían ser realmente los motivos para restablecer la cadena perpetua en España e, incluso, intentar proceder a la ampliación de los supuestos en los que podría aplicarse, más allá de los enumerados en la justificación de esta condena, como son los asesinatos especialmente graves, el homicidio del Jefe del Estado o de su heredero, el de jefes de Estado extranjeros, el genocidio o los crímenes de lesa humanidad. La PPR no corrige ninguna laguna de nuestro ordenamiento penal ni endurece significativamente las penas, salvo que se considere necesario dejar sin expectativas ni esperanzas a un número ínfimo de reclusos, cuya rehabilitación y reinserción social deja de ser el objetivo fundamental del castigo que se le inflige en nombre de la Justicia. 
 
Pero es que, a mayor abundamiento, la prisión permanente revisable no sólo resulta redundante de las condenas que ya se dictan en España, sino que será tan ineficaz como la pena de muerte de EE.UU. a la hora de prevenir o persuadir al delincuente de la comisión de esos delitos graves y execrables que tanto nos repugnan y acongojan. Desgraciadamente, los castigos no disuaden a los criminales que están dispuestos a delinquir, por muy duros que estos sean. Y los que se aplican en España ya son lo suficientemente severos como para que muchos de ellos se lo pensaran dos veces, y ni así lo hacen. Aparte de las medidas punitivas, la actuación sobre las causas y circunstancias que favorecen la criminalidad y la delincuencia parece más aconsejable que el mero endurecimiento del castigo, si de verdad lo que se persigue es reducir unos índices de criminalidad que, por otra parte, no representan el mayor problema de seguridad al que se enfrenta nuestro país. Existen problemas mucho mayores que están ahora arrinconados por esta discusión de salón, cuando no tabernaria, y a los que debería prestar mayor énfasis el Gobierno.

viernes, 16 de marzo de 2018

Una de espías

Fue el patriotismo lo que le llevó a ser agente de inteligencia al servicio de su país, pero también fue el patriotismo lo que le hizo huir de él para buscar refugio en otro al que había recalado como espía. Pasó de héroe a traidor a los ojos de sus jefes, sin darle oportunidad de conocer sus explicaciones o motivos. De la noche a la mañana renunció a su nacionalidad y se acogió a la condición de refugiado político que le brindó una nación que también transmutó, en su percepción, de enemiga a amiga. Al menos tuvo esa suerte, a cambio de facilitar la información que había transmitido a su país y demostrar que, en realidad, no había revelado grandes secretos que pusieran en peligro la seguridad nacional de sus anfitriones. Son los gobiernos los que convierten en  promesa de futuro o una cárcel a la patria, y fueron gobiernos de su país y sus fluctuantes prioridades los que lo obligaron a ser un villano por el mero hecho de no traicionar sus principios, tan patrióticos como los de cualquier ciudadano y, desde luego, mucho más que los de unos dirigentes que actuaban en beneficio propio en vez de los del país. Hasta que se hartó. Se negó a trabajar para una oligarquía que se enriquecía en nombre de la patria mientras él consumía su vida lejos de su tierra, de su familia y de su identidad real. No se lo perdonaron nunca. Cuando más confiado estaba, lo envenenaron junto a su hija con gas nervioso durante un paseo por una ciudad anodina de su país de acogida. No fue la primera pero tampoco la última persona, espía, empresario, activista o periodista, que paga con su vida todo acto considerado traición por los gobernantes de su país natal. Jamás se pudo probar la autoría del crimen, pero el modus operandi era siempre igual. En nombre de la patria.

miércoles, 14 de marzo de 2018

Ha muerto el padre del Big Bang

 
Esta madrugada ha muerto Stephen Hawking, el físico británico más conocido de los últimos tiempos y autor de la teoría del Big Bang, aquella explicación acerca de la creación del Universo a partir de una explosión inicial que lo hace expandirse para luego enfriarse y contraerse hasta volver a explotar, de manera indefinida.

Hawking era un cerebro privilegiado encarcelado en un cuerpo paralizado y atrofiado por una enfermedad neuronal (la esclerosis lateral amiotrófica), lo que no impidió que pudiera pensar y siguiera investigando y divulgando sus geniales teorías físicas que asombraban al mundo.

Tenía 76 años, muchos más de los que le pronosticaron que sobreviviría a causa de su enfermedad, demostrando una fuerza de voluntad extraordinaria con la que supo superar las limitaciones de un cuerpo que sólo le permitía mover los músculos de los ojos, suficientes para controlar con la vista un aparato que reproducía su voz y le permitía comunicarse y hasta dar conferencias.

Stephen Hawking era una mente brillante y un didáctico divulgador de ciencia que, gracias a libros como Breve historia del tiempo y El universo en una cáscara de nuez se convirtió en el científico más famoso y leído de la actualidad, a la altura de Albert Einstein, Isaac Newton, Nicolás Copérnico, Johannes Kepler o Galileo Galilei, autores del canon de la cultura universal en el campo de la Física y la Astronomía.

Ha muerto el padre del Big Bang. Descanse en paz.

martes, 13 de marzo de 2018

Populismos y otras demagogias


Las viejas democracias occidentales, tanto en Europa como en Norteamérica, están sucumbiendo a los cantos de sirena de los populismos y los ultranacionalismos más viscerales, basados en propuestas simples para resolver los problemas complejos a los que se enfrentan, en estas primeras décadas del siglo veintiuno, las sociedades más avanzadas, ricas y presuntamente tolerantes del mundo. Una crisis económica de efectos desestabilizadores para el sistema financiero, que dejó a los Estados sin recursos para proveer servicios públicos esenciales (sanidad, educación, pensiones, ayudas al desempleo y la dependencia, etc.), junto al incremento explosivo del fenómeno migratorio en aluvión y a la desesperada desde regiones castigadas por la pobreza y las guerras hacia los países prósperos, desarrollados y seguros del entorno (De África y Cercano Oriente hacia Europa y de Sudamérica hacia EE UU, fundamentalmente), han bastado para desencadenar un miedo irracional en la población a la globalización del comercio y la economía y a los inmigrantes y refugiados, hasta el extremo de considerarlos fuente o causa de todos los problemas que agobian a las otrora abiertas y tranquilas democracias.

Los partidos tradicionales del denostado bipartidismo, que propugnaban un modelo de sociedad conservadora o progresista, de acuerdo a la ideología de sus postulados (liberales o socialdemócratas, principalmente), son vistos ahora por los ciudadanos como obsoletos instrumentos incapaces de responder a las necesidades del presente y, por ende, ineficaces para afrontar los problemas que preocupan a la mayor parte de la sociedad, como son esa globalización que externaliza el trabajo hacia países de mano de obra barata y esos inmigrantes que suponen un peligro para nuestra forma de vida y que, encima, arrebatan los pocos empleos a los que recurrir cuando no hay otra cosa. Por lo que parece, a la gente ya no le interesa ni la ideología ni valores con los que aspirar a  transformar la realidad, sino soluciones drásticas a problemas concretos, justamente lo que los populismos y los grupos de extrema derecha ofrecen desde la transversalidad de sus recetarios, ofertas que superan la caduca división entre izquierdas y derechas para establecerla entre ellos y nosotros, los de arriba y los de abajo, las élites y el pueblo. Todo mucho más comprensible y fácil.

Las amenazas –reales o imaginarias- y las dificultades que nos acechan constituyen el caldo de cultivo en el que proliferan estos  profetas demagógicos del paraíso terrenal -nacional y exclusivamente nuestro, por supuesto-, con sólo evitar el contagio de un mundialismo patógeno. Son adalides del retorno a la pureza de la tribu, la raza, y se nombran, sin que nadie los elija, en representantes del pueblo verdadero, de aquel “volk” fundacional del que procede la gente corriente que está harta de élites y de un “establishment” que los engaña y empobrece. De ahí que el aislacionismo, el proteccionismo comercial, la antiglobalización y la xenofobia o intolerancia cultural o religiosa emerjan enseguida en los discursos del populismo de izquierdas y del ultra nacionalismo de derechas. Son discursos sumamente seductores por la simplicidad tajante de sus argumentos y diagnósticos, con los que centran las culpas de todos nuestros males en el terrorismo, la inmigración, la globalización y, por supuesto, en la irresponsable debilidad de unos gobernantes “profesionales”, maniatados por intereses clientelares o la corrupción, para actuar y defender al “pueblo” con firmeza.
 
De este modo, logran ganarse la confianza de un número cada vez más creciente de votantes desengañados y crédulos en muchas de las democracias de Occidente, hasta el punto de convertirse en fuerzas determinantes a la hora de acceder o influir en los gobiernos de muchas de ellas. Representan un peligro para el orden global, la paz y las relaciones internacionales, y una amenaza cierta a la cohesión de Europa. Son una versión maquillada del fascismo y el anarquismo comunal anticapitalista, disfrazados ahora de demócratas asamblearios, que pugnan por imponer su ideario sectario y excluyente. Viejos lobos con pieles de cordero que reaparecen con Trump en Estados Unidos, con los euroescépticos impulsores del Brexit en el Reino Unido y con los supremacistas nacionalistas en Alemania, Polonia, Francia, Austria, Hungría, Holanda, Finlandia, Noruega e Italia, por citar ejemplos recientes. Todos ellos se asemejan en lo fundamental y no dudan en compartir apoyos y doctrina, como se encargó de visualizar ostensiblemente Steve Bannon, el ideólogo racista de Donald Trump, en el Congreso refundacional del FN, ahora como Reagrupamiento Nacional, de Marine Le Pen, en Francia. Y se caracterizan por ser hábiles pescadores en los ríos revueltos de la cotidianeidad de sus naciones, incitando las emociones en vez de la racionalidad crítica, en un mundo y un tiempo que les es propicio, en el que predomina el pensamiento “light” y la sociedad “líquida”, como se cansó de advertir Bauman.

Por ello, mientras más problemas nos aflijan, más oportunistas del populismo y otras demagogias aparecerán para prometernos alivio con sus proclamas. Mientras tengamos problemas complejos, propio de sociedades plurales y tiempos convulsos, brotarán populistas y demagogos que ofrecerán respuestas simples pero contundentes para resolverlos de un plumazo. Ante fenómenos como la migración y los refugiados, causados por las desigualdades y las injusticias, surgirán populistas y ultranacionalistas que propugnarán la recuperación de las esencias tribales, la defensa de la identidad amenazada y la expulsión del foráneo, previamente convertido en delincuente, terrorista o ladrón de nuestros trabajos. Mientras persista el paro y la precariedad laboral, habrá populistas que prometerán el pleno empleo y salarios dignos. Mientras la pobreza y las desigualdades no sean erradicadas, habrá quien se presente a combatirlas con rentas universales y recursos ilimitados para ampliar derechos y prestaciones, sin atender a sus causas. Mientras nos invada la frustración y el desánimo con nuestros semejantes, nuestras instituciones y nuestras democracias, habrá predicadores de la felicidad y el bienestar social dispuestos a derribar todo lo construido en dotarnos de un Estado de Derecho y un sistema político democrático, no tan perfectos como serían de desear, pero preferibles a cualquier entelequia visionaria. Y ello es así porque, mientras conservemos nuestra democracia, existirá el peligro de los que la utilizan para manipular a los ingenuos con promesas falsas y discursos demagógicos.   

Tan graves como las injusticias, las desigualdades, la pobreza, la precariedad laboral y salarial, los inmigrantes y refugiados, las dificultades económicas y las tensiones territoriales, son los populismos, los demagogos, los charlatanes y los radicales de izquierda o derecha que proliferan junto a los problemas y los utilizan para inocular ideas racistas y ultranacionalistas en sociedades que antes eran tolerantes, pacíficas y solidarias. Agitando los fantasmas del miedo existencial ante el terrorismo, el miedo identitario o racial ante la inmigración y el miedo económico o laboral ante la globalización y las crisis, los populismos y otros demagogos nos incitan al racismo, la xenofobia, al supremacismo nacional, al egoísmo y la intolerancia como armas de defensa de nosotros frente a ellos, del pueblo frente a la casta, los de abajo frente a los de arriba. Y lo peor es que lo están consiguiendo, nos están convenciendo de que pongamos puertas al campo y vallas al mar que nos blinden del mundo y nos aíslen de sus peligros, como si viviéramos solos y no dependiéramos de todos. Nos hacen creer que el mal anida siempre en los otros, en los demás. Nunca en nosotros. Por eso el mensaje de los populistas y otros demagogos es tan del agrado de nuestros oídos, tan eficaz para emocionarnos, pero tan cuestionado por la razón y la verdad.

viernes, 9 de marzo de 2018

¡Llueve!


Tras la atemorizante alarma de impopulares medidas si la “sequía” que padecíamos se prolongase, existe cierta prudencia en declarar la situación superada con la lluvia que está cayendo en toda España desde hace cerca de dos semanas. Lluvias persistentes que, sin ser torrenciales, están regando toda la geografía, aumentando el cauce de los ríos y elevando el nivel del agua embalsada en los pantanos, algunos de los cuales han tenido que aliviar su contenido para poder recibir la proveniente de torrenteras y el deshielo de las zonas nevadas, sin verse desbordados. No se quieren tirar las campanas al vuelo, pero agua hay, hay en volumen suficiente para no preocuparnos en un par de años por su escasez. Al menos, agua para el consumo humano, la que representa la menor proporción del gasto total pero la que carga con el gravamen de mayor cuantía, siendo objeto de campañas atemorizantes de ahorro en cuanto un otoño transcurre escaso de precipitaciones. Hay cierta manipulación con esto del agua, incluso cuando llueve.

Los pronósticos del tiempo -un eufemismo que encubre la incapacidad de pronosticar nada- siguen vaticinando precipitaciones hasta bien entrada la próxima semana, pero ningún responsable gubernamental se presta a anunciar el fin de la sequía. No se quieren pillar los dedos, no vaya ser que la mala gestión del agua y los constantes aumentos de su demanda, en agricultura e industria, principalmente, disparen su consumo y empiecen agotar las reservas. Siempre he pensado que la meteorología peca de soberbia, máxime en los últimos tiempos con esa proliferación de datos, cifras y mapas, porque nunca ha sido capaz de “pronosticar” una borrasca donde antes no la había. Se limita a observar fotografías de satélites y medir presiones para anunciar, con poca antelación, lo que viene de camino. Y con la misma soberbia, los responsables de la política del agua, en vez de prevenir y administrar la existencia de un recurso de obtención tan aleatoria (a ver si llueve), se limitan a atemorizar a la población cuando falta esa lluvia, imponer recargos por causa de la sequía y seguir concediendo licencias para regadíos, urbanizaciones, hoteles, industrias y comercios sin garantizar previamente el abastecimiento pertinente. Luego, nos quejamos y sacamos a las vírgenes en procesión haciendo rogativas para seguir con el negocio y llenar las piscinas.

Pero llover, llueve y con insistencia, como si la divinidad se hubiera compadecido de nuestras miserias, avaricias y falsedades, y para no escuchar más nuestras lamentaciones, dijera: “¡Ea, ahí tenéis agua por un tubo!”. Afortunadamente.

jueves, 8 de marzo de 2018

Día y huelga de la Mujer

Hoy se celebra el Día Internacional de la Mujer, sin el adjetivo de “trabajadora”, por innecesario y redundante, ya que trabajadoras son todas y siempre, sean remuneradas o no. Sin embargo, este año la conmemoración reviste un cariz más reivindicativo que de costumbre debido a que la desigualdad de género, la discriminación laboral y salarial y los abusos sexuales y violencias machistas que soportan a diario son más cuestionados y rechazados que nunca, lo que genera una mayor concienciación social, a la que contribuye la iniciativa del “Metoo”, promovida por actrices de Hollywood que se han atrevido a denunciar abiertamente las violaciones y acosos que han sufrido por parte de la mentalidad machista que impregna el mundo del celuloide.

Y es que hay hartazgo en la mujer por las injusticias y las discriminaciones que todavía tienen que aguantar por el mero hecho de ser mujer. Por eso, este año el lema que preside el Día de la Mujer es: “Ahora es el momento” de transformar la vida de las mujeres. Porque es ahora cuando esa sensibilidad es mayor en el conjunto de la sociedad y más presión se puede ejercer para promover cambios reales, no sólo formales, a favor de la igualdad efectiva de la mujer en todos los ámbitos, desde el laboral al doméstico. Causa bochorno admitir que la mujer tenga todavía que reclamar su papel en la sociedad, sin verse condicionada por estereotipos y prejuicios que apuntalan una estructura masculina del poder. Y que deba exigir su derecho, incluso apelando a la huelga, a la igualdad real entre hombres y mujeres, reconocido en la Constitución, pero que constantemente se pisotea con esas brechas salariales, los techos de cristal, los obstáculos para la maternidad y la crianza, esos guetos laborales todavía vetados a su presencia, los hábitos culturales, sociales y hasta religiosos que consagran su subordinación al hombre, y las mil y una ofensas explícitas o implícitas que cotidianamente atentan contra su dignidad personal e igualdad legal. Discriminaciones que atentan y limitan su libertad.

Existen motivos sobrados, por tanto, para que el Día de la Mujer concite este año una movilización especial: la convocatoria de una huelga femenina. Se trata de demostrar, para los obtusos que aun se niegan admitirlo, que sin las mujeres el mundo se detendría, no funcionaría. Con una huelga de mujeres en el ámbito laboral, en el de los cuidados, en el estudiantil y en el del consumo, se paralizaría el planeta y dejaría de manifiesto la importancia de esa mitad de la población de sexo femenino a la que se tiende a menospreciar e infravalorar, cuando no humillar y asesinar. Con la ausencia de la mujer en el trabajo, negándose a consumir por un día los productos fabricados exclusivamente para ella (como los de higiene femenina, cosméticos, etc.) gravados con una tasa extra que los encarece, no yendo a clases ni como profesoras ni como alumnas y no cuidando a familiares y otras personas, el mundo se percataría de la necesidad imprescindible de la mujer en la actividad humana y en el desarrollo y bienestar social.
 
A pesar de todo lo conseguido en la lucha por la igualdad de la mujer, queda por erradicar la persistencia de las barreras que aun impiden su total liberación de la opresión de género y de los condicionantes de una sociedad patriarcal y machista que la condena a la subordinación al hombre y a la servidumbre en su relación con él. Todavía hay muchos Weinstein que se creen con derecho a “usar” a las mujeres como objetos para satisfacer sus más bestiales instintos, exigiéndoles un peaje de humillación carnal si quieren prosperar en sus carreras y profesiones. Existen Weinstein emboscados en las oficinas, los supermercados, las instituciones públicas o privadas, en las fábricas, las iglesias, en el ámbito doméstico y en todos los sectores de la sociedad que se resisten a considerar a la mujer un ser con plenos derechos y en pie de igualdad con el hombre. Contra ellos y esa mentalidad anacrónica es contra lo que luchan hoy y cada día las mujeres, con el apoyo de más del 80 por ciento de los españoles que consideran que existen motivos suficientes para una huelga. Y hoy, día 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, es la mejor ocasión para movilizarse por sus derechos. Lienzo de Babel se adhiere a sus justas exigencias de igualdad y libertad.

martes, 6 de marzo de 2018

Igualdad salarial

Tras el esfuerzo exigido en la vigilancia y el control de Cataluña, a fin de evitar sin conseguirlo la celebración del referéndum ilegal de octubre pasado e investigar los posibles delitos cometidos contra la legalidad vigente por parte de la Generalitat, diputados soberanistas del Parlament y otros colaboradores civiles concernidos para declarar unilateralmente la independencia en aquella Comunidad, el Gobierno parece ahora dispuesto a atender los requerimientos de la Policía Nacional y la Guardia Civil de equiparar sus salarios, claramente inferiores, a los de los Mossos d´Esquadra, la policía catalana. No se trata, aunque lo parezca, de corresponder así al tremendo sacrificio y la eficiencia profesional demostrada por esos Cuerpos de Seguridad del Estado, alojados en Cataluña en condiciones lamentables y bajo una presión social que ni el Gobierno ni las autoridades al mando supieron o pudieron prever y contrarrestar. Parece obvio que, haciendo el mismo trabajo, cualquier profesional cobre igual salario, sin que el territorio, la lengua vehicular o el sexo supongan causas de discriminación salarial reseñables. Pero lo que parece razonable, después de cerca de medio siglo de democracia y del Estado de las Autonomías, no lo es, puesto que existen grandes diferencias retributivas en estos profesionales en función de la Administración de la que dependen (estatal, autonómica o local). Lo cierto es que esas exigencias de igualdad salarial siguen sin ser atendidas, salvo promesas de futuro que retrasan indefinidamente una solución, confiándola a una mejora de la economía.

Pero lo que puede ser -y es- una reclamación justa por parte de los distintos cuerpos policiales existentes en el país, podría complicarse sobremanera si la misma demanda de igualdad salarial se extiende también a otros colectivos profesionales que sufren idéntica discriminación, motivada por el lugar donde ejercen su cometido y la administración que los emplea. De hecho, ya algunos estamentos del Ejército español, a través de la asociación militar ATME, han expresado públicamente la reivindicación de unas remuneraciones justas para los miembros de las Fuerzas Armadas. Aducen que no se puede consentir que un agente raso cobre unos 500 euros más que un oficial del Ejército. Y tienen razón. Porque si se atiende a unos, se deberá atender también a otros. ¿O acaso los policías son más importantes que los militares? ¿La seguridad en las calles es más relevante que la defensa del país? ¿La dedicación y los riesgos de unos son mayores que los de otros? ¿Cuáles son los criterios con los que se establecen estas diferencias salariales claramente discriminatorias?

Lo malo del asunto es que, además de los militares y los policías, otros colectivos puedan exigir también la igualdad en sus retribuciones y la supresión de los agravios comparativos que se producen, no por motivos profesionales, sino por el lugar de nacimiento o de desempeño del trabajo. Son muchos los que están aguardando turno en la ventanilla de reclamaciones del Gobierno para exigir, de una vez por todas, la eliminación de unas brechas salariales que dividen a los profesionales no por su valía, sino por depender, afortunada o desgraciadamente, del ente público que los contrata. Tanta es la diferencia, que unos se sienten privilegiados frente a compañeros maltratados que ejercen el mismo trabajo en otras comunidades. Y si tan obvio y razonable es atender estas exigencias de policías y militares, también lo será en las que formulen cuantos se sienten discriminados en sus nóminas por trabajar en Andalucía, Extremadura o Castilla La Mancha, por ejemplo, en relación a sus compañeros de Cataluña, País Vasco o Navarra.

Por eso y ante la actitud selectiva del Gobierno, los profesionales de tales colectivos se hacen algunas preguntas: ¿Será que los uniformados son más necesarios que los médicos, los enfermeros, los maestros o los bomberos, por citar algunos empleos públicos ? ¿Un sanitario andaluz es peor profesional que uno vasco o catalán? ¿El nivel de exigencias, preparación y habilidades no son los mismos para cualquiera de ellos, sin importar el lugar donde los desarrollen?

Es evidente que la vía que abre el Gobierno, si es que la abre, recibirá una avalancha de reclamaciones contra las brechas salariales que sufren muchos colectivos profesionales en España desde que se descentralizó la Administración y se configuró el Estado de las Autonomías. Con la transferencia de competencias en muchas materias a todas ellas, algunas comunidades han querido “premiar” remunerativamente a los componentes de determinados colectivos en comparación con sus compañeros de otras latitudes del país. Tanto es así que el verdadero hecho diferencial que les distingue, más que cualquier otro, es el económico, pero no sobre la base de un esfuerzo mayor y una superior capacidad profesional, sino por el hecho accidental del territorio donde se ejerce y la administración que abona los emolumentos.

Si los policías logran la equiparación salarial a nivel nacional y los militares consiguen que se escuchen sus reivindicaciones en el mismo sentido, no habrá excusa para negar idéntico trato a cualquier colectivo profesional que demande una medida semejante. Ni la supuesta autonomía de cada comunidad para administrar su territorio ni las diferencias identitarias que se aluden para establecer diferencias con las demás, justificarían la permanencia de esa discriminación salarial existente entre profesionales de un lugar respecto a los de otro. Ni siquiera la elitista diferenciación de región rica o pobre. El cupo vasco, los fueros navarros y las “peculiaridades” catalanas se nutren de la caja común que aportamos todos los contribuyentes del país, sin distinción, por lo que la retribución de los profesionales de estos colectivos no debería servir para establecer discriminaciones y distingos. La igualdad salarial es una exigencia de justicia y equidad tanto para policía y militares como para bomberos, médicos o cualquier colectivo que soporte agravios salariales. De todas maneras, está por ver, no si el Gobierno atiende todas las reclamaciones con el mismo interés, sino si las atiende siquiera.

sábado, 3 de marzo de 2018

Sólo cinco meses


Hace cinco meses que tuvimos que volver para extasiar la vista hasta la línea infinita del horizonte, escuchar las olas golpear la fina arena de las playas, jugando eternamente con las conchas, y saludar a amigos y conocidos con los que compartimos un verano inolvidable. Acabábamos de pasar la temporada veraniega cuando ya sentíamos deseos de volver a pasear entre aquellos pinares y sentarnos en las terrazas donde disfrutábamos de un tiempo apacible, de cara al mar.

Hoy contemplamos con incredulidad, al cabo de sólo cinco meses, que la furia de un temporal podía alterar aquella placidez y arrasar una costa ahora desierta y triste. Un mar desatado podía alcanzar el paseo donde transcurrían nuestras horas más felices y amenazar unas instalaciones en las que nos entregábamos a nuestras rutinas. La fuerza incontenible de una tormenta bastaba para destrozar la materia de nuestros sueños y dejar en evidencia la suma fragilidad de nuestras aspiraciones.

Ahora, a escasos cinco meses de otra temporada, confiamos en la voluntad del hombre para no dejarse arrebatar los frutos de su esfuerzo por vivir y rehacer sin demora aquel escondido rincón edénico en el que podíamos experimentar algo semejante a la felicidad. Porque si Isla Cristina no sucumbió al terremoto de Lisboa, que a punto estuvo de hundirla en el océano, una simple tormenta no podrá mancillar tanta belleza y encanto natural, ni impedir la determinación de sus gentes. En sólo cinco meses estaremos en condiciones de admirar ambas cosas, sentados en El Pepín, frente al mar y con la vista perdida en la línea infinita del horizonte.

jueves, 1 de marzo de 2018

On line


Las tecnologías que tanto nos apasionan imponen sus condiciones, dictan sus normas y nos obligan a su antojo si queremos participar de su dictadura inalámbrica. Nos han hecho cambiar de costumbres y necesidades sin que rechistásemos un ápice. Así, cuando antes llamábamos a alguien por necesidad de comunicar algo en concreto, ahora nos han empujado a estar permanentemente “on line”, es decir, conectados, so pena de ser considerados asociales o raros. Un mensaje o una llamada han de ser atendidos de inmediato, de tal manera que, cuánto más instantánea sea la respuesta, mayor habilidad demuestras en el uso de las nuevas tecnologías. No se exige motivo para entablar alguna comunicación, sino que se está constantemente comunicado, la mayor parte del tiempo para rebotar enlaces, emoticonos, memes o cualquier otra banalidad que se le haya ocurrido a alguien, no a uno.

Tanta es la exigencia de conectividad que ya hay más teléfonos móviles que habitantes en el país, de lo que se deduce que, por cada persona que todavía no disponga de un chisme telefónico portátil, una cantidad semejante acumulará al menos dos de estos aparatos. Y todos ellos conectados a Internet, no para hablar, sino para “bajar” sandeces que en nada ayudan a la existencia, pero devengan pingües beneficios a las operadoras, las cuales siempre andan ofreciéndonos más capacidad y mayor velocidad para acceder a música, fotos, películas, juegos y aplicaciones varias que en absoluto enriquecen comunicación alguna. Tanta exigencia de “estar en línea” me abruma. Por eso, cuando se me recrimina no estar “on line”, suelo responder que yo me comunico con quien quiero, cuando quiero y me parece necesario. Y que prefiero ser yo quien maneje la técnica a ser manejado por ella. Soy así de analógico. Vamos, un neandertal de las nuevas tecnologías. A mucha honra.