Febrero es el mes del amor, en el que se celebra el Día de
los Enamorados, esa zarandaja comercial con que se estimula un negocio muy
lucrativo en floristerías, tiendas de lencería, música, cosméticos, joyerías,
agencias de viajes, restaurantes y cuantos establecimientos se dedican a mercadear
con ese “detalle” romántico con el que pretendemos simbolizar un sentimiento
que no necesita más demostración que el afecto, el respeto y la sinceridad hacia
la persona amada. Comienza, pues, el mes que festeja San Valentín, dios venerado
por los amantes, incluidos aquellos que, aparte de necesitar demostrar con un
objeto lo que sienten, creen que a quien aman es de su propiedad, como ese mismo
obsequio con el que quieren hacer patente su sensiblería infantil y hasta su afectividad
patológica.
El romántico San Valentín oculta una cara perversa que se
manifiesta en esas personas que no dudan en tratar con violencia y hasta en asesinar
a sus parejas o exparejas cuando estas deciden dejar de ser una pertenencia
más, sometida a humillaciones, de quienes decían amarlas, para asumir su
identidad como mujeres, con voluntad propia, derechos y dignidad. Cuando,
hartas de afrentas físicas y verbales, optan por no ser meros objetos y escapar
del capricho de un varón que las domina para ser dueñas de sí mismas y asir las
riendas de su existencia. No son pocas las que soportan esta situación. Ya, en
este segundo y más breve mes del año, que tanta ternura despierta a través de
una publicidad empalagosa, se elevan a diez las mujeres muertas, asesinadas a
manos de una violencia machista que hace del hogar un infierno para la
convivencia familiar y un peligro para cualquier mujer considerada una posesión
por su novio, marido o pareja.
Pero si esta festividad sensiblera está dirigida,
particularmente, a los jóvenes que comienzan a experimentar en su piel las
dulzuras del amor, haciéndoles caer en las redes comerciales de un negocio que
no tiene nada de romántico, resulta repugnante que sean precisamente unos chavales,
casi recién salidos de la niñez, quienes sucumban víctimas de esa violencia de
género que confunde amor con propiedad privada o posesión personal y no con una relación sentimental entre adultos e iguales. Es una desgraciada fatalidad que,
a punto de celebrarse este falaz San Valentín, una chica de 17 años sea asesinada
y decapitada por su novio de 19 en la localidad catalana de Reus, y que en
plena lozanía de su juventud pase a engrosar la infame lista de mujeres muertas
por violencia machista. Una lacra asesina que afecta a personas de toda
condición, sin importar edad, situación económica, creencia religiosa, raza o
nivel cultural, pero que tiene como diana exclusiva a las mujeres.
Los jóvenes muertos en Reus (él acabó tirándose por el
balcón) no encarnan una versión moderna de Romeo y Julieta, sino que
representan el drama insoportable que sufren las mujeres por ser mujeres y relacionarse
con hombres que aseguran amarlas mientras consientan ser sumidas y estar oprimidas bajo su voluntad, cual objetos de su propiedad. Esos chicos no encarnaban el amor,
sino que fueron el resultado de una enfermedad letal que corroe nuestra
sociedad y que se manifiesta con esa violencia doméstica que ejerce el hombre
contra la mujer. Representan el rostro perverso de un San Valentín feminicida.
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