sábado, 29 de diciembre de 2018

2018, un año sorprendente y convulso

A punto de cerrar 2018, parece apropiado resumir a grandes rasgos un año que, tal vez, sea el que más sorpresas y convulsiones ha causado al país en los últimos tiempos, tanto desde el punto de vista social como, sobre todo, político. Finaliza, por tanto, un año extraño en muchos aspectos y que no ha servido para dar solución a los ingentes problemas que soporta España, sino, al contrario, los ha embrollado, en demasiados casos, hasta extremos inquietantes. Por consiguiente, dar carpetazo a este 2018 tan nefasto es, para los optimistas, disponer de una nueva posibilidad temporal para la esperanza y la ilusión colectivas, es decir, para conseguir, de una vez, esas mejoras que permitan el bien común, la dignidad y la realización del ser humano, sin importar condición, en nuestra sociedad. ¡Ojalá sea así

El año que despedimos comenzó llevándose por delante dos revistas “históricas” del periodismo español, Interviú y Tiempo, dos productos culturales que no lograron sobrevivir a las exigencias de rentabilidad con que el mercado valora toda obra o iniciativa humana. No importan los fines ni la necesidad de prestar un servicio social, sino el beneficio que puede proporcionar. Los medios de comunicación no se libran de estas reglas mercantiles, como tampoco los servicios públicos que debía proveer el Estado del Bienestar. Se han recortado derechos del mismo modo que han desaparecido periódicos: por intereses económicos de los detentadores del capital. Así arrancaba el año, haciendo de las suyas.
También, durante los prolegómenos de Semana Santa, el año acorraló a los inductores de la rebelión independentista de Cataluña, a los autores del llamado procés que proclamó una república ficticia, cuando un juez del Tribunal Supremo dictó prisión provisional incondicional para los políticos que no midieron las consecuencias legales de quebrantar la ley, utilizar las instituciones con fines espurios y promover el enfrentamiento dramático entre los ciudadanos para romper la unidad de España. Aún permanecen en prisión los sediciosos a espera de juicio, al tiempo que continúan huidos quienes se escaparon de la Justicia. Todos ellos se autoconsideran demócratas, luciendo orgullosos un lazo amarillo en la solapa, pero no dudan en tergiversar y violar las leyes de un Estado Social y Democrático de Derecho, al que acusan de oprobios que la Historia niega y la realidad desmiente. Y reclaman un derecho de autodeterminación que la legalidad internacional no reconoce a Cataluña ni la Constitución española permite. El año se va sin encontrar solución a este gravísimo problema.
Poco después, se conoció una sentencia judicial, no por esperada menos controvertida, sobre el caso de violación múltiple a una joven durante las fiestas de San Fermín, en Pamplona, cometido por un grupo de depredadores sexuales sevillanos conocido como La Manada. La calificación penal de los hechos, como agresión sexual y no violación, motivó una oleada de manifestaciones multitudinarias por todo el país exigiendo más rigor y la máxima dureza en el castigo de este tipo de delitos que atentan contra la integridad física y la dignidad de las mujeres. Y es que como violación debería considerarse toda agresión sexual contra una mujer, sin su consentimiento expreso. Cualquier graduación de este delito hasta llegar a la máxima gravedad sólo en caso de penetración, tipificado entonces como violación, trasluce una mentalidad masculina en la elaboración del Código Penal, ajena por completo al sentir de las víctimas y al sufrimiento que se les inflige. Incluso la exigencia de demostrada resistencia por parte de la víctima, para considerar no consentida la agresión, es muestra palpable del sesgo machista de una legislación que supuestamente debía proteger a la mujer frente a los abusos y agresiones de índole sexual. Se acaba el año y todavía están a espera de cumplir condena los asquerosos integrantes de esa manada de salidos animales.
Pero el gran terremoto se produjo en política, cuando otra sentencia judicial condenó, por primera vez desde que vivimos en democracia, a un partido político por beneficiarse, al participar a título lucrativo, de una trama de corrupción que consintió allí donde gobernaba. Era la primera condena del caso Gürtel que mandó a la cárcel al tesorero, entre otros, del Partido Popular, y al que el presidente de la formación, a la sazón presidente del Gobierno, enviaba mensajitos de consuelo, aconsejándole “¡Luis, sé fuerte!”. El tribunal estimó de poco creíbles las explicaciones del Jefe del Ejecutivo durante su comparecencia como testigo. Aquella sentencia motivó una moción de censura en el Parlamento de la nación que defenestró al Gobierno de Mariano Rajoy, apartándolo del poder sin pasar por las urnas. Era la exigencia de responsabilidades políticas que reclamaba el resto de partidos con representación parlamentaria. Y la primera moción de censura que tenía éxito en nuestra democracia y que posibilitó un cambio de gobierno a mitad de legislatura a favor del Partido Socialista, liderado por Pedro Sánchez, apoyado por toda la oposición, excepto por Ciudadanos. Al poco tiempo, Rajoy dimitiría también de la presidencia del PP y obligaría la celebración de unas elecciones primarias en su partido, procedimiento que siempre había detestado, para la elección de su sucesor. Todo ello coincidía, prácticamente, con la dimisión de Cristina Cifuentes como presidenta de la Comunidad de Madrid, acusada de fraude en la obtención de un máster universitario y tras conocerse una grabación del circuito de vigilancia de unos almacenes donde había robado unos perfumes. Tal era el grado de corrupción e inmoralidad que impregnaba al Partido Popular.
Pero el nuevo Gobierno socialista tampoco lo iba a tener fácil. Aupado a La Moncloa por una moción de censura y con solo 84 diputados en Cortes, dependía de una coalición de apoyos heterogénea que, más allá de facilitarle la investidura, sería complicado volver a poner de acuerdo. Requeriría del apoyo de los independentistas catalanes para cualquier iniciativa, cuyos dirigentes estaban en la cárcel. Esa sospecha, fundada o no, de “pagar un precio” fue enseguida enarbolada por una derecha resabiada al ser desalojada de mala manera del poder. Y a pesar de ser un Gobierno formado por personas de reconocido prestigio y preparación, desde el primer día fue objeto de críticas y cuestionamiento. Máxime cuando dos de sus miembros tuvieron que dimitir por hallárseles irregularidades en sus declaraciones ante Hacienda o en estudios de postgrado. Hasta la propia tesis doctoral del presidente fue analizada con lupa para determinar si había cometido plagio en algún párrafo que no cita su procedencia. Y también porque se ha embarcado en iniciativas de gran impacto mediático –sacar la tumba del dictador del Valle de los Caídos- que luego no ha conseguido llevar a término. O intentar encauzar el “conflicto” catalán por sendas de diálogo y entendimiento, sin lograrlo. Eclipsadas por esa feroz campaña de desprestigio que no le reconoce ningún mérito, algunas iniciativas adoptadas por el Ejecutivo socialista, para la restitución de derechos y hacer partícipes de la recuperación económica a los trabajadores, apenas han tenido eco en la opinión pública, ni siquiera entre los beneficiados por las mismas. Hacer más accesibles las becas a los universitarios, volver a revalorizar las pensiones según el IPC anual, revertir los recortes en Educación y Sanidad, aprobar una subida histórica del Salario Mínimo Interprofesional hasta los 900 euros, compensar con una recuperación paulatina del poder adquisitivo a los funcionarios, reintroducir el convenio sectorial en las negociaciones colectivas de empresas, impulsar la profesionalización en la gestión de RTVE y apostar por su independencia y pluralidad, dispensar un trato humanitario al fenómeno de la migración frente a la dejadez de otros países afectados, recuperar la asignatura de filosofía en la educación y disminuir el peso curricular de la de religión, etc., son algunos ejemplos del haber del Gobierno que no parecen tenerse en cuenta. Las circunstancias especiales de este año tan vertiginoso impiden detenerse en los detalles para obligarnos prestar atención a la última novedad más espectacular e inmediata. Los siete meses de ejercicio gubernamental transcurridos, tremendamente densos, se volatizan ante la reiterada petición de nuevas elecciones que continuamente exige la derecha, como si el acceso al poder de este Gobierno fuera ilegítimo. La clave va a estar en la aprobación de los Presupuestos del próximo año, para lo que busca el apoyo parlamentario que consiguió en la investidura. Otro lío sin visos de resolución.
Pero para sorpresa, el cambio de tendencia acaecido en Andalucía, donde la irrupción de un partido de extrema derecha va a permitir desalojar al PSOE del Gobierno de la Comunidad después de 36 años ininterrumpidos en manos socialistas. Ha sido el resultado electoral menos previsible, en el que todas las encuestas daban por ganador a Susana Díaz, la presidenta de un PSOE que va a conocer por primera vez en cerca de 40 años qué es ser oposición en el Parlamento andaluz. Un acuerdo entre PP, Ciudadanos y Vox –las tres caras de la derecha- posibilitará que un presidente conservador encabece la Junta de Andalucía por vez primera en la historia de la Comunidad. Lo que une a las tres formaciones es el deseo de expulsar a los socialistas del poder a cualquier precio, aún a costa de pactar con una fuerza radical, de extrema derecha, que está en contra de las autonomías, de las políticas de igualdad de la mujer y de cualquier medida que no expulse sin contemplaciones a los inmigrantes. Es decir, un partido racista, machista y ultranacionalista de los que hasta ahora nos habíamos librado en España… hasta su irrupción en Andalucía, donde emerge con capacidad de condicionar la formación de gobierno e influir en sus políticas. El PSOE, ganador de las elecciones pero sin mayoría suficiente, no puede evitar que la segunda fuerza en votos (PP), junto a la tercera (Ciudadanos) y la quinta (Vox), le arrebaten el gobierno de la Comunidad, aunque entre los coaligados existan discrepancias respecto a la relación que han de mantener con el partido de ultraderecha, cuyos votos son imprescindibles para asegurar la mayoría. Aparte del cambio de ciclo que produce en Andalucía, antiguo granero de votos socialistas, el Gobierno conservador que aflora de las elecciones andaluzas sirve de ejemplo de lo que podría pasar en el resto de España si las sorpresas y las convulsiones de este año que termina contagian al nuevo año. Otra herencia indeseada de 2018, que atomiza y radicaliza las preferencias políticas de los ciudadanos.
Más grave aún es, en cambio, la imparable y repudiable prevalencia de ese machismo doméstico que es capaz de asesinar a su pareja cuando la relación se ha roto. Una lacra de violencia machista que deja un reguero de sangre y muerte cada año en este país y que parece imposible combatir y, menos aún, erradicar. Y, una vez más, medio centenar largo de mujeres asesinadas a manos de sus parejas o exparejas es el triste balance que deja este año tan deplorable. Y son las mujeres, por el mero hecho de serlo o estar considerada simple objeto de pertenencia del varón, las que se convierten en víctimas de ese machismo asesino que todavía sigue incrustado en la mente de muchos, demasiados hombres. Como el que asesinó en un pueblo de Huelva a una joven maestra que acababa de incorporarse a su primer empleo en un colegio local. Secuestrada, violada y asesinada por un vecino que dio rienda suelta a sus patológicos impulsos machistas, mucho más crueles y despiadados que los de los animales y las bestias. ¡Y todavía hay partidos, como Vox, dispuestos a derogar las políticas de protección de la mujer y de igualdad de género porque las creen propias de un feminismo radical que victimiza al hombre! ¡Malditos asesinos y quienes los amparan, como cómplices o con votos!
Menos mal que, ¡algo positivo!, aquel sorprendente sindicato de prostitutas no podrá finalmente legalizarse en España, a pesar de que había sido autorizado, en un principio, por el Ministerio de Trabajo, para estupor de su titular. La Justicia ha fallado en contra de la pretensión de considerar trabajo la explotación sexual y el trato degradante de la mujer que se ve obligada al comercio carnal por múltiples factores, nunca por voluntad propia o simple deseo. Algo bueno tenía que dejar este año al que decimos adiós.

miércoles, 26 de diciembre de 2018

Territorio comanche

Presidentes Sánchez y Torra en Barcelona
El Gobierno socialista de Pedro Sánchez ha decido voluntariamente celebrar un Consejo de Ministros en Barcelona, exponiéndose a que el acto fuera considerado una provocación por los independentistas de Cataluña, incluso por el propio gobierno autonómico –como en principio ha sucedido- y que las manifestaciones de protestas de los radicales encendieran las calles y tomaran los alrededores de la Llotja del Mar, antigua Lonja de los mercaderes, lugar de la reunión. Contra ambas reacciones se entregaron de lleno los estrategas de La Moncloa, logrando reducir considerablemente el sarpullido de la Generalitat con la celebración de un encuentro entre los presidentes de ambos Ejecutivos, por un lado, y de los vicepresidentes y dos miembros más de sus respectivos gobiernos, por otro lado, el día anterior al Consejo de Ministros. Y para evitar altercados de importancia, las calles fueron controladas por un fuerte dispositivo policial, perfectamente coordinado entre los Mossos d´Esquadra, la Guardia Civil y la Policía Nacional, que evidenció una colaboración y una eficaz unidad de acción que brillaron por su ausencia durante el referéndum ilegal celebrado en octubre de 2017. Hay que reconocer, por tanto, que la aventura por “territorio comanche” del Gobierno español ha sido todo lo fructífera y pacífica que cabía esperar, a pesar de las dudas y temores iniciales. Porque, más que enervar los ánimos, cosa imposible cuando ya lo estaban, la decisión de Pedro Sánchez ha servido para incidir en la vía del diálogo y el respeto al “ordenamiento jurídico” como procedimiento para abordar el “conflicto” catalán. Es decir, ha “visibilizado” su intención en la búsqueda de esa solución política que debiera tener un problema político que divide a la sociedad catalana, aunque los resultados hayan sido pobres.

Y es que toda incursión en territorio hostil extraña riesgos. Primero, por ser un territorio que no se controla y los encontronazos que provocará con quienes rechazan cualquier acercamiento pacífico entre las partes, como ha pasado. Los radicales del independentismo hicieron todo lo posible por demostrar su ira contra lo que consideraban una “provocación” por parte del Gobierno. Pretendieron tomar las calles, cortar algunas carreteras e impedir los accesos al lugar de celebración del Consejo, pero no lo consiguieron. Salvo escasos abucheos, intentos de manifestación y breves forcejeos con las fuerzas policiales, que se saldaron con trece detenciones y algunas contusiones, el objetivo de sabotear el acto fue fallido, por mucho que grupos autónomos de las CDR lo persiguieran con sus escaramuzas una y otra vez. Barcelona estaba blindada, es cierto, pero también eran minoritarios los encapuchados y violentos que intentaron imponer el caos sin conseguirlo.
Partícipes de la reunión en Cataluña
Otro peligro era la actitud intransigente de la Generalitat de Cataluña, una Administración autónoma que debía comportarse como anfitrión del Gobierno de la nación en su voluntad de descentralizar las reuniones del Consejo de Ministros (Ya había celebrado otro Consejo en Andalucía, meses antes, y están previstos nuevos emplazamientos en otras comunidades autónomas). Los recelos con que inicialmente se recibió esta reunión del Consejo en tierras catalanas, calificada de provocación, fueron eliminados con una doble sesión de encuentros bilaterales, entre Pedro Sánchez y Quim Torra (presidentes de ambos Ejecutivos), por un lado, y de los vicepresidentes y dos miembros de ambos gobiernos, por el otro, que constituyó el preludio de un Consejo ministerial del que surgiría un comunicado por el que ambas Administraciones apostaban por la vía del diálogo y el respeto al ordenamiento jurídico como forma de encauzar la crisis catalana. Tal era el exiguo resultado político buscado con esta aventura por territorio comanche que ha dejado insatisfechos a todos, menos al Gobierno de la Nación, debido a que expresa una imprecisa y vaga voluntad de entendimiento antes que la firme determinación por materializar en hechos tal diálogo. Es decir, supone una política de gestos más que de contenidos. Nada extraño por cuanto, de una parte, la endeble minoría parlamentaria del Gobierno no le permite diseñar ninguna iniciativa política de largo alcance con garantía de éxito y permanencia, estando expuesto constantemente a pactos con otras formaciones divergentes entre sí. Y, por la otra, porque el Govern no explicita claramente su renuncia a medidas unilaterales y de desobediencia a la legalidad constitucional a la hora de defender sus objetivos independentistas. Más que falta de sintonía, ambos gobiernos carecen de “seguridades” con las que entablar ningún diálogo desde el convencimiento, la lealtad institucional y la grandeza de miras que debieran presidir las negociaciones de un conflicto de esta envergadura. Los ejecutivos nacional y catalán están cautivos de sus miedos e hipotecas. Por eso, por mucho que uno insista en la vía del acercamiento y deshielo hacia la Generalitat y el otro en su afán soberanista “sin violencia”, es prácticamente imposible, sin defraudar a quienes los apoyan, acordar ninguna solución, viable jurídicamente y políticamente aceptable, al desafío catalán de convivencia con España que concite el consenso mayoritario de los respectivos parlamentos.
Lo que llama la atención de este asunto territorial es que, cuando la ofensiva más grave y sangrienta contra la integridad nacional –como fue el terrorismo etarra- finalmente pudo ser superada con la desaparición de la banda, emerge ahora el “conflicto” catalán, tomando el relevo de la pulsión secesionista, y se convierte en la mayor amenaza contra la unidad del Estado. Ninguna de esas dos regiones, País Vasco y Cataluña, habían sido entidades independientes en sus orígenes ni colonizadas por una Castilla imperial, sino que fueron parte de los reinos que configuraron, a lo largo de la historia, el surgimiento de España como país y del que ahora desean separarse. La primera lo intentó durante décadas mediante el empleo indiscriminado de la violencia terrorista y, la segunda, por medio del desacato constitucional y la unilateralidad sediciosa, sin que ambas regiones, hasta la fecha, lo consiguieran. Pero el problema persiste y la tensión se acrecienta. El Estado de las Autonomías ha intentado, con la restauración de la democracia, satisfacer las legítimas aspiraciones de autogobierno de estas comunidades que temporalmente aparcaron sus ambiciones secesionistas, siempre latentes, mientras se repartía el “café para todos” al conjunto de comunidades. Y cuando todas alcanzan idéntico techo competencial, todas disfrutan del mismo nivel de autogobierno, a estas comunidades “históricas” ya no les satisface ser simples autonomías porque aspiran a la plena independencia. Y, ante ello, Cataluña parece haber hallado el modo antipático de lograrlo, forzando la desobediencia civil y la deslealtad institucional, con el apoyo de cerca de la mitad de su población. Un problema al que la política, no los jueces ni el ejército, ha de encontrar salida.
Sánchez lo intenta, granjeándose la crítica desaforada de la oposición, el desconcierto entre los suyos y el desprecio de los independentistas, que se encuentran divididos entre los que no excluyen la ruptura unilateral y quienes buscan ensanchar el apoyo social mediante el diálogo y la negociación. Tanto desde el Partido Popular como desde Ciudadanos y Vox se acusa al presidente del Gobierno de “traicionar” a España y de “humillarla”, al actuar con una “irresponsabilidad histórica” por hablar con el presidente catalán. Creen haber encontrado munición para atacar al Ejecutivo socialista y tacharlo de débil y rehén de los nacionalistas, por precisar sus votos para mantenerse en el Gobierno y, acaso, aprobar en enero próximo los Presupuestos del Estado, pero olvidan que la vía del diálogo fue la que impulsó a Adolfo Suárez a negociar con Josep Tarradellas y estar presente en Barcelona durante su investidura como primer president de la Generalitat de la democracia, en 1977. O la que movió al rey Juan Carlos I a iniciar sus visitas oficiales a las comunidades autónomas por la Casa de Juntas de Gernika. Y la que hizo de Aznar el presidente español que más concesiones hiciera al nacionalismo catalán –hasta la Guardia Civil tuvo que abandonar las carreteras de Cataluña- cuando convino para sostener su Gobierno. O la que llevó a Zapatero a promover la reforma del Estatuto catalán, que posteriormente el Tribunal Constitucional recortaría a instancias del Partido Popular, convencido de que así satisfacía las ambiciones independentistas de los nacionalistas. Incluso, la vía que promueve como imprescindible el candidato de Ciudadanos a la alcaldía de Barcelona, Manuel Valls, desmarcándose abiertamente del líder de la formación bajo la que se presenta. Hasta el rey, en el último mensaje navideño, hace un llamamiento a la reconciliación y la concordia, apelando a los políticos que “lleguen a acuerdos por muy distanciadas que estén sus ideas”.
Todos, en fin, apuestan por el diálogo, pero pocos lo practican. Y quien se atreve se expone al insulto, la crítica y al más destructivo de los disensos: el que lo niega todo y obstaculiza cualquier avance. Por tal razón no se hace hincapié en el “marco de seguridad jurídica” al que ha de atenerse cualquier acuerdo sobre el “conflicto” catalán, según lo acordado en la reunión entre ambos presidentes. Y es que para la derecha nacionalista española se trata de una cesión al independentismo, puesto que su única receta es la “reaplicación” del artículo 155 y la intervención de la Autonomía, y para los radicales del independentismo es rebajarse al respeto constitucional y cortar toda posibilidad de un referéndum de autodeterminación. Tampoco se da importancia al aumento histórico del salario mínimo interprofesional acordado en ese Consejo de Ministros y la subida de sueldo a los funcionarios, medidas de fuerte impacto económico que persiguen corregir las devaluaciones salariales sufridas por estos trabajadores durante la pasada crisis financiera. Ni se valoran los gestos simbólicos hacia Cataluña, en un intento por respetar su identidad y sus figuras, con el cambio de nombre del aeródromo del Prat, en Barcelona, como aeropuerto Josep Tarradellas y con la declaración contra la condena (no anulación, que jurídicamente es más compleja) al que fuera presidente de la Generalitat, Lluís Companys, fusilado por la dictadura franquista.
Contra unos y otros, la incursión por territorio comanche ha posibilitado un frágil diálogo, pero diálogo al fin, entre el Gobierno y la Generalitat como única vía posible e idónea con la que enfrentar el grave problema catalán, cosa que el tiempo determinará si es acertado o no, aunque seguro que no suficiente, para encauzar pacíficamente y desde la racionalidad las tensiones centrípetas existentes en aquella comunidad. Porque la verdad es que, a pesar de la creencia común, ningún asunto complejo tiene una solución simple o fácil.   

lunes, 24 de diciembre de 2018

Imperativo de felicidad

Son días festivos, por Navidad y Año Nuevo, con sus correlatos correspondientes de jolgorio, compras, comidas, vacaciones y celebraciones ociosas, tanto profanas como religiosas, que tienen un imperativo común: hay que tener presente a las personas con las que nos relacionamos para desearles, aunque no lo sintamos, felicidad. Sin esa participación del otro -familiar, compañero, vecino, conocido-, estas jornadas carecerían de sentido, pues presuponen el derroche empalagoso de buenos sentimientos y humanidad, incluso por parte de quien se pasa el resto del año fastidiándote la vida.

Es imposible evitar el contagio de ese falso espíritu de generosidad, empatía y solidaridad que estas fiestas estimulan, más por afán comercial que por asunción de tales valores, para no quedar como un extraño hereje antisocial ante los que nos rodean en convivencia. Tampoco se puede evitar en un medio escrito de participación colectiva, como es este blog, que atrae a seguidores de las tradiciones y a quienes las denuestan.

Por tal motivo, con unos y otros, no queda más remedio que comulgar con la universalidad del relato “buenista” de estas fechas para desearles, si no felicidad, sí al menos justicia e igualdad para lograrlo, en la medida de las posibilidades de cada cual, aunque para expresar esos anhelos y actuar en consecuencia no haga falta ninguna fiesta con sus lucecitas, pavo y mensajitos de felicitación inútiles. Simplemente, procurarlos cada día y en cada ocasión. Esa es, al menos, la intención de la que participa Lienzo de Babel con este post. ¡Que seáis buenos y os traten con dignidad!.

viernes, 21 de diciembre de 2018

Hoy es invierno

Para los astrónomos, hoy se inicia el invierno, la estación más fría y con las noches más largas del año. Exactamente, el invierno comienza a las 23:23h. de hoy, 21 de diciembre, y durará 89 días, hasta el 20 de marzo próximo, según datos del Instituto Geográfico Nacional. Durante los próximos tres meses, por tanto, el invierno reinará en este hemisferio del planeta donde nos hallamos, mientras que en el Sur será verano. Ello viene determinado por la posición inclinada de la Tierra durante su órbita alrededor del Sol, que hace que presente sus hemisferios a los rayos del astro de manera directa o sesgada. En invierno, el Sol se sitúa en la posición más austral respecto al hemisferio norte, es decir, aparecerá en el cielo en su máxima declinación Sur, por los que los rayos de luz, de un Sol que apenas se alza sobre el horizonte, nos llegarán más tangencialmente, haciendo que el frío y la poca iluminación caractericen estas fechas invernales. De hecho, el día más corto del año, de sólo 9h. y 17m., se produce justamente cuando el Sol atraviesa la elíptica terrestre (La órbita de la Tierra no es circular, sino elíptica), período de tiempo en que su altura máxima al mediodía apenas varía, dando lugar a lo que se conoce como solsticio (sol quieto) de invierno. Estas son las explicaciones científicas que detallan los astrónomos.

Pero para el resto de mortales, el invierno hace semanas que había llegado, con sus borrascas, sus fríos y sus resfriados. Ya a finales de noviembre, los primeros alientos helados de la estación anunciaban su pronta presencia. Este invierno adelantado y un verano que se alargó hasta mediados de octubre, comprimieron el otoño hasta convertirlo en sombra breve y fugaz. Afirman los climatólogos –los “hombres del tiempo”- que el invierno, meteorológicamente considerado, arranca con los primeros días de diciembre. Y este año no han errado, porque la sensación térmica ya avisaba de que los fríos no esperarían que el Sol trazase su recorrido en el cielo sin apenas elevarse del horizonte.
Hoy comienza oficialmente el invierno, pero venimos sintiéndolo desde hace semanas, no sé si por culpa del cambio climático o porque cada vez somos más dependientes de las mantas, las sopitas calientes y de enclaustrarse pronto en casa antes de que el relente humedezca el exterior e introduzca el frío en los huesos. Ya podemos quejarnos con motivo: ya estamos en pleno invierno, desde hoy.   

miércoles, 19 de diciembre de 2018

Escribir, vivir

Hace años me planteé la pregunta por qué me gustaba escribir e intenté razonar que lo hacía por ti, inexistente pero imaginario lector. Hoy no lo creo así. Sigue placiéndome escribir pero la razón se vuelve menos prosaica y explora elucubraciones filosóficas. Porque si incluso ignoro qué es vivir, más allá de pensarnos vivos, más extraño aún resulta saber por qué escribir. Sea lo que fuese, vivir asemeja más una imposición que viene añadida al nacer y no una elección de nadie, por lo que la vida parece no tener sentido, sino que es más bien fruto del azar. Simple casualidad evolutiva del instinto biológico, vegetal y animal, por la supervivencia de la especie, ni siquiera del individuo, por muy racional que llegue a creerse y se imagine objeto de la creación. Pero si la existencia adolece de finalidad trascendente, escribir deviene tan fútil como vivir: meros accidentes de una naturaleza caprichosa e insignificante en la infinitud incomprensible del universo. Y desde esa intrascendencia del ser, escribir se convierte en modo de describir una vida que no es, que se nos niega porque su sentido es la muerte, esa nada –no ser- de la que provino fortuitamente, sin merecimiento ni objetivo. Somos lo que escribimos para elaborar el relato de nuestra ficción existencial. Ya lo decía Pessoa en un breve desvarío lúcido: “Lo que siento (sin que yo lo quiera) es sentido para escribir que lo he sentido.” Por eso deduzco, ahora, que vivo (ajeno a mi voluntad) para escribir que he vivido, creando imágenes de mí mismo que traslado a textos sin sentido, contradictorios y mediocres como mi propia vida. Quien escribe, máxime si no puede dejar de hacerlo, escribe para sí mismo, no para ningún lector, como creía hace años, ni por la fatuidad de pretender mejorar el mundo con el vacío de su existencia.

lunes, 17 de diciembre de 2018

Indignación y populismos

¿Qué indigna a los ciudadanos? ¿Qué empuja a la gente a mostrar su enojo o indignación? La pregunta no es retórica y se la plantean quienes -políticos, sociólogos, expertos en prospectiva, curiosos- no comprenden la indignación que, sin mecha previa, prende de súbito en la reacción popular y en los comportamientos impredecibles de la ciudadanía. No es que no haya razones para la indignación, el desencanto o la desidia, que abundan, sino que ninguna es tan crítica como para esa repentina reacción colectiva de rechazo y rebeldía que desata. A lo mejor es, simplemente, la gota que colma el vaso de la paciencia y aguante de la gente, pero ¿cómo prever esa gota y contrarrestar la influencia de su desbordamiento? Todos los ejemplos de indignación popular producidos hasta la fecha, desde el 15M español hasta las protestas de los chalecos amarillos franceses y el voto sorpresivo a Vox en Andalucía, sólo se “explican” una vez han sucedido, nunca antes de que surjan y, lo que es peor, sin que se detecten previamente las causas que los motivan.

Las expresiones de malestar social son difícil, por no decir imposible, de pronosticar por cuanto obedecen a razones múltiples, acumulativas y subjetivas, a veces sin relación directa con la reivindicación que desencadenan, y escapan al análisis objetivo de los hechos y los contextos en que surgen. De ahí la súbita eclosión de una indignación y repulsa masivas que puede materializarse en actos de vandalismo o violencia callejera, en el apoyo a partidos extraparlamentarios o en el surgimiento de movimientos o fuerzas que la ira posibilita y alimenta. Y, en especial, por seguir cauces ajenos a las instituciones y la política convencional que han de encausar la participación ciudadana y canalizar sus muestras de confianza o desafección. Los grupos radicales de ambos extremos del espectro ideológico y los profetas del hiperliderazgo personal contrarios al “establishment” aprovechan estas explosiones de indignación popular, más o menos espontáneas, en provecho propio, intentando asumir una representación que no les pertenece y denigrar una intermediación de la que están o han sido excluidos. Utilizan o instrumentalizan las expresiones de desencanto social para cuestionar la política y el funcionamiento de la democracia representativa, sirviéndose de ellas no con ánimo de dar respuestas a las demandas de los descontentos, para las que siempre hallan “culpables” externos (los inmigrantes, el mercado, la Unión Europea, el capitalismo, el Estado de las Autonomías, etc.), sino para el acceso al poder e imponer regímenes ultranacionalistas reaccionarios, basados en el odio, la intolerancia y el sectarismo.
Favorece esta simbiosis política -la llama de indignación que arde y el viento populista que la aviva-, una democracia que, como régimen político, no resuelve ni satisface completamente las exigencias de la totalidad de la población, aunque sea el sistema menos traumático y más equitativo –toda persona tiene derecho al voto- para seleccionar a quienes pretenden buscar soluciones a los problemas que afectan al colectivo social. Ni que la más justa de las propuestas o soluciones alcanzadas convenza a todos, porque cada individuo alberga intereses e interpretaciones particulares sobre los asuntos que conciernen al conjunto. Y porque, además, muchas de las “soluciones” que se adoptan, en función de las circunstancias –crisis económicas, marcos supranacionales, etc.-, provocan efectos adversos que perjudican a amplios sectores de la población, los cuales no se resignan aceptar la situación de impotencia social a la que conducen el paro, la precariedad laboral o salarial, la falta de oportunidades y ayudas, y, de manera especial, la indiferencia o incapacidad de gobiernos o estados para socorrerlos o, cuando menos, proporcionarles esperanzas.
La aversión política o la antipolítica que generan estas situaciones de orfandad social es terreno abonado para las propuestas radicales –y, por tanto, inviables- que hallan arraigo en el malestar ciudadano. Se establece, de este modo, un mecanismo de retroalimentación entre el populismo neofascista y la indignación social que va vaciando a la democracia de aquel empeño de nobleza y entrega que ha de caracterizarla para, entre todos, hallar salidas a los desafíos de la colectividad, hasta convertirla en un medio de satisfacer exclusivamente “lo mío” o lo de mi tribu.
Amanece, entonces, el tiempo de los “caudillos” democráticos, de los líderes que fundan partidos para la promoción de su persona y plataformas con las que extender sus propuestas fáciles y simplistas que supuestamente permitirán resolver todos los males o temores que nos acucian. Seres iluminados que solucionarán el fenómeno de la migración cerrando herméticamente fronteras o levantando muros; que enfrentarán la globalización de la economía con el aislamiento comercial y los aranceles; que combatirán el terrorismo tachando a todo inmigrante, sobre todo si es musulmán o pobre, de peligroso o delincuente; que no creerán en el calentamiento global ni aceptarán la igualdad de la mujer, repudiando los foros y acuerdos climáticos y revocando, cuando pueden, las políticas de género; que los conflictos territoriales los querrán resolver centralizando otra vez el Estado y suprimiendo las televisiones autonómicas; o que el odio, el egoísmo y la insolidaridad serán las recetas idóneas que propondrán para preservar nuestra –mejor, la suya- identidad frente a las amenazas de la multilateralidad, la diversidad étnica y cultural, y la otredad. Ninguno aportará soluciones complejas porque creen que la gente no es capaz de entender la complejidad de los problemas o seguir con interés ningún análisis minucioso. Piensan, como temía Pessoa en sus Confesiones*, que a sus seguidores no les importa la verdad sino las mentiras que más les gustan, y que sólo aceptan ideas simples, vagas generalidades, porque la mayoría de ellos reaccionan movidos por las emociones, los sentimientos o los impulsos, no por ideas.
Desgraciadamente, es cuando el malestar, la indignación o la apatía de los ciudadanos los vuelve vulnerables y maleables ante los profesionales del populismo y la demagogia, cayendo en una dependencia que únicamente puede desembocar en mayor conflictividad, mayor desencanto, mayor desconfianza en las instituciones, mayor incredulidad en la democracia y en un deterioro general de la realidad, a pesar de que inicialmente parezcan cumplirse sus expectativas. Y no pueden cumplirse porque ni las soluciones eran tan fáciles y simples, ni las promesas de los populistas nunca fueron veraces y sinceras. Es lo que tiene el neofascismo: te promete el cielo pero te aboca al infierno del odio, el racismo, el aislacionismo, el egoísmo, el sectarismo y la intolerancia, destruyendo la democracia, la convivencia pacífica y el progreso de todos. Justamente, el desafío al que nos enfrentamos actualmente si no somos capaces de conjurarlo.
*Confesiones, Fernando Pessoa. Edición de Manuel Moya. Alud Editorial, Fuenteheridos (Huelva), 2018.

viernes, 14 de diciembre de 2018

Esto no es América

La que veta o discrimina arbitrariamente a los inmigrantes, no es la América forjada por quienes emigraron en pos de la tierra de las oportunidades. La que se retira de, o incumple, los acuerdos internacionales no es la América que vela y mantiene la paz y seguridad del mundo como primera potencia mundial. La que construye muros y arranca hijos de los brazos de sus padres no es la América de las libertades y los Derechos Humanos. La que impone aranceles y defiende privilegios mercantiles, no es la América del libre comercio, del mercado de la oferta y la demanda y de una globalización que ella misma había impulsado. La que desprecia razas y credos, no es la América donde se creó la ONU y sus Agencias de Cooperación, Ayuda y Desarrollo. La que se mira el ombligo no es la América que envió un hombre a la Luna. La América del supremacismo que actualmente abochorna al mundo, no es la América que soñaron sus padres fundadores. Esto, definitivamente, no es América. Con música de Pat Metheny y letra de David Bowie.

miércoles, 12 de diciembre de 2018

Danza de las sombras

Desde el primer año de este blog, todos los meses de diciembre recuerdo, escucho y recomiendo el disco December de George Winston, cuyos solos de piano evocan la dulce melancolía de una estación propicia al ensimismamiento en la penumbra de nuestros pensamientos. Esa grabación, que conservo de antiguo, figura junto a otras de una época en la que estaba absorto con la música alternativa del new age, intimista y minimalista, de bandas o artistas de un virtuosismo innegable. Tal vez por variar, este año, además de la pieza de Winston, quisiera que la música de Shadowfax acompañara la sensación de recogimiento de este invierno que nos hace encontrarnos a nosotros mismos y con aquellos placeres que un día saciaron nuestros apetitos más exquisitos. Confío les satisfaga danzar en las sombras de vuestra intimidad y sin más ruido que el murmullo de los sentimientos. Shadowdance de Shadowfax.


martes, 11 de diciembre de 2018

Migración, un problema global

No todo son Salvini dirigiendo personalmente desahucios y expulsiones de inmigrantes en Italia, Trump amenazando con erigir muros, separar hijos de sus madres y blindar con militares la frontera con Méjico, Bolsonaro acusando a los inmigrantes de Brasil de delincuentes o Casado asegurando que hay millones de africanos a punto de invadirnos por el “efecto llamada” de la política humanitaria del Gobierno de España. No todo es esa marea de políticos racistas que agitan el fantasma de la xenofobia para acrecentar el miedo de la gente ante peligros inexistentes, pero agobiados de problemas domésticos, para conseguir sus votos. Por mucho que cunda la estrategia del populismo ultranacionalista en diversos países del planeta para asaltar el poder e imponer sus recetas aislacionistas, excluyentes, proteccionistas y unilaterales, no todo el mundo les sigue la corriente, sino que les hace frente e intentan combatirlas sin demagogias y mediante argumentos racionales y no emocionales, basados en datos objetivos y anteponiendo los Derechos Humanos. Porque de lo que se trata es de personas, no mercancías o circunstancias desfavorables para nuestro bienestar, que son víctimas y no causas de un fenómeno de alcance global. Así se ha contemplado y querido abordar en Marraquech, en el llamado Pacto Mundial por una Migración Segura, Ordenada y Regular, suscrito esta semana.

165 países, de los 193 que integran la ONU, se reunieron en esa ciudad de Marruecos, bajo los auspicios de Naciones Unidas, para materializar el primer esfuerzo multilateral por acordar medidas no vinculantes a la hora de actuar ante el fenómeno de la migración, desde un punto de vista integral, que contemple desafíos y oportunidades. En un planeta que levanta muros culturales, étnicos, lingüísticos, religiosos o políticos, hay cerca de 300 millones de personas que intentan traspasar tales barreras, huyendo de guerras y calamidades, para tener alguna oportunidad de mejorar sus condiciones de vida o, simplemente, sobrevivir. Representan el 3,4 por ciento de la población mundial y su única culpa es haber nacido en áreas de muerte, opresión o miseria. Pero son las naciones más afortunadas y prósperas del mundo las que tratan con denuedo de impedir la inmigración y las que consideran una amenaza para su identidad o seguridad la arribada de migrantes a sus puertas. Utilizando mensajes xenófobos, incitan el rechazo y hasta la agresión de la población al inmigrante, al calificar a este fenómeno como peligroso y a sus integrantes de delincuentes, sin atender la dimensión humana de personas concernidas por los Derechos Humanos y las Convenciones sobre asilo y refugio que todos estos países han suscrito.
El Pacto Mundial para la Migración ha querido poner el foco, precisamente, en los aspectos más hirientes a los inmigrantes, tales como su seguridad (salvar vidas), el acceso a servicios básicos (salud, centros de acogida, etc.), combatir el tráfico de personas (mafias y la trata), promover su integración y facilitar el regreso a sus países de origen. Con ello se persigue minimizar los factores que obligan a estas personas a abandonar y huir de sus países, garantizándoles el respeto a sus derechos y su dignidad como personas. Se busca, en definitiva, contemplar la migración como una oportunidad para nuestras sociedades y no como una afrenta u obstáculo, a través de mecanismos de cooperación que permitan gestionar de un modo racional el fenómeno imparable de la migración. Es decir, todo lo contrario de cómo lo presentan los populismos xenófobos que en la actualidad tienen éxito en algunos países del mundo desarrollado para obtener réditos políticos, obviando que ningún muro podrá detener nunca la migración ni la hará desaparecer. Y olvidando, además, que todos somos extranjeros de un mundo donde nacemos por casualidad, no por voluntad, en las naciones que lo forman.
Contra esta visión comprensiva del fenómeno de la migración, connatural al ser humano desde su aparición sobre la faz de la Tierra, figura Estados Unidos de América, en especial bajo la Administración de Donald Trump, quien se opuso desde el principio a que se llevara a cabo esta iniciativa de la ONU, negándose a participar en el foro y presionando a otros países para que no asistieran a la cumbre celebrada en Marrakech, cuyo proceso de elaboración ha exigido más de 18 meses de reuniones en seis rondas previas. El pacto alcanzado en la conferencia intergubernamental se votará el próximo día 19 en la sede de la Asamblea General de Naciones Unidas, en Nueva York, con la intención de ofrecer al mundo un marco, no vinculante jurídicamente, pero sí moral, sobre la manera de abordar el fenómeno global migratorio desde la cooperación y el respeto de los Derechos Humanos, apoyado por la inmensa mayoría de los países miembros de la Organización Mundial. Como era de esperar, otros países, en los que ha calado el mensaje xenófobo del populismo ultranacionalista, como Austria, Hungría, Polonia, Chequia, Eslovaquia, Bulgaria, Italia y Chile, entre otros, también se han opuesto a rubricar un documento que no es vinculante ni obliga a ningún estado a adoptar medidas sobre sus fronteras, pero que insta a reconsiderar el modo en que se aborda el problema migratorio, evitando políticas excluyentes e insolidarias.
Es, por tanto, motivo de esperanza esta preocupación mundial por los problemas derivados de la gente que se mueve en pos de seguridad, trabajo y dignidad, y que no se detiene frente a las barreras físicas o burocráticas que se hallen en el camino, ni frente a las manipulaciones con las que se les quiera instrumentalizar con fines electorales o partidistas. Ya ha germinado una reacción, auspiciada por la ONU, para contrarrestar el discurso manipulador del nacionalismo xenófobo y excluyente que recorre Occidente y que, incluso, ha hecho mella en Andalucía, región caracterizada por ser hasta ahora crisol de culturas. Y aunque el Pacto Global por la Migración es sólo el comienzo de un cambio de actitud, el acuerdo suscrito por la inmensa mayoría de los países miembros de la ONU es motivo suficiente para la satisfacción y la esperanza de un mundo mejor y más solidario. ¿Con qué cara se presentarán los populistas a inocular el miedo en sus países contra una migración defendida por Naciones Unidas?    

viernes, 7 de diciembre de 2018

No te quise, pero te defiendo

Ayer se cumplió cuarenta años del referéndum con el que los españoles ratificaron el Proyecto de Constitución que unas Cortes, tan fragmentadas como las actuales y en las que convivían franquistas, comunistas, demócratas cristianos, nacionalistas, independentistas y socialistas, habían elaborado con cierto secretismo y discreción, hasta que una primicia periodística desveló lo que trajinaban como cortes constituyentes. Quedaba, así, aprobada la Constitución Española de 1978 (C.E.) que afianzó legal y definitivamente la democracia en España, después de que nuestro país superase un régimen dictatorial que hizo todo lo posible por impedir que las libertades y la tolerancia fueran las guías de conducta de los españoles. Se celebró, pues, ayer, con todo el boato institucional y mediático que merece la efeméride, el 40º aniversario de la entrada en vigor de la C.E. y, con ella, de la restauración de una monarquía parlamentaria como sistema de gobierno de un “Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político” (Art. 1º C.E.). Ayer no quise unir mi voz al coro de aduladores de un texto que en otra ocasión había reseñado en este blog para destacar su indudable trascendencia, pero hoy, sin fastos ni pompas, quisiera aludir a él y destacar mis impresiones al respecto.

Aquella sanción pública de la C.E. culminaba un período de aceleración política que había arrancado con la muerte, en su cama, del dictador de El Pardo, en 1975. Fueron años difíciles, llenos de peligros (la ultraderecha cometía asesinatos y ETA ponía sus bombas y tiros en la nuca a mansalva), pero estaban impregnados de una ilusión desbordante por equipararnos a las democracias de los países de nuestro entorno que era imposible de contener. Algunos, entre los que me hallaba, querían ir más deprisa y romper radicalmente con el pasado reciente. Otros, tal vez por la experiencia que da la edad o la formación de la que yo carecía, postulaban reformas calculadas a partir de lo existente; es decir, unas cortes franquistas y un rey designado por el dictador que confluyeran sin violencia en esa democracia que todos anhelábamos. Por eso, por mi edad y mi rebeldía, yo no voté la Ley de Reforma Política que posibilitó, justo un año más tarde, la aprobación de la C.E. Yo optaba entonces por la ruptura y no por la reforma del régimen heredado de un dictador que se había apoderado del poder gracias a la Guerra Civil que había promovido con su sublevación militar. Afortunadamente, aquella decisión mía no fue compartida por la mayoría de la población que prefirió la moderación y la sensatez.
Tras estos cuarenta años transcurridos, he de reconocer que la Constitución que no quise ni me agradaba, por colarnos una monarquía sin darnos posibilidad de elegir la forma de la Jefatura del Estado, hoy estoy dispuesto a defenderla rabiosamente, cada vez que las urnas nos llamen a ejercer derechos y libertades que ella nos reconoce y garantiza. Sigue siendo, para mi gusto, una Carta Magna imperfecta y hasta timorata, a la que el tiempo ha hecho envejecer en aspectos que merecen una urgente actualización, como es eliminar la prevalencia del varón en la sucesión a la Corona, el reconocimiento nominal de las autonomías que conforman el Estado y la implicación de España en el proyecto de una Europa Unida, entre otras reformas, pero, aún con sus defectos, es la que nos ha proporcionado un largo período de paz y estabilidad política, también social y económica, en el que hemos podido disfrutar de libertades, igualdad, justicia y pluralidad, como preconiza su Artículo primero.
Sin embargo, ayer festejamos el 40º aniversario de la Constitución con las mismas diferencias de opinión que causó su alumbramiento en momentos mucho más difíciles que los actuales. Excepto una salvedad: hoy sabemos que el ordenamiento democrático que de ella emana es lo suficientemente sólido para protegernos, incluso, de quienes pretenden abolirla y conducir al país a escenarios de fragmentación y enfrentamiento entre nosotros. Tales tensiones en la convivencia, los problemas territoriales y la existencia de iniciativas que propugnan el odio y los enfrentamientos serían combatidos por la fuerza o la represión indiscriminada si no existiera la Constitución. Hoy, en cambio, las leyes garantizan los derechos de los que, incluso, incumplen las leyes y cometen delitos. La seguridad jurídica de los ciudadanos, de todos los ciudadanos, es fruto de una Constitución cuya importancia a veces despreciamos o ignoramos, dejándonos llevar por impulsos y arrebatos emocionales.
Y es esa misma Constitución de 1978 la que nos permite elegir, desde su proclamación, a nuestros gobernantes y seleccionar a quienes representarán la soberanía nacional en las instituciones del Estado y el Gobierno de nuestro país, pudiéndonos equivocar a la hora de votar, pero dejándonos rectificar en una próxima convocatoria electoral. La CE hace recaer la responsabilidad de elegir a los votantes, con plena libertad y sin tutelas, porque reconoce que los ciudadanos de este país conforman el pueblo del que emana la soberanía nacional. Ya no hay que aguardar a que se muera un dictador o que un líder providencial nos dirija sin consultarnos, tratándonos como menores de edad. Hoy somos responsables de los gobernantes que elegimos. La calidad de la democracia depende de que la asumamos con respeto y obediencia, resolviendo entre todos los problemas que nos afectan mediante el diálogo, las normas establecidas y en libertad, que también se reconoce en el adversario.
Pretender que una ley, por muy fundamental que sea como es una Constitución, solucione por sí sola todos los conflictos que nos preocupan, es suponer demasiado y pecar de ingenuo. Una Constitución en un texto jurídico que determina el marco legal en el que debemos desenvolvernos para que seamos nosotros, a través de nuestros representantes en la política, quienes abordemos los problemas que padece el país. Y, como toda obra humana, la C.E. es perfectible y reformable para adaptarla a las condiciones y necesidades de una sociedad del siglo XXI, y para que siga protegiendo los derechos y libertades que nos dimos, hace cuatro décadas, cuando aprobamos en referéndum aquel Proyecto constitucional.
Yo no la quise entonces, pero hoy la defiendo rabiosamente, a pesar de sus imperfecciones, frente a quienes desean criticarla o abolirla. Tampoco es cuestión de mitificarla como un texto sagrado, pero sería mezquino no reconocer los logros y beneficios que nos ha deparado en los últimos cuarenta años de convivencia entre los españoles. Por eso, yo me adhiero con sinceridad, cuando los vítores se han acabado, a la conmemoración del 40º aniversario de la Constitución Española. Porque admito que me equivoqué con ella y reconozco el bienestar y la democracia que nos ha permitido disfrutar en paz y libertad. 

miércoles, 5 de diciembre de 2018

Una alternativa: repetir elecciones

El shock que ha producido el resultado de las elecciones celebradas el domingo en Andalucía, en las que ningún partido ha obtenido lo que esperaba y auguraban las encuestas, y la más que probable dificultad en configurar un gobierno de la derecha sin que se traicionen a sí mismas las diferentes marcas con las que ésta se presentó a los votantes, hace que la alternativa de repetir las elecciones, al principio rechazada por todos, comience a ser tomada en consideración por los estrategas de algunas formaciones que no parecen dispuestas a gobernar tapándose las narices.

Y es que la irrupción sorprendente, por inesperada, de la extrema derecha, con peso en el panorama político andaluz como para condicionar la gobernabilidad de la región, ha cogido a todos a contrapié, salvo al perdedor manifiesto de las elecciones, a un Partido Popular que, con tal de pilotar el Gobierno de la Junta de Andalucía a cualquier precio, no hace ascos a ser apuntalado por Vox, el grupo kukuxklán del extremismo filofascista español, al que el líder nacional del PP, Pablo Casado, ha ofrecido ya conserjerías y otras prebendas institucionales si permite que Juanma Moreno, el candidato que perdió las elecciones andaluzas, se siente en San Telmo, sede del Ejecutivo regional. Desde el mismo instante en que se conocieron los resultados, el Partido Popular celebró con incontenida euforia la aparición en el Parlamento andaluz de la facción extremista de ultradrecha que podría permitirle, contando con el apoyo de Ciudadanos, abatir a una presa que siempre se le ha resistido: gobernar en Andalucía.
Líderes de Vox, PP, Cs, PSOE y AA.
Sin embargo, Ciudadanos, la marca conservadora emergente con barniz liberal y centrista que, en realidad, ha sido la única fuerza que ha crecido en votos y doblado su representación parlamentaria, no parece dispuesta a ceder al PP el sillón de Andalucía por mucho que su objetivo en campaña fuera el de desalojar a los socialista del gobierno. Tampoco acepta negociar con la ultraderecha ningún acuerdo al respecto, aunque no reniega de sus votos, sin contrapartidas –al menos, eso dicen-, imprescindibles para investir a su candidato, Juan Marín, como presidente de la Junta. PP y Ciudadanos porfían, así, por conquistar el Gobierno andaluz y ninguno parece estar dispuesto a facilitar el triunfo al otro, a pesar de que los tres partidos conservadores, incluyendo a Vox, confieren mayoría a la bancada de la derecha en el Parlamento de Andalucía. Las negociaciones, por tanto, según Ciudadanos, serán largas y complejas.

Los socialistas, ganadores de los comicios pero sin mayoría para tener opción de gobierno, digieren el batacazo que, por primera vez en 36 años, los manda a la oposición en Andalucía, feudo tradicional del PSOE. Admiten el varapalo, pero se muestran determinados a intentar retener las riendas de un Ejecutivo que durante todo el período democrático ha sido socialista. Ahí radica, precisamente, una de las causas de su derrota: su permanencia en el poder durante décadas, sin que la Comunidad, a pesar de los avances y mejoras conseguidos en el nivel de vida de los ciudadanos, consiga desprenderse de los lastres –desempleo, escasa industrialización, calidad de la enseñanza e infraestructuras- que la anclan en los últimos escalafones del desarrollo en España. El acuerdo de investidura suscrito entre PSOE y Ciudadanos acabó abruptamente meses antes de finalizar la legislatura, dando origen a estas elecciones de resultados tan adversos para los socialistas. Sólo la abstención de Ciudadanos, que insiste en su propósito de expulsarlos del poder, podría posibilitar que retuvieran el Gobierno de la Junta de Andalucía, contando para ello con los votos favorables de Adelante Andalucía, la confluencia de Podemos e Izquierda Unida, que también perdió votos y escaños. La simple alianza de las izquierdas no sería suficiente para construir una oferta de gobierno frente a la mayoría parlamentaria de la derecha. Pero si el pacto entre ellos, es decir, entre PP, Ciudadanos y Vox, resulta inviable, por la negativa de los dos primeros a dejar gobernar al contrario aun contando con el apoyo de la ultraderecha, la perspectiva de nuevas elecciones emerge como única posibilidad para superar el bloqueo al que estaría abocado el Parlamento.
Es por tal razón que, tanto PSOE como Ciudadanos, podrían valorar una repetición de las elecciones como alternativa a la imposibilidad de alcanzar acuerdos que permitan garantizar la gobernabilidad en Andalucía. Ambos estarían interesados en unas nuevas elecciones que mejoren los resultados obtenidos en la actualidad, claramente insuficientes para las pretensiones de las dos formaciones: una, para mantenerse en el poder; y la otra, para dar sorpasso al PP y, si fuera posible, acceder al Gobierno como partido más votado. Y las dos fracasaron en ese empeño. La alta abstención, sin duda, les afectó, dificultando la obtención de los escaños pertinentes a tal fin.
Pero, también, porque la incertidumbre que instala en el panorama andaluz la presencia de un partido xenófobo, machista, contrario al Estado de las Autonomías, que pretende revocar leyes que promueven la igualdad de la mujer y contra la violencia de género, cerrar el canal de televisión autónomo, impedir que la Ley de Memoria Histórica restituya la dignidad de las víctimas que todavía yacen en cunetas y fosas comunes, y que tacha de delincuentes a los inmigrantes, tal miedo e incertidumbre podrían motivar la reacción activa de los ciudadanos para combatir con votos, y no mediante inútiles manifestaciones o concentraciones, el peligro que representa Vox en las instituciones, donde nunca ha estado. El previsible aumento de la participación podría favorecer a PSOE tanto como a Ciudadanos, convirtiéndolos en diques de contención fiables de los embates de la ultraderecha, a la que tan alegremente se ha adherido, por su obsesión en gobernar, el PP.
Parlamento de Andalucía
Nadie ignora que la abstención ha estado alimentada mayoritariamente por el desinterés del votante de izquierda, que no se ha sentido motivado para acudir a las urnas, puesto que las encuestas daban por seguro el triunfo de los socialistas. Unas repetición de las elecciones, ante la situación desencadenada de franco peligro para las conquistas sociales logradas, incentivaría la participación masiva de los electores. De igual manera, la deriva hacia el radicalismo del Partido Popular podría decantar a sus votantes moderados a la opción de Ciudadanos, que se define y comporta como partido conservador y centrista, especular de la derecha democrática europea.
Incluso Adelante Andalucía, que no ha renovado los escaños que ya tenía y mantiene serias diferencias con la dirigencia nacional, dispuesta a pedir responsabilidades políticas por los magros resultados obtenidos, podría ver con buenos ojos unas nuevas elecciones si así consigue frenar el acceso de la derecha al poder en Andalucía, su explícito objetivo antes y, más, ahora en esta coyuntura. Sólo el PP y Vox temerían otra convocatoria a urnas que podría confirmar el derrumbe del primero y corrigir a la baja la irrupción del segundo.
Sede del Gobierno de Andalucía
Surge, por tanto, con cierta consistencia la alternativa de repetir los comicios si la situación de bloqueo obstruye la formación de Gobierno en Andalucía, una alternativa indeseada al principio, pero plausible después, tras una valoración desapasionada de los resultados. Todo depende, en última instancia, de Ciudadanos, y de su voluntad de no dejar gobernar al PP o a una alianza de la izquierda. Veremos.

lunes, 3 de diciembre de 2018

El "cambio" en Andalucía

Andalucía se ha sacudido el voto “cautivo” que propiciaba un “régimen” clientelar para dar paso al voto “democrático” que permite a la derecha acceder al Gobierno de la Comunidad, de la mano de la ultraderecha más impresentable pero simpática que está de moda en estos tiempos de crisis, desmemoria y valores “líquidos”. Por fin Andalucía ha dejado de confiar en los socialistas para salir del furgón de cola del progreso y la modernidad de España, gracias a la ayuda del conservadurismo más ultramontano e insolidario que existe, aquel que se declara contrario a la inmigración, al Estado de las Autonomías y a una Europa Unida que haga frente, con una sola voz y la fuerza del conjunto de sus países miembros, a un mundo global. Ya Andalucía no es territorio del atraso y analfabetismo secular, de cuya habla se mofaba la derecha castiza y de casino que silba las eses, sino la avanzada de una tendencia que, impulsada por esa voluntad de “cambio” prometido por todos los que perseguían desalojar al socialismo de la Junta de Andalucía, ha conseguido instalar la incertidumbre de si será para mejor o peor. Ya nadie podrá reírse de los andaluces como si fueran los paletos de la política. Ya se ha producido el “cambio” en Andalucía.

domingo, 2 de diciembre de 2018

¿A mejor o peor?

Las elecciones que acaban de celebrarse en Andalucía ofrecen unos resultados que ninguna encuesta había vaticinado. Más allá de esos grandes rasgos que apuntaban al triunfo en minoría del PSOE y el batacazo del PP, con claro ascenso de Ciudadanos, como tendencia general, los sondeos no aclaraban con detalle el panorama político en la región más poblada de España. Sin embargo, con el 97 por ciento del recuento escrutado de estas elecciones, resulta que irrumpe la ultraderecha, sin presencia previa, como variable que no había sido considerada determinante por nadie, tan determinante que se convertirá en la llave que posibilite la formación de Gobierno y, por consiguiente, la que permita el reclamado “cambio” en Andalucía, tras 36 años de gobiernos socialistas.

De 105 escaños del Parlamento Andaluz, la derecha ocupará 59, gracias a los 12 diputados que han resultado elegidos para representar la ultraderecha en la región. El Partido Popular pierde siete y se queda con 26 diputados, lo que lo convierte en el virtual vencedor de estas elecciones, con posibilidad de gobernar si consigue el apoyo de Ciudadanos -21 escaños- y de Vox -12 diputados-. PSOE, con 33 diputados, será el gran derrotado, pasando a la oposición por primera vez en cerca de 40 años en Andalucía.
Si las formaciones “constitucionalistas” no impiden que un partido xenófobo, antieuropeo y abiertamente contrario al Estado Autonómico consagrado en  la Constitución sea quien lo decida, Andalucía se embarcará por una senda del “cambio” que nadie sabe si será a mejor o a peor, aunque sí equiparable a las veleidades que se suceden en otras latitudes, donde han aupado al poder a populismos ultranacionalistas con capacidad de atraer el descontento y la frustración de la gente. Si estas elecciones andaluzas suponían un test de la política nacional, queda demostrado que España no se quedará al margen de los “cambios” que acontecen en el mundo y se sumará a los Trump, Salvini y Bolsonaro, por citar algunos, que surgen a nuestro alrededor sin estar previstos ni ser deseados.
La derecha española, y la andaluza en particular, celebra poder desalojar a los socialistas del poder aunque sea con la ayuda de una extrema derecha que cuestiona el propio sistema constitucional que posibilita su existencia. Tal probabilidad ha dejado de ser una mera posibilidad para materializarse en un factor crucial de la realidad política de España, como Andalucía acaba de evidenciar. Que ello, además, signifique un verdadero revolcón en el Gobierno de la Junta de Andalucía, con un cambio de rumbo drástico en un territorio de arraigado voto de izquierdas, parece un asunto de segundo nivel. El vuelco que nadie creía posible se ha producido y las sedes nacionales de todos los partidos están desde hoy teniéndolo en cuenta en clave, justamente, nacional.

Andalucía ha sido, en verdad, un test y ha sido sorprendente. Queda por ver si será para mejor o peor.