viernes, 31 de julio de 2020

Retorno enmascarado

Justo al comienzo de las vacaciones se impuso la obligatoriedad de usar mascarillas en todo lugar, abierto o cerrado, con el fin de combatir la proliferación de rebrotes de la convid-19 que, aunque aislados y controlados, han surgido por todos los rincones del país, con especial incidencia en Cataluña y Aragón. Es por ello que, durante el período vacacional y a la vuelta del mismo, hemos “disfrutado” de esta nueva “normalidad” como ladrones de viejas películas: con el rostro enmascarado. Sólo nos faltaba el sombrero, las pistolas y el caballo.

Nos habíamos ido llenos de incertidumbre y regresamos con la misma sensación de temerosa fragilidad que se refugia tras un paño en la cara. No hay duda de que este año anormal, con un verano extraño y paranoico, necesitado de turistas pero receloso de ellos, será recordado siempre por los deudos y las máscaras con que nos ha estigmatizado. Nunca olvidaremos este tiempo en que, junto al móvil y las llaves, tenemos ineludiblemente que coger unas mascarillas para salir a la calle… o pasear en la playa. Y de tal guisa hemos retornado, enmascarados, pero sanos. Que no es poco.


miércoles, 15 de julio de 2020

¡Con recelo, pero vacaciones!


En un año atípico y un verano extraño, las vacaciones tampoco pueden ser “normales”. Se reconozca o no, estarán marcadas por cierto desasosiego e incertidumbre. Pero no hay que rendirse a los temores y al catastrofismo. Vivir es adaptarse a las circunstancias, incluidas las más desafortunadas. Los riesgos a que nos enfrentamos serán los mismos en cualquier lugar donde nos encontremos. Y, puestos a afrontarlos, mejor hacerlo en un escenario más confortable y placentero que el habitual, un lugar donde el paisaje y las sensaciones nos hacen olvidar, aunque sea momentáneamente, los tropezones de la existencia, por insuperables que parezcan. Por eso, tomamos vacaciones, como cada año por estas fechas. Huimos de la enfermedad, no de la vida. Con recelo, pero vacaciones, al fin y al cabo.

Lienzo de Babel interrumpirá, por tanto, el contacto con sus lectores durante unas breves semanas para entregarse a la vida contemplativa, tal como apreciaban en la antigua Grecia al ocio: tiempo dedicado al cultivo de la mente, la amistad y la conversación, según explica Irene Vallejo en el extraordinario libro que recomendamos este mes, y que me acompañará junto a Don Quijote de la Mancha, de Andrés TrapielloEncuentros con libros, de Stefan Sweig, y, cómo no, Poemas de amor... sin Dios, de Gámez Quintana, porque la poesía no puede faltar.

Así, pues, con mascarillas y guardando las distancias interpersonales, rehuimos de una vida presa del miedo y paralizada por el pánico ante esta moderna versión de la peste que nos azota y trastorna. Se trata de hacer frente a la amenaza sin renunciar a unas costumbres que hacen más llevadero nuestro transitar por el mundo.

En cualquier caso, expandir el espíritu y dejar volar los pensamientos a través de unos espacios de arrebatadora belleza no es incompatible con el uso de esas medidas de protección que tanto nos aconsejan. Es cuestión de sensibilidad y prudencia. Y, dentro de nada, volvemos a la brecha. ¡Que paséis, los que queráis y podáis, unas buenas y merecidas vacaciones! ¡Hasta pronto!

sábado, 11 de julio de 2020

Pestilencia humana


El humano es un ser pestilente, huele mal de forma natural y cada cavidad de su organismo expele un hedor repugnante. Para evitarlo, hemos asumido la costumbre de asearnos cada día y camuflar todos esos tufos con fragancias y desodorantes. La culpa, claro está, son esas bacterias que transportamos en nuestra piel, mucosas y órganos y que conviven con nosotros de manera simbiótica. Sin ellas no podríamos ni alimentarnos, pues ayudan a descomponer lo que comemos para poder ser metabolizado, pero, a cambio, dejan un vaho sumamente desagradable que expelemos por todo el cuerpo.

Nada más despertarnos por la mañana, el aliento que desprende la boca es como el de un túnel sin ventilación, aire viciado, por la sequedad y los efluvios que ascienden desde las alcantarillas estomacales. De hecho, nos cepillamos los dientes al levantarnos para eliminar, sobre todo, ese sabor y olor indeseados antes que por prevenir la caries o el sarro en nuestra dentadura. Si fuera sólo por lo segundo, nos limpiaríamos los dientes después de cada comida, como aconsejan los dentistas. Y es que la cavidad bucal, foco séptico donde los haya, es un nido de gérmenes debido a lo restos alimenticios, muelas picadas y toda esa placa bacteriana que germina en ella. Aparte de infecciones bucales, la halitosis es el más soportable de los vapores fétidos que desprende por la boca nuestro cuerpo.

El sudor contribuye en gran medida a que olamos mal, a pesar de que esa humedad de la piel, producto de sus glándulas sudoríparas, es un mecanismo de protección que sirve para refrigerarla cuando hace mucho calor en el ambiente o hemos realizado esfuerzo físico. Pero el sudor, una mezcla de agua y grasas, favorece que las bacterias de la superficie corporal descompongan restos reblandecidos de la epidermis y de la grasa secretada, liberando sustancias de olor rancio, agrio, penetrante y, en suma, desagradable. Sobre todo, en zonas como las axilas, los pies y los genitales. Además, los hongos que suelen habitar en tales zonas húmedas pueden aprovechar para multiplicarse y dar lugar a afecciones y lecciones fúngicas diversas, como el pie de atleta, etc. Los “aromas” del pie y los sobacos echan para atrás a cualquier nariz que se acerque.

Incluso el ombligo, ese cráter del que surgía el cordón que nos unía vitalmente a la madre que nos engendró en su vientre, es un pozo fétido si no se extrema la higiene. Por su forma y pliegues, puede acumular agua, células muertas y hongos que, a la mínima, desprenden mal olor y hasta una supuración asquerosa. No hay más que meter el dedo para comprobarlo. Otro rastro pestilente del ser humano.

Pero son otros “agujeros” orgánicos los que nos impregnan con mayor intensidad de “perfumes” fétidos insoportables, al ser, precisamente, por donde evacuamos las sustancias de desecho sólidas y liquidas. Y no sólo en razón a las causas descritas anteriormente (humedad, hongos, bacterias), sino también por la propia composición del material que excretan, por enfermedades de otros órganos e, incluso, por alimentos que se hayan ingerido. Y hasta por la edad. Lo cierto es que los olores pestilentes que desprenden los genitales y el ano, así como la orina y las heces que expulsan y cuyos restos en la zona se pudren y hieden, son los mayores focos fétidos que distinguen, en vida, al ser humano, detectables a distancia.

Y una vez muerto, la descomposición del cuerpo, gracias a esas bacterias que transportamos por fuera y por dentro, deja el rastro pestilente de una existencia ya extinguida. Y es que, hasta muertos, olemos mal. Porque el humano es un ser pestilente. Menos mal que inventamos el jabón.

jueves, 9 de julio de 2020

Los ultrasanitarios


Este año se ha detectado en nuestro país una nueva especie ciudadana, aparte de las conocidas en el ámbito político y religioso, ya descritas exhaustivamente por Xavi Castillo (Los “repeperos”) y Maruja Torres (Los “ayatobispos”), respectivamente. Esta nueva especie crece a expensas del ámbito sanitario, especialmente, el virólogo y, más concretamente, su rama epidemióloga. Como las otras, esta nueva especie pretende ser depositaria del conocimiento verdadero y convencer al entorno de su nicho social de que hagan caso de su saber autodidacto, aunque un pelín dogmático. En taxonomía social se la denomina como “ultrasanitarios”, especie surgida desde que se decretó el estado de alarma en nuestro país a raíz de una pandemia, provocada por un virus nuevo y sumamente contagioso, que nos alcanzó a principios de año y que obligó adoptar medidas de protección higiénico-sanitarias a toda la población, todavía vigentes. De ahí su supervivencia.

A pesar de ocupar hábitats distintos, estas especies comparten rasgos comunes. Si los “repeperos” (PPPP = del PP, Pero Pobre) son personas de estratos medio-bajos, trabajadores y asalariados con sueldos tan precarios como sus trabajos, pero que votan insistentemente al PP aunque afirmen no entender de política, los “ultrasanitarios”, en cambio, abarcan todo el espectro social -alto, medio, bajo-. Son individuos, por lo general, profanos en la materia que no disponen de formación médico-sanitaria, pero aparentan ser expertos en virología y especialista en epidemiología. Como aquellos, estos dicen no entender de microbiología, aunque se exhiben como doctos sapientísimos que se atreven a impartir lecciones a sus paisanos, bien sean conocidos o desconocidos que disienten de sus categóricas afirmaciones.

También comparten la fe ciega. Al igual que los “repeperos”, que apoyan ciegamente las medidas económicas y laborales del PP aunque les perjudiquen, incluido el mantra de la bajada de impuestos con la que les recortarán servicios públicos y prestaciones sociales y que luego tendrán que compensar con mayores impuestos indirectos y el copago de servicios privados, los “ultrasanitarios” abrazan inquebrantablemente el uso obligatorio de la mascarilla, incluso en espacios abiertos y a kilómetros de separación de cualquier otra persona. Tanta es su fe sobrevenida que proclaman la nueva buena de la lejía como uso industrial en el hogar, las virtudes del gel hidroalcohólico, para evitar la tentación de coger o tocar nada sin previo enjuague de manos, como sustituto del arcaico lavado con agua y jabón del que se olvidan cuando salen del urinario, y hasta de portar guantes de látex, preferiblemente de color azul, para conducir, comprar el periódico y coger el móvil o las llaves, sin reparar que también el látex contaminado se convierte en vector de transmisión de una infección, como conocen en cualquier quirófano.

Los más ultras de los “ultrasanitarios” son reacios, incluso, a abandonar el confinamiento, a pesar de que la desescalada nos haya conducido hasta una “nueva” normalidad, avalada por profesionales en salud pública y acreditados epidemiólogos. Es lo que tienen las especies conversas invasoras: se muestran más beligerantes e intransigentes que las naturales del territorio o área (ideológica o científica).

Pero les pierde, como a la especie de los “repeperos”, que son identitarias, profundamente nacionalistas y territoriales, lo que les induce a despreciar a otros grupos semejantes, en otras latitudes, e ignorar sus problemas vitales. Así, mientras que, para unos, la corrupción política, cuando les afecta, es cosa de todos los partidos, para otros, las medidas implementadas por el Gobierno son tardías, insuficientes y poco eficaces, aun siendo prácticamente las mismas que han adoptado todos los países azotados por la pandemia. Para los “ultrasanitarios”, ni los gobiernos ni sus asesores de expertos y científicos hicieron lo debido ni actuaron con la antelación necesaria frente a una amenaza que sólo ellos supieron prever, a toro pasado. El gobierno ha sido culpable de esta crisis y de su corolario económico. Sólo ellos y los suyos son capaces de afrontar estos retos inesperados. No es extraño, por tanto, que tiendan a sufrir el Síndrome de Estocolmo, que los impulsa a confiar y apoyar a los que, gracias a su voto, no han hecho más que privatizar hospitales, reducir plantillas, rebajar salarios, precarizar empleos y recortar o limitar prestaciones y ayudas públicas que, sólo cuando ven, por ejemplo, las orejas de una crisis sanitaria como la actual, vuelven a considerarse como derechos y servicios públicos esenciales e imprescindibles. Y aunque hayan votado su reducción, ahora los exigen clamorosamente mediante aplausos vespertinos y airados aspavientos. Así es el comportamiento de la especie de los “ultrasanitarios”, que tiene una línea genética común con la de los “repeperos”.

Y también con la de los “ayatobispos”, con la que comparten ese gusto en refocilarse en el tenebrismo y el pesimismo más apocalíptico. Así, los “ultrasanitarios” no cejan de vaticinar que en septiembre se producirá un repunte, mucho más grave, de la pandemia. Ya lo vienen advirtiendo desde el primer día, aquel en que las mujeres se manifestaron por la igualdad. Sospechan, muy cucos ellos, que las autoridades no cuentan la verdad y mienten sobre la mortandad real de esta pandemia. Que ocultan maliciosamente el número de muertos. Por eso, los “ultrasanitarios” se arrogan la autoridad de separar el grano de la paja y determinar cuándo y qué medidas son precisas para afrontar una infección que, unas veces, se transmite por el aire, otras por contacto, y, si no es por una ni otra, por cualquier medio.

Su “verdad”, como predican los “ayatobispos”, es la única verdadera y sólo ellos pueden proclamarla. En sus ojos inquisitoriales tras las mascarillas se aprecia la mirada del iluminado. Y del mismo modo que los “ayatobispos” están obsesionados con los pecados de la carne y exigen sacrificios de cintura para abajo, los “ultrasanitarios” son profetas de la mascarilla y exigen el sacrificio de respirar a través de una tela de manera permanente y en cualquier circunstancia, aunque la normativa indique excepciones, so pena de pecado contra la religión inmunológica. Sólo es posible alcanzar su salvífica bendición si, además, te cubres el rostro con una pantalla, como las de las vespas antiguas, capaz de espantar al maligno patógeno. Sólo entonces podrás convivir sin preocupaciones con los “ultrasanitarios”, una especie diferente de homínidos que practican el tutelaje social respecto de las recomendaciones de protección sanitaria durante la presente crisis de la covid-19. Nadie los ha llamado, pero ellos mismos se ofrecen a prestar semejante servicio a la patria. ¡Jesús, qué tropa!

domingo, 5 de julio de 2020

Aforismos (9)


>Por mucho que lo intente no consigo apartar la metafísica de mis pensamientos, pero la inevitabilidad de la muerte se encarga de recordármela constantemente, casi cada noche.

>Desde los primeros sonidos de la oralidad hasta el descubrimiento de la escritura ha pasado más tiempo que desde el lenguaje escrito a los mensajes orales mediados por la tecnología. Toda una evolución cognitiva del ser humano para seguir siendo el bardo que desprecia el alfabeto a la hora de transmitir sandeces.

jueves, 2 de julio de 2020

Integrados y apocalípticos pandémicos


Después de meses encerrados a cal y canto en nuestros domicilios, regresamos a la calle con cierto desasosiego. Las autoridades no dejan de advertir que cualquier relajación de las medidas de protección podría provocar un rebrote de la epidemia. E insisten en que la distancia social y las mascarillas serán imprescindibles hasta tanto no se descubra una vacuna o un remedio eficaz contra el patógeno que amenaza nuestras vidas. Pero, al mismo tiempo, desde la sociedad emergen voces que reclaman la reapertura de comercios, industrias y actividades económicas que dan vida a las ciudades, riqueza al país y medios de subsistencia a las personas. Se debe, pues, compatibilizar cierto aislamiento individual con la concurrencia colectiva que exige el comercio y la economía. De ahí que, tras el confinamiento, se haya iniciado la “desescalada” hacia una “nueva” normalidad que despierta sentimientos encontrados. Por un lado, lamentamos que tiendas, hoteles y negocios estén cerrados, y, por otro, nos embarga cierto recelo y hasta miedo que los mismos, una vez abiertos, puedan convertirse en focos de contagio por aglomeración de clientes.

De hecho, los bares han vuelto a llenarse de parroquianos que, con antifaces y enjuague de manos, acuden a desayunar o tomar el aperitivo acostumbrados. Las tiendas de todo tipo recuperan poco a poco el revoloteo de curiosos alrededor de escaparates tras meses con las persianas bajadas y la mercancía guardada en cajones. El tráfico empieza a inundar las carreteras, provocando los primeros atascos y accidentes, una vez se ha dado vía libre a viajar por todo el país. Los parques y jardines reciben con alborozo el vocerío de paseantes que estaban deseando recuperar el contacto con ese trozo de naturaleza encapsulado en medio de las ciudades para escuchar el piar de pájaros y el griterío de los niños. Las rutinas, pues, han vuelto poco a poco a conducirnos por donde solíamos, sea por ocio o por razones laborales, pero de modo precavido y desconfiado. Porque no nos fiamos de nadie que se acerque a nosotros ni respete las medidas de protección de las que continuamente nos alertan. Pero, de tanto recelar, acabamos comportándonos como racistas con nosotros mismos, distinguiendo entre dogmáticos de la seguridad e higiene sanitaria y los relajados que la asumen con cierta flexibilidad. Grupo aparte son los que se saltan a la torera cualquier norma: los irresponsables. Obviando a los flexibles, estas dos actitudes radicales son, como siempre, extremas e irreconciliables, y caracterizan a las eternas dos Españas en cualquier ámbito colectivo, tanto político como religioso, deportivo, etc.

En la presente ocasión, ese enfrentamiento nos obliga tomar partido entre si continuar confinados o recuperar cierta normalidad en la actividad social y productiva. Y se convierte en el nuevo debate que nos impulsa a la porfía, dividiéndonos entre apocalípticos o integrados en el asunto de la pandemia, como un aspecto más de esa cultura popular que se divulga a las masas a través de los medios de comunicación.

Desde tales posicionamientos, no son pocos los ciudadanos que se decantan por intentar proseguir con sus costumbres y rutinas, y no renuncian a disfrutar de sus vacaciones, aun con todas las medidas de protección que siguen imperantes. Han planificado viajes a sus segundas residencias veraniegas o alquilado alojamientos en aquellos destinos turísticos que pretenden continuar con el negocio en medio de tantas dificultades.

Pero constituyen una mayoría quienes temen exponerse a posibles o remotas posibilidades de contagio si salen de su casa o ciudad. Desconfían del aire que cualquier desconocido o conocido expele al respirar en su cercanía, en medio de la calle o en un restaurante. Sufren del síndrome de la cabaña, porque desisten de abandonar la reclusión a la que han sido obligados durante el confinamiento. Se comportan como apocalípticos que, para acudir a cualquier sitio, abierto o cerrado, hacen uso de mascarillas, pantallas, guantes, hidrogeles y demás medidas de prevención de contagios, tal como reiteradamente aconsejan la prensa, la radio y la televisión. Los más fanáticos del rigor cuestionan a todo el que no actúe como ellos, echándole en cara el peligro que supone para todos que no sigan las recomendaciones como ellos entienden. Que la norma legal contemple, en su articulado, que en espacios abiertos, siempre que se pueda mantener la separación interpersonal recomendada, no es obligatorio el uso de mascarillas, no les convence ni les exime de arrogarse la autoridad de interpelar a los “flexibles” por una conducta que tachan de “irresponsable”. Y que estos continúen su camino sin responder a la recriminación les parece más grave, si cabe. Tal respuesta les provoca mayor ofensa e indignación que si entablaran una franca discusión.

Y la verdad es que todos tienen parte de razón. La información facilitada ha sido abundante, pero poco clara, escasamente profunda y, en no pocas ocasiones, contradictoria. Durante el largo período de alarma -y todavía hoy-, los responsables gubernamentales y los medios de comunicación estuvieron cambiando de opinión sobre las condiciones de uso de las mascarillas, de la distancia mínima de separación entre las personas y de hasta si el virus podía sobrevivir más o menos horas o días sobre cualquier superficie, dependiendo si era de papel, metal o plástico. La apertura gradual de comercios e industrias, incluso las consideradas esenciales, tenían una regulación diferente a la que regía a la totalidad de población. Lo que era considerado espacio cerrado con obligación de usar mascarillas, no lo era si se trataba de un establecimiento hostelero, puesto que con esa barrera bucal es imposible consumir ningún producto. La sensación general es que se han ido improvisando normas conforme se iban adquiriendo conocimientos biológicos y epidemiológicos del patógeno causante de la pandemia. Y esas normas han debido de aplicarse dependiendo de los estratos sociales afectados y de sus respectivos intereses.

El resultado de todo ello es que cada cual ha entendido la información como ha podido, según el medio habitual utilizado para acceder a ella. Si a ello añadimos, además, el aprovechamiento de esta situación excepcional para la confrontación política, que no hace ascos a tergiversar hechos, ocultar datos y ser parcial en los argumentos, no debería extrañar que la gente esté dividida sobre qué es exactamente lo que se le pide y se le dice. Y que, como ya determinó con su teoría Umberto Eco, hallemos verdaderos integrados y apocalípticos respecto de la información que reciben de los medios de comunicación y la cultura popular que estos fomentan. Una cultura, en este caso “sanitaria”, saturada de información imprecisa, cuando no espectacular, que lo mismo hace creer una cosa y la contraria. Ello explica la dicotomía de nuestro comportamiento: quedarnos encerrados o salir a la calle, usar mascarillas en todo momento o no hacerlo en espacios abiertos y manteniendo la distancia social, etc.

Se trata de una situación única que dará lugar al inevitable estudio sociológico que se elaborará en la era poscovid. En él se explicará cuánto ha habido de espontáneo o de provocado en nuestra actitud colectiva frente a la pandemia. Y qué responsabilidad tienen gobiernos y medios de comunicación en la respuesta dividida de la población. Y volverán a demostrarnos que reaccionamos como integrados a apocalípticos a la información mediática que nutre nuestro conocimiento de la realidad.          

miércoles, 1 de julio de 2020

Julio extraño


Se inaugura julio como corresponde, con calor de verano, con ese fuego que, a partir del mediodía, cae a plomo desde lo alto para secar el aliento y derretir un aire que no se mueve, que no se atreve a correr como brisa tímida hasta que el Sol salga del cielo y se oculte detrás del horizonte. Julio es mes, también, de pensar o iniciar las vacaciones, de soñar con el descanso de las obligaciones y el relajo indolente de cualquier actividad impuesta o por necesidad. Comienza, pues, el tiempo que estamos todo el año deseando que llegue para entregarnos a la contemplación placentera de la vida frente a la costa recta del mar, los ondulantes perfiles de las montañas o la ruidosa terraza de un bar. Julio, calor y vacaciones son palabras que, cual sinónimos, apelan a una misma sensación, que interpretamos con un común significado: ocio, descanso. Incluso en un año tan excepcional como este, en que un golpe inesperado ha puesto en jaque todas las certezas y confianzas que teníamos, en el que la solidez de nuestras expectativas fue quebrada por un minúsculo enemigo, invisible y mortal. Con todo, julio vuelve con sus horas eternas, deslumbrantes de luz, con las chicharras entregadas al cante en soporíferas tardes desiertas y con el calor que desnuda cuerpos y pensamientos. A pesar de las circunstancias, a pesar del miedo, el sudor ya corre por nuestra frente para que vayamos a refrescarlo, soñando con holgar y olvidarnos de tantas preocupaciones y temores. Arranca un mes de julio extraño, pero deseado.