Este año se ha detectado en nuestro país una nueva especie
ciudadana, aparte de las conocidas en el ámbito político y religioso, ya
descritas exhaustivamente por Xavi Castillo (Los “repeperos”) y Maruja Torres
(Los “ayatobispos”), respectivamente. Esta nueva especie crece a expensas del
ámbito sanitario, especialmente, el virólogo y, más concretamente, su rama epidemióloga.
Como las otras, esta nueva especie pretende ser depositaria del conocimiento
verdadero y convencer al entorno de su nicho social de que hagan caso de su
saber autodidacto, aunque un pelín dogmático. En taxonomía social se la
denomina como “ultrasanitarios”, especie surgida desde que se decretó el estado
de alarma en nuestro país a raíz de una pandemia, provocada por un virus nuevo
y sumamente contagioso, que nos alcanzó a principios de año y que obligó adoptar
medidas de protección higiénico-sanitarias a toda la población, todavía
vigentes. De ahí su supervivencia.
A pesar de ocupar hábitats distintos, estas especies comparten
rasgos comunes. Si los “repeperos” (PPPP = del PP, Pero
Pobre) son personas de estratos medio-bajos, trabajadores y asalariados con
sueldos tan precarios como sus trabajos, pero que votan insistentemente al PP
aunque afirmen no entender de política, los “ultrasanitarios”, en cambio, abarcan
todo el espectro social -alto, medio, bajo-. Son individuos, por lo general, profanos
en la materia que no disponen de formación médico-sanitaria, pero aparentan ser expertos
en virología y especialista en epidemiología. Como aquellos, estos dicen no
entender de microbiología, aunque se exhiben como doctos sapientísimos que se atreven a impartir lecciones a sus paisanos, bien sean conocidos o desconocidos que disienten
de sus categóricas afirmaciones.
También comparten la fe ciega. Al igual que los “repeperos”, que
apoyan ciegamente las medidas económicas y laborales del PP aunque les perjudiquen,
incluido el mantra de la bajada de impuestos con la que les recortarán
servicios públicos y prestaciones sociales y que luego tendrán que compensar
con mayores impuestos indirectos y el copago de servicios privados, los “ultrasanitarios”
abrazan inquebrantablemente el uso obligatorio de la mascarilla, incluso en
espacios abiertos y a kilómetros de separación de cualquier otra persona. Tanta
es su fe sobrevenida que proclaman la nueva buena de la lejía como uso
industrial en el hogar, las virtudes del gel hidroalcohólico, para evitar la
tentación de coger o tocar nada sin previo enjuague de manos, como sustituto del
arcaico lavado con agua y jabón del que se olvidan cuando salen del urinario, y
hasta de portar guantes de látex, preferiblemente de color azul, para conducir,
comprar el periódico y coger el móvil o las llaves, sin reparar que también el
látex contaminado se convierte en vector de transmisión de una infección, como conocen
en cualquier quirófano.
Los más ultras de los “ultrasanitarios” son reacios, incluso, a abandonar
el confinamiento, a pesar de que la desescalada nos haya conducido hasta una
“nueva” normalidad, avalada por profesionales en salud pública y acreditados epidemiólogos.
Es lo que tienen las especies conversas invasoras: se muestran más beligerantes
e intransigentes que las naturales del territorio o área (ideológica o
científica).
Pero les pierde, como a la especie de los “repeperos”, que son
identitarias, profundamente nacionalistas y territoriales, lo que les induce a despreciar
a otros grupos semejantes, en otras latitudes, e ignorar sus problemas vitales. Así,
mientras que, para unos, la corrupción política, cuando les afecta, es cosa de
todos los partidos, para otros, las medidas implementadas por el Gobierno son
tardías, insuficientes y poco eficaces, aun siendo prácticamente las mismas que
han adoptado todos los países azotados por la pandemia. Para los “ultrasanitarios”,
ni los gobiernos ni sus asesores de expertos y científicos hicieron lo debido
ni actuaron con la antelación necesaria frente a una amenaza que sólo ellos
supieron prever, a toro pasado. El gobierno ha sido culpable de esta crisis y de
su corolario económico. Sólo ellos y los suyos son capaces de afrontar estos
retos inesperados. No es extraño, por tanto, que tiendan a sufrir el Síndrome
de Estocolmo, que los impulsa a confiar y apoyar a los que, gracias a su voto,
no han hecho más que privatizar hospitales, reducir plantillas, rebajar
salarios, precarizar empleos y recortar o limitar prestaciones y ayudas
públicas que, sólo cuando ven, por ejemplo, las orejas de una crisis sanitaria
como la actual, vuelven a considerarse como derechos y servicios públicos esenciales
e imprescindibles. Y aunque hayan votado su reducción, ahora los exigen clamorosamente
mediante aplausos vespertinos y airados aspavientos. Así es el comportamiento de la especie de los “ultrasanitarios”,
que tiene una línea genética común con la de los “repeperos”.
Y también con la de los “ayatobispos”, con la que comparten ese gusto en refocilarse en el tenebrismo y el pesimismo más apocalíptico. Así, los “ultrasanitarios” no
cejan de vaticinar que en septiembre se producirá un repunte, mucho más grave,
de la pandemia. Ya lo vienen advirtiendo desde el primer día, aquel en que las
mujeres se manifestaron por la igualdad. Sospechan, muy cucos ellos, que las
autoridades no cuentan la verdad y mienten sobre la mortandad real de esta pandemia.
Que ocultan maliciosamente el número de muertos. Por eso, los “ultrasanitarios”
se arrogan la autoridad de separar el grano de la paja y determinar cuándo y
qué medidas son precisas para afrontar una infección que, unas veces, se
transmite por el aire, otras por contacto, y, si no es por una ni otra, por
cualquier medio.
Su “verdad”, como predican los “ayatobispos”, es la única verdadera y sólo
ellos pueden proclamarla. En sus ojos inquisitoriales tras las mascarillas se
aprecia la mirada del iluminado. Y del mismo modo que los “ayatobispos” están
obsesionados con los pecados de la carne y exigen sacrificios de cintura para
abajo, los “ultrasanitarios” son profetas de la mascarilla y exigen el
sacrificio de respirar a través de una tela de manera permanente y en cualquier
circunstancia, aunque la normativa indique excepciones, so pena de pecado contra
la religión inmunológica. Sólo es posible alcanzar su salvífica bendición si, además,
te cubres el rostro con una pantalla, como las de las vespas antiguas, capaz de
espantar al maligno patógeno. Sólo entonces podrás convivir sin preocupaciones con
los “ultrasanitarios”, una especie diferente de homínidos que practican el tutelaje
social respecto de las recomendaciones de protección sanitaria durante la
presente crisis de la covid-19. Nadie los ha llamado, pero ellos mismos se ofrecen
a prestar semejante servicio a la patria. ¡Jesús, qué tropa!
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