martes, 31 de marzo de 2020

Vivencias de un enclaustrado (8)


Voy perdiendo la cuenta de los días que llevamos enclaustrados entre cuatro paredes. Jornadas sucesivas que se repiten monótonamente, como déjá vus de lo que ya hemos experimentado o visto anteriormente. Sin desearlo, una especie de rutina se instala en estos días que son excepcionales en nuestras vidas, sobre hechos que jamás habíamos padecido ni conocido en nuestras confiadas existencias. Estamos acostumbrándonos a la rutina de la anormalidad cotidiana, como única manera, tal vez, de soportar un cautiverio que te condena a la inactividad y la melancolía.

Sólo la lluvia de la pasada noche, como ecos de tambores lejanos en medio de la oscuridad, pudo romper la soledad de un encierro que nos lleva a la cama por inercia, sin ganas. El sonido de las gotas al caer contra ventanas y tejados, despertando recuerdos infantiles de tormentas remotas, ayudó a sumergirnos entre los sueños con una placidez voluptuosa. Noche de lluvias que remedaba estos días extraños de confusión y temor y preconizaba un amanecer radiante y esperanzador, aunque acechado de nubarrones. Un paréntesis de ilusión para no rendirse al desánimo y el aburrimiento. Y un día más cerca de ese horizonte de libertad que anhelamos al despertarnos.    

domingo, 29 de marzo de 2020

Vivencias de un enclaustrado (7)


Atravesamos la mitad del período de confinamiento, quince días enjaulados en nuestros propios domicilios con la esperanza de que esto pase pronto. Nos falta otra quincena, si no alargan aún más la cuarentena, para vislumbrar la luz detrás de la puerta que nos mantiene enclaustrados. Cuando llegue ese día, nadie sabe qué se decidirá. Entonces, ya veremos. Mientras tanto, el agotamiento psíquico empieza aflorar. Se nos acaban las motivaciones para mantenernos activos, atentos, confiados y ocupados durante este tiempo de encierro e inactividad. El desánimo acecha cada día y la voluntad desfallece. Es muy duro una situación así para los que acostumbramos hacer vida en la calle, compartiendo con familia y amigos el aire y la libertad. Muy duro.

Sin embargo, la resignación y una mentalización constante, que nos permita compararnos con quienes soportaron experiencias mucho peores, ayuda a no claudicar y mantener el afán de victoria. El recuerdo de Ana Frank, la niña alemana de ascendencia judía que pasó más de dos años oculta de los nazis, durante la Segunda Guerra Mundial, hace de nuestro aislamiento un paseo fugaz. Y la memoria de familiares y amigos que desaparecieron demasiado pronto, provocándonos un vacío mucho más profundo e insoportable, nos lleva preferir esta situación a sus muertes. Ojalá pudieran quejarse con nosotros de estar separados y aislados, temporalmente, por culpa de un virus, que no para siempre. Estos pensamientos traviesan mi mente en los frecuentes instantes de debilidad que estos días favorecen. Reconozco que no soy ni héroe ni fuerte, sino simplemente humano que de vez en cuando se derrumba ante la adversidad. Mi familia es mi única fortaleza.

sábado, 28 de marzo de 2020

¿De qué hablar?


Llevamos más de dos semanas enclaustrados a cal y canto en nuestros domicilios para protegernos de un virus sumamente contagioso. Se trata de una pandemia que ha llevado la infección, el shock social y la muerte allá por donde ha pasado, desde China, núcleo inicial de la epidemia, hasta España, donde el número de afectados no deja de crecer. Un tercio de la humanidad, como titula un periódico, vive ya confinada a causa de esta enfermedad, 2.600 millones de personas que tratan de eludir a este virus encerrándose en sus casas. Es por ello que la atención y preocupación de la gente y de los medios de comunicación están concentradas en este problema, tal vez el más grave, extenso e intenso que haya conocido nunca el mundo moderno. Desde las antiguas pestes (bubónica, negra, etc.), la última de las cuales también se originó en China, hasta la pandemia del sida, la población actual ignoraba la absoluta vulnerabilidad a la que está expuesta en estos tiempos caracterizados por la globalización, globalización también de las enfermedades, por la que una infección asiática se contagia al resto del mundo con la rapidez de nuestros desplazamientos y medios de transporte. Jamás la actual generación viva del planeta se había enfrentado a un problema sanitario de semejante envergadura, y sin medios para combatirlo. Son tiempos, pues, de estupor y miedo. No resulta extraño, por tanto, que este asunto, que afecta a la salud de todos, eclipse todos los demás de la actualidad.

Pero la realidad, sin embargo, es diversa y compleja, y sigue ahí influyendo, de manera latente, en nuestras vidas y en la gobernanza mundial. Hay otros asuntos, menos urgentes si se quiere, que también forman parte del marco en el que se desenvuelve nuestra convivencia, como colectividades interrelacionadas e interdependientes, y condicionan nuestras expectativas de futuro.

Uno de esos asuntos es la monarquía: un tema muy espinoso, pero silenciado por el protagonismo de la pandemia. Se trata de la presunta actividad delictiva del Rey emérito, que está siendo investigada por la Justicia suiza a causa de una cuenta a su nombre utilizada para blanquear capitales y eludir impuestos. Es un tema grave porque pone en cuestión la integridad moral de esta institución que encarna la Jefatura del Estado en España, un pilar básico del sistema democrático surgido con la Constitución de 1978. Tan grave para el crédito y la confianza de la Corona que el actual Rey de España, Felipe VI, se ha visto obligado a hacer público un comunicado oficial de la Casa Real para desvincularse de las actuaciones de su padre y renunciar a cualquier herencia que pudiera corresponderle, fruto de esas actividades presuntamente delictivas. De esta manera, vuelve aflorar a la opinión el debate social sobre el régimen político del Estado, lo que acabará condicionando, no sólo la política, sino también la convivencia serena y reflexiva de la población.

Porque la redefinición de nuestro Estado coexistirá con las tensiones territoriales que alimentan algunas regiones. No hay que olvidar que, aunque estemos confinados, el independentismo catalán vive sus horas bajas, pero sigue coleando. Continúa presionando donde y como puede para no ser ocultado por la coyuntura. Así, un día exige, por ejemplo, el cierre de las fronteras catalanas -como si fuera un territorio independiente- para aislarse de la pandemia que asola España. Y otro día rechaza la colaboración que el Ejército pueda prestar en Cataluña durante la pandemia, viéndose obligado a rectificar más tarde, cuando se desbordan los casos, para solicitar la ayuda de la UME (Unidad Militar de Emergencia) para desinfectar instalaciones. Con todo ello, el Govern no persigue proteger a los catalanes, sino conseguir iniciativas que puedan interpretarse favorables al objetivo secesionista. No cejan en el empeño de utilizar el mal que a todos nos afecta para sus fines políticos, dividiendo a la sociedad en su conjunto. Un espectáculo sumamente triste.

Mientras tanto, el mundo sigue girando. En EE UU, donde su presidente, Donald Trump, se permitió minusvalorar la gravedad de la pandemia y aprovechar su aparición en China para profundizar su guerra comercial con aquel país, han tenido que adoptar también el aislamiento de la población, el uso de las mascarillas y el cierre de muchos comercios. Trump es reacio a tales medidas porque, para él y para muchos empresarios y magnates, lo que prima es la economía, no la salud y las vidas humanas. Comparte el gen más radical o ultra de algunos republicanos, que se ofrecen hipócritamente a morir por el mercado, cuando los que mueren son las víctimas de sus políticas contrarias a una sanidad universal y a las ayudas a los más necesitados.

Sin embargo, hasta Donald Trump también ha tenido que rectificar, entre otros motivos, porque en noviembre los estadounidenses vuelven a las urnas. Trump es hábil con enemigos inventados -China. Venezuela, inmigrantes, etc.- que le sirven para envalentonarse y lanzar amenazas apocalípticas de nulo efecto, pero es incapaz de lidiar con los problemas reales, como la pandemia del coronavirus. La próxima campaña electoral le ha obligado a impulsar el plan de rescate económico más importante, por su cuantía, en la historia de EE UU. Ha tenido que abandonar su ideología de que el mercado satisfaga las necesidades de los ciudadanos para asumir la que permite al Estado protagonizar la atención de tales necesidades, como preconizan los “socialistas”. Es decir, ha debido de hacer lo contrario de lo que pregona el neoliberalismo que él lidera. Y, para colmo, ha tenido que pedir la colaboración de China para compartir información con la que hallar soluciones a este problema mundial. Es una mutación absoluta de su ultranacionalismo aislacionista hacia un internacionalismo multilateral. Y todo para no verse sobrepasado como un completo inútil en la gestión de esta pandemia que ya ha convertido a EE UU en el país con mayor número de infectados del mundo. ¡Cuántos sapos para ganar la reelección!

Pero no reniega a su condición de matón. Para compensar tantas renuncias ideológicas, cual sheriff del Oeste, Trump ha puesto precio a la cabeza de Nicolás Maduro, ofreciendo una recompensa a quien consiga derrocarlo en Venezuela. ¡Quince millones de dólares por su captura! Lo que no consigue con la política, incluso con los embargos, lo quiere lograr con la avaricia de los mercenarios. Es la única estrategia que le queda para expulsar a Maduro, al que considera un dictador, del poder del país sudamericano, y que cuestiona la política y el derecho que se arroga el poderoso vecino del Norte para interferir en el resto del continente.

Es probable que el presidente venezolano pueda ser considerado un dictador, pero tanto como pueden serlo Putin en Rusia o Netanyahu en Israel, incluso Xi Jimping en China y, desde luego, Mohamed bin Salmán en Arabia Saudita. Todos ellos pretenden eternizarse en el poder y/o manipular las elecciones a su antojo para mantenerse en el cargo. Pero a ninguno, sin embargo, EE UU le ha puesto una recompensa para liquidarlos, como a Nicolás Maduro. ¿Qué ojeriza tiene Trump con Venezuela? Simplemente, intereses geopolíticos en una región que cree de su incumbencia, como considera a todo el continente americano. Ningún país gobernado por líderes o partidos de izquierdas han sido tolerados en ese “patio trasero” de EE UU y, tarde o temprano, máximo si poseen capacidad de autosuficiencia y de irradiar su ejemplo, como Venezuela con su petróleo, han sido barridos a las malas o a las buenas del poder. Como las cañoneras están mal vistas en estos tiempos, se recurre a manijeros locales, a los embargos y, ahora, a los cazarrecompensas, antes que acudir a las bombas de crucero y los marines.

Todo esto -y más- sucede mientras permanecemos en nuestras casas desde hace más de dos semanas, sin que apenas nos demos cuenta. La repercusión de tales hechos se notará en nuestras rutinas cuando vuelvan a la normalidad, ya sea cambiando las reglas en las relaciones internacionales, en la política nacional o en el precio de las energías. Así que preparémonos para cuando recuperemos la capacidad de seguir la actualidad en toda su complejidad y diversidad. No ha dejado nunca de actuar e influir en nuestras formas de vida.  

jueves, 26 de marzo de 2020

Vivencias de un enclaustrado (6)


Hay días en que el ánimo se despeña y la desesperación, cunde. Días en los que perdemos la esperanza y la confianza en nosotros mismos. Pero el desánimo no es por mí en particular, porque me considero un afortunado que está (todavía) sano, no ha perdido sus ingresos (pensión), disfruta de las comodidades de su hogar y su familia está confinada pero sana, sino por nosotros como país.

Porque este país ha conquistado un desgraciado récord´: supera ya a China en número de fallecidos por coronavirus, y con una población 70 veces menor que la del país asiático. Algo, por tanto, no se está haciendo bien para que no podamos controlar y frenar la expansión de esta epidemia, como lograron chinos y surcoreanos. Teníamos los ejemplos de aquellos países, además de los de Italia y Japón, y parece que no aprendemos de sus aciertos ni evitamos sus errores. Nos dedicamos a pelearnos entre nosotros.

Antes de unirnos frente a esta pandemia, como dice la propaganda oficial, algunos aprovechan la desgracia para confrontar con el gobierno. Son aquellos buitres de la política que prefieren obtener réditos de una catástrofe sanitaria en vez de ayudar a combatirla. Los mismos que no hacen más que preguntar por qué no se prohibió la manifestación del 8-M (Día de la Mujer) en Madrid, para no tener que hacer la pregunta pertinente: por qué Madrid ha sido tan vulnerable a esta infección hasta convertirse en el mayor foco de la misma. Hacen uso del miedo para instalarnos en la sospecha y las acusaciones gratuitas. Porque, que se sepa, también se celebraron esas manifestaciones feministas en todas las capitales de provincia, sin que produjeran focos de infección tan graves como Madrid. Además, se celebraron en España más de 4000 partidos de fútbol, 680 de baloncesto, 1000 de otros deportes, 18000 misas en sitios cerrados, el congreso de Vox y otras muchas congregaciones de público en cines, teatros, conciertos, centros comerciales, etc., como informa en su cuenta de Twitter Luis Beltri Baudet, y ninguno de ellos desató con tanta virulencia la epidemia. ¿Por qué Madrid?

Que un país civilizado, moderno y relativamente rico, como España, tenga problemas para frenar la infección, a pesar del confinamiento a que nos tiene sometidos, es, más que preocupante, alarmante. Y que nuestros políticos se dediquen a la diatriba partidista en lugar de aunar esfuerzos, es definitivamente frustrante. Por eso no resultan extraños estos altibajos que padecemos. No somos tontos ni crédulos que sólo se dedican a aplaudir. Sabemos que, si ese elevado número de muertos es la ola de la que nos habían advertido, nos están mintiendo. Esto es un tsunami que los desborda. Nos arrasa a todos. Por eso, hoy, el pesimismo hace mella en mí. Lo siento. Dejo la actualidad y vuelvo a Cioran.

miércoles, 25 de marzo de 2020

Vivencias de un enclaustrado (5)


Desde que estoy confinado, nunca antes había desayunado tantas veces en mi casa. Salvo alguna contada ocasión. Siempre he preferido hacerlo en la calle, bien por necesidades laborales, bien por simple placer de limitarme a solicitarlo y esperar que me lo sirvan en un bar. Por una razón u otra, me he acostumbrado y apreciado, quizá en exceso, a ese ratito matutino, distendido en la mesa de una cafetería, que me permitía degustar una taza de café recién hecho, humeante y oloroso (la diatriba entre vaso o taza es capítulo aparte, igual que el de la leche con espuma o sin ella, y caliente para soplar o simplemente templado), mientras hojeaba la prensa del día, con el deleite de quien así despierta el cuerpo gracias a la bebida y espabila la mente con las noticias. Debido al enclaustramiento que soportamos por el maldito virus, se ha hecho una rutina deseable y entretenida tener que preparar diariamente yo mismo el desayuno. Reconozco que, los primeros días, eso representaba una tarea insoportable, por obligatoria más que por otra cosa. Lo consideraba una pérdida de tiempo. Pero, a estas alturas del encierro, tal dedicación ha devenido en el tiempo mejor empleado y el más eficaz “antiestrés” que podemos permitirnos mientras dure el cautiverio. Preparar la cafetera -exprés, por supuesto, nada de cápsulas-, tostar el pan y untarlo de mantequilla o aceite, para después sentarse en la mesa de una cocina impregnada en aromas de café y pan, es un placentero ritual que aligera el peso de este confinamiento prolongado. Claro que, previamente, he ido al quiosco de prensa, aprovechando ese resquicio que permite el vigente estado de alarma para airearme un poco, como los que sacan a sus perros, porque lo que de ninguna manera concibo es desayunar sin un periódico al lado. Podré estar enjaulado, pero lo que no puedo estar es sin prensa. Prefiero en tal caso no desayunar. Manías mías.

martes, 24 de marzo de 2020

Profesionales, no héroes


Aplaudimos a rabiar todos los días a los sanitarios que enfrentan esta epidemia en primera línea en los hospitales. Parece que acabamos de descubrir la labor que desempeñan los profesionales de la sanidad pública ahora que padecemos una pandemia por el coronavirus Covid-19. Sin embargo, también lo hacen con cada patología, desde un infarto, una leucemia o un politraumatizado, entre otras, que han de ser atendidas en sus correspondientes servicios especializados. En todos los casos no hacen más que una cosa: ser profesionales competentes, honestos y responsables. No es cosa de ahora, es de siempre, a pesar de la disminución de plantillas, escasez de recursos, reducción de sus nóminas y recortes económicos con los que se taló salvajemente la sanidad en España en tiempos de austeridad y tijeras sobre el gasto social. Muchos de los que estimaban aquellas inversiones -que no gasto-, como despilfarro son los que con mayor denuedo exigen hoy más equipamientos y personal cualificado, como si todo eso brotara por ensalmo. Seamos sinceros y reconozcámosle a los sanitarios su verdadera condición de profesionales y no los tratemos hipócrita y coyunturalmente de héroes. Aplaudámosle en silencio con el respeto y la consideración que se merecen diariamente por su buen hacer profesional y su entrega personal. Porque no son héroes, son profesionales.  

lunes, 23 de marzo de 2020

Mensaje a nuestros lectores


Enciérrate en casa y no salgas. Así el virus no te atrapará.
Cuando desaparezca, volveremos a pisar las calles.
Sólo entonces, sin virus, viviremos tranquilos.

Lock yourself up at home and don't go out. That way the virus won't catch you.
When it disappears, we'll step on the streets again.
Only then, without viruses, will we live peacefully.

Enfermez-vous à la maison et ne sortez pas. De cette façon, le virus ne vous attrapera pas.
Quand il disparaîtra, on marchera à nouveau dans la rue.
Ce n’est qu’alors, sans virus, que nous vivrons en paix.

Chiuditi a casa e non uscire. In questo modo il virus non ti catturerà.
Quando scompare, andremo di nuovo in strada.
Solo allora, senza virus, vivremo pacificamente.

把自己锁在家里,不要出去。这样病毒就不会抓到你了
当它消失时,我们将再次踏上街头。
只有到那时,没有病毒,我们才能和平地生

حبس نفسك في المنزل ولا تخرج بهذه الطريقة الفيروس لن يمسك بك.
عندما يختفي، سنتقدم في الشوارع مرة أخرى.
عندها فقط، بدون فيروسات، سنعيش بسلام.


domingo, 22 de marzo de 2020

Vivencias de un enclaustrado (4)


Nuestros temores se confirman y nos llenan de desasosiego. Hay que estar todo un mes encarcelados en nuestros domicilios porque así lo exige la batalla contra un virus escurridizo y sumamente contagioso. La primera semana de esta condena ha servido, al parecer, para que vayámonos mentalizando de lo que nos espera, de lo que, secuencialmente, tenían preparado para nosotros desde un principio para acondicionarnos a un aislamiento prolongado como único modo posible y eficaz, hasta que se descubra la vacuna, de evitar la propagación masiva del contagio a toda la población. Más que falta de información o claridad en sus mensajes, lo que nuestros gobernantes han hecho es tratarnos como niños o ignorantes, a los que hay que acostumbrar poco a poco a las nuevas situaciones, para que las entiendan y las asuman. No nos han creído capaces de comprender la magnitud del problema ni de adoptar, desde el primer día, las actitudes inevitables para enfrentarnos a él con rigor y decisión. Y nos han ido convenciendo gradualmente, de manera psicológica. Nos han impulsado a aplaudir todas las tardes desde los balcones para inculcarnos solidaridad y conseguir la cohesión de toda la sociedad con las medidas adoptadas. Nos han saturado de mensajes subliminales, cada vez más impactantes, sobre los sacrificios y los daños que conlleva esta pandemia para que vayámonos resignando a lo peor. Y lo peor es que lo peor está por llegar. Que debemos continuar enclaustrados durante un mes, por lo menos. Y que el número de muertos irá en aumento. Que el curso escolar puede darse por finalizado este año. Que el desempleo será, otra vez, insoportable y duradero. Y que nadie sabe a ciencia cierta cuándo terminará esta pesadilla. Este es, en fin, el bajón que me ha provocado el último mensaje gubernamental. Gracias por levantarnos la moral de esta manera. Mañana será otro día. ¿Qué sorpresas nos traerá?

sábado, 21 de marzo de 2020

Vivencias de un enclaustrado (3)

El tiempo avanza con exasperante lentitud cuando la rutina es claustrofóbica. Hay que hacer un esfuerzo permanente para no caer en la abulia y melancolía paralizantes. Una especie de “vértigo inmóvil, pereza sobrenatural” como diría el filósofo. Cada cual busca un salvavidas y se encierra en su mundo, un aislamiento ajeno y extraño a los mundos de los otros, los demás náufragos en este cautiverio. Ha pasado sólo una semana, ignorando cuántas nos aguardan encerrados, en la que siquiera nos hemos dado cuenta de haber dejado atrás el invierno, sumidos en la inquietud y con las noches recorriéndonos las venas. Jamás la primavera había hecho una aparición tan triste y desolada, sin rostros que la reciban acariciados por el sol que se derrama al mediodía sobre los pétalos de las flores. Tanta inmovilidad agarrota no sólo las articulaciones, sino también el ánimo, por mucho que intente distraerse con los recuerdos y las moscas. Una reclusión forzosa, un castigo impuesto por expertos y gobiernos para la supervivencia de todos, incluidos los suicidas y los dementes que no atienden ni entienden razón alguna ni protocolos sanitarios. La única manera de superar estas horas eternas es con resignación. Consuela el padecimiento más lacerante que atormenta el alma de las víctimas de la falta de bondad y justicia, de la crueldad del hombre. Por eso me sumerjo, para reconciliarme conmigo, en la lectura de Emil Cioran, aquel pesimista empedernido que era capaz de asegurar: “Acepto ser el último de los hombres, si ser hombre es parecerse a los demás”.*

*: Emil Cioran, Cuadernos 1957-1972. Tusquets editores.

viernes, 20 de marzo de 2020

Presunto delincuente real

Como si no acumulara suficiente desprestigio, una nueva mancha ha venido a empañar los brillos de la corona real, aquella que cubre la cabeza inviolable y no sujeta a responsabilidad del Rey, aunque sea emérito. Parece que la fatalidad es el destino de una monarquía que nació de forma irregular, por capricho de un dictador, impuso “democráticamente” su legitimidad mediante un referendo sobre la Constitución que no ofrecía ninguna alternativa, actuó decisiva y ejemplarmente en momentos críticos de involución democrática, cuando los residuos del antiguo régimen pretendieron restaurar violentamente el fascismo, se le consintió un comportamiento personal licencioso e hipócrita, con sus amoríos y amistades de dudosa reputación, y ha acabado como empezó: el hijo repudiando al padre para salvar a la corona. Un historial nefasto para una institución que debe representar a los españoles, encarnar la Jefatura del Estado y que aspira a eternizarse por vía consanguínea hereditaria. Tal vez esto último sea su mayor y más grave problema: que está condenada a un legado genético en el que no prima el mérito ni la capacidad, menos aún el refrendo soberano de la ciudadanía.

Don Juan Carlos de Borbón y Borbón, Rey emérito al ser jubilado del cargo y sucedido por su hijo Felipe, en quien abdicó en 2014, siempre fue un tipo campechano, sospechoso de trapicheos oscuros, aficiones privilegiadas (los elefantes de Botsuana y los yates de Palma de Mallorca lo atestiguan) y proclive a las malas compañías, todo lo cual le era tolerado mientras redundara en réditos para el país y a su empeño de abrirse al mundo, donde otras monarquías, como la saudí, lo acogían como un miembro de la familia, posibilitando unas relaciones que la vía diplomática no conseguía. Pero su acceso al trono no fue voluntario ni elegido por sus “súbditos”, sino impuesto por un dictador que, tras salir victorioso de la guerra civil que había desatado contra la República, vio en aquel niño el instrumento para perpetuar su régimen autoritario en una monarquía reinstaurada, moldeada y “atada y bien atada” de acuerdo a sus gustos imperiales. No respetó siquiera la línea de sucesión de una monarquía española de amplio recorrido histórico, sino que convirtió España en un reino a partir de un eslabón nuevo que Franco se encargó de educar y preparar para el futuro monárquico que él había planificado. A tal efecto, promulgó una Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, convertida en ley fundamental de aquel régimen que dejaba todo previsto y aclarado. Tal es, sin duda, el “pecado original” de la monarquía parlamentaria que el Rey Juan Carlos I, ejerciendo de Jefe del Estado, quiso hacerse perdonar con el desempeño escrupuloso y constitucional, para dejar atrás la dictadura, de su papel arbitral en la política del sistema democrático surgido en 1978. No es cuestión, pues, de negarle méritos, porque es indudable que el Rey Juan Carlos ha prestado grandes servicios al país como su más alto servidor público. Pero se los ha cobrado.

Durante sus más de 39 años de reinado, el Rey emérito compaginó su simpática y excelente imagen pública con sus tentaciones y avaricias, siempre al amparo del silencio y el respeto con los que su figura era tratada por los poderes públicos, los medios de comunicación y la sociedad en su conjunto. Una imagen reforzada por su decidida intervención a la hora de frenar, no secundándola, la intentona golpista del teniente coronel Tejero, quien, al mando de un grupo de militares y guardias civiles más el apoyo civil de la ultraderecha, pretendió liquidar la neonata democracia con aquella orden de “quieto todo el mundo”, pronunciada, pistola en ristre, en el Congreso de Diputados, en febrero de 1981.

De eso hace ya muchos años y las rentas del prestigio no dan para vivir tanto. Menos aún si se dilapida la fortuna de manera insensata y deshonesta. Escándalos y abusos han arrinconado al Rey Juan Carlos, despojándolo de la máscara de autoridad moral con que ocultaba sus vergüenzas, confiado en su impunidad constitucional. Lo que se silenciaba pero se sabía o intuía, lo que tapaban los poderes públicos y protegían con celo los servicios de inteligencia, ha terminado por aflorar, imposible ya de contener la bola inmensa de sinvergonzonería que ha ido engordando con pasión real. Ya no son simples affaires sentimentales, viajes secretos o imprudencias en safaris de piezas mayores. Ya son conductas indecorosas, corrupción y supuestos delitos cometidos bajo el manto protector de su inviolabilidad. Trapicheos de envergadura que afloran bajo las faldas de una de sus incontables “amigas”.

La cosa se conoce porque la fiscalía de Suiza investiga el entramado societario de una cuenta en un banco de aquel país, Mirabaud, que recibió 100 millones de dólares en 2008, transferidos desde Arabia Saudí. Esa cuenta era controlada por la fundación Lucum, domiciliada en Panamá y administrada por testaferros, uno de los cuales es un primo del Rey emérito. El primer beneficiario de la fundación y de la cuenta era don Juan Carlos. Y de esa cuenta salieron 65 millones de dólares, en 2012, como donativo a favor de Corinna zu Sayn-Wittgenstein, una amiga íntima del Rey, la que lo acompañó a Botsuana, aparecía junto a él en actos oficiales y le asesoraba en otros temas. La misma cuenta de la que también salieron otros dos millones para otra “amiga” del Rey, Marta Gayá. Al parecer, esta forma de romper una relación sentimental ha sido una constante del monarca, ya que utilizó idéntico procedimiento cuando acabó su “amistad” con Bárbara Rey. Entonces la despreciada actriz española amagó con contar lo que sabía, fue sometida a amenazas y acabó recibiendo otro generoso “donativo”, como el que se repitió con Corinna, que la hizo callar para siempre.   

Lo peligroso de todo ello no es la desfachatez faldera del monarca, sino los delitos fiscales y la corrupción que supuestamente deja traslucir el comportamiento licencioso del Rey Juan Carlos. Porque, gracias a la labor de la justicia extranjera, puede seguirse ya la pista del dinero, cosa que en España ha sido imposible a causa de la inviolabilidad del Rey. Por eso se sabe que el ingreso de 100 millones de dólares se produce después de firmarse un acuerdo comercial entre España y Arabia Saudí para la construcción del AVE a la Meca, un acuerdo facilitado por las relaciones “familiares” entre ambas monarquías y rematado con la entrega de la medalla del Toisón de Oro al soberano saudí. La justicia suiza investiga una trama dineraria que acabó engrosando la cuenta del Rey tras pasar por testaferros y empresas offshore, el recorrido habitual para camuflar dinero negro y comisiones opacas.

Y esa era, precisamente, la dedicación “oficial” de la amiguita del Rey, ser “comisionista”, como ella misma se definía. Mientras mantuvieron la relación, Corinna tuvo conocimiento y accedió a información sobre la trama de empresas, fundaciones y testaferros de los que el monarca presuntamente se ha servido para ocultar su patrimonio. Un patrimonio millonario acumulado durante años, cuya procedencia jamás se ha hecho pública y ha eludido siempre la acción fiscalizadora de Hacienda. Lo grave del asunto, por tanto, es que descubre a un Rey que cobra comisiones aparte de su “sueldo”, oculta su dinero a través de una red de corrupción y practica la elusión fiscal para no pagar impuestos. Es decir, además de la moralidad farisea de una monarquía que se exhibe como católica practicante y casa a sus hijos según los ritos de esta confesión religiosa en suntuosas catedrales (mientras comete infidelidades, separaciones y nupcias con divorciadas, etc.), la actuación del Rey emérito desvela que supuestamente es capaz de cometer delitos que su fuero privilegiado no permitía, al amparo de la inviolabilidad que lo protegía. Se ha comportado supuestamente como un delincuente real.

La inviolabilidad del Jefe del Estado es un escudo legal para proteger la institución e impedir su desestabilización por medios judiciales o políticos, no para amparar conductas delictivas de las personas que la encarnan o representan. Con todas sus salvaguardas y fueros institucionales, hasta el Rey está sometido a la igualdad ante la ley, como el resto de los ciudadanos. Por eso es muy grave lo realizado presuntamente por don Juan Carlos de Borbón. Tan grave que su hijo, el actual Rey Felipe VI, se ha visto obligado a difundir, en pleno estado de confinamiento del país, un comunicado desligándose de las actuaciones de su progenitor, renunciando a toda herencia que pudiera corresponderle a él y a su hija, la princesa heredera del trono, de ese patrimonio oculto, reconociendo que no tenía conocimiento de tales actividades ni que fuera nombrado beneficiario de su entramado societario y anunciando que avisó a las “autoridades competentes” de todo ello. Ha tenido, pues, que “matar” a su padre para defender la monarquía, como su padre tuvo que hacer con su abuelo, que también tenía dinero en Suiza, para poder ponerse la corona que Franco le entregó arbitrariamente, en un acto autoritario más del dictador para impedir que los españoles eligieran un futuro no diseñado por él.

Una gravedad que se acrecienta cuando, en el propio comunicado de la Casa Real, se informa de que el Rey Felipe VI hacía un año que conocía todo este embrollo escandaloso de su padre por ocultar una fortuna en paraísos fiscales. Y lo sabía porque, según detalla en el comunicado, en marzo de 2019 recibió una carta de un despacho de abogados londinense en la que le comunicaban que había sido designado como beneficiario de la fundación Lucun, cuando su padre muriese. A pesar de ello, no es hasta ahora, un año después, cuando el Rey ha proporcionado esa respuesta contundente, que ha hecho pública la Casa Real, con la que se desliga de su padre, de sus actividades y de sus negocios ocultos, renunciando a toda herencia que pudiera legarle, fruto de ese patrimonio oculto. Contundente, pero algo tarde.

Una sociedad madura como la española admite que sus próceres no sean las idílicas personas que se imaginan, mientras puedan ser reprendidas por la justicia cuando cometen delitos. Del Rey al porquero, tomos somos iguales ante las leyes, aunque algunos, en función de su cargo, posean fueros y privilegios que hagan más escrupulosa la acción de la justicia. Y en estos tiempos en que se exige a la totalidad de la población el acatamiento estricto de las órdenes del Gobierno para guardar un confinamiento riguroso en sus domicilios, so pena de sanciones, hubiera sido deseable que el mensaje que el Rey Felipe VI dirigió a la ciudadanía, agradeciendo su colaboración y responsabilidad por tales medidas sanitarias, añadiera alguna referencia a la responsabilidad de todos, incluyendo a su padre, en el respeto a la ley, de la que nadie está exento. Hubiera sido un detalle de honestidad y lealtad hacia un pueblo, al que representa, que afronta estoicamente momentos de grandes dificultades. Entre otras cosas, porque tan letal es para la sociedad la epidemia del coronavirus como la existencia de un presunto delincuente real. Y ya que habla de una cosa podría también hablar de la otra.

jueves, 19 de marzo de 2020

Vivencias de un enclaustrado (2)

Voy por el quinto día de cautiverio con mis altibajos de ánimo. En ocasiones me asalta el optimismo y me dedico a lo que todos: hacer como que hago cosas interesantes y creerme que aprovecho el tiempo. Es decir, escucho música, me enfrasco en la lectura de algún libro y veo los telediarios. Lo de empacharse de series y películas no es lo mío, por varios motivos: ni estoy suscrito a ninguna plataforma ni acostumbrado a ver televisión fuera de los horarios habituales, es decir, a partir del noticiero de las tres y los documentales subsiguientes o el telediario de las nueve y lo que venga después hasta más o menos la medianoche. El resto del tiempo, la caja tonta permanece apagada. Y durante este confinamiento mantengo la misma costumbre. ¿Qué hay que ver? O programas enlatados, películas ya vistas o una avalancha de malas noticias, acerca de una pandemia que está vaciando los asilos de manera inmisericorde, que te instala en el pesimismo más catastrofista.

Entre tanto, los aborregados con cualquier moda que consideran socialmente vistosa siguen aplaudiendo cada tarde mientras los ataúdes de ancianos salen por decenas de las residencias. Un seguidismo acrítico que recuerda a las masas enfervorizadas que aplaudían a Hitler o a Franco en el balcón de la Plaza de Oriente: hacían lo que creían que debían hacer para no destacar. ¿O es que sólo los sanitarios están realizando sacrificios para luchar contra la pandemia del coronavirus? Seguro que entre esos que, no sólo se rompen las manos sino que exigen a viva voz que todos lo hagan, está quien, en condiciones normales, se muestra violento ante una demora en su centro de salud, no consigue una baja o pretende que todo el sistema sanitario pivote sobre su caso en particular, sin discriminar por gravedad o priorizar emergencias. Incluso, el reacio a pagar impuestos que posibilitan la financiación de la sanidad pública y su personal. O el que prefiere la sanidad privada y ahora exige una atención pública inmediata, universal y sin ningún tipo de escasez. Pero, claro, es más fácil aplaudir.

martes, 17 de marzo de 2020

Vivencias de un enclaustrado (1)


Llevo dos días encerrado en mi casa y ya estoy harto. Desde que el gobierno decretó el estado de alarma y obligó a todo el mundo a permanecer confinado en sus viviendas, como medida drástica para frenar la expansión de una pandemia por coronavirus que cada vez se extiende por más países, no sé qué hacer tantas horas sin hacer nada, enclaustrado entre cuatro paredes. Han pasado sólo dos días, de los quince que, en principio, debemos estar sin salir, y ya doy muestras de cierta desesperación y hartazgo.

Al principio -en realidad, el primer día-, me entretuve en reírme de la situación por la histeria de la gente haciendo acopio de papel higiénico y con los “wassas” de memes que rebotaba con amigos y la familia. Pero pronto se hicieron reiterativos, tanto los memes como las noticias de la tele, y al segundo día ya eran insoportables. Tanto como el gesto, se supone de solidaridad, de salir a los balcones a aplaudir al personal sanitario que atiende en los hospitales a los contagiados por la epidemia (quiero pensar que también por tratar a todos los demás enfermos).

Me irrita un comportamiento que, además de imitar como monos una idea espontánea que surgió en otros países, se asume como ejemplo de empatía y solidaridad hacia el colectivo profesional que debe atendernos en los centros sanitarios. Y me molesta porque las muestras de apoyo y comprensión que solemos manifestar son aquellas que nos resultan cómodas y baratas. Si exigieran algún sacrificio o gasto, ya no serían tantos los que se adhirieran a ellas. Salir a aplaudir, para que nos vea todo el vecindario, es lo más fácil: reconforta nuestra propia autoestima más que otra cosa. Lo malo de todo ello es que, si al segundo día de estar enclaustrado en mi casa ya estoy a disgusto con la hipocresía pública que esta situación saca a relucir, mal voy a soportar tanto cautiverio. Vamos: que mal empezamos.      

sábado, 14 de marzo de 2020

Sensatez y paciencia frente al virus


España ha declarado el estado de alarma por la pandemia del virus COVID-19 que nos está afectando. Sería aconsejable actuar con sensatez ante la emergencia. No es lo mismo un brote epidémico con un número contenido y delimitado de casos, que la duplicación de las cifras de contagio y fallecidos casi a diario. De apenas un centenar de infectados a cómputos de cuatro mil, con pronóstico de superar los diez mil contagiados, ya es motivo suficiente para la alarma.

Culpar ahora de lo que no se hizo antes, es cinismo, cuando no difamación interesada o partidista. El foco más importante de la epidemia, y hasta cierto punto desbocado, está en Madrid, y no es consecuencia de la manifestación del 8-M celebrada allí. Estas manifestaciones se realizaron en muchas otras ciudades del país, sin que hayan generado focos de infección semejantes. Tampoco lo justifica el volumen de la población madrileña. Existen otras causas que intentan no explicitarse abiertamente. Se trata, en definitiva, de la comunidad donde se hicieron más recortes en la sanidad y se privatizaron más hospitales, precisamente por parte del partido que actualmente gobierna el Ayuntamiento y la Comunidad, y el que preside el actual líder de la oposición, que exige responsabilidades y dictamina culpabilidades cada día. Sería exigible mayor corresponsabilidad ante una emergencia de esta naturaleza, de índole global.

La enfermedad que provoca el virus tiene un periodo de incubación de 5-6 días, por lo que existen personas infectadas que no presentan síntomas, pero que pueden contagiar la enfermedad y extenderla. Tal probabilidad exige precaución (limitación) en los movimientos y en las relaciones interpersonales. Pero la precaución no es sinónimo de miedo o paranoia, mucho menos de terror o pánico. Hacer acopios de alimentos o medicinas es una actitud irracional. No estamos en guerra ni se va a producir situaciones de desabastecimiento en el país, menos aún durante el estado de alerta decretado.

Hay que evitar, eso sí, los contactos físicos (darse la mano, abrazos, besos), no las relaciones con gente sana. Mantener una distancia de algo más de un metro, para evitar estar expuestos a emisiones que se expulsan al hablar y respirar, es prudente, pero no significa el rechazo o la huida de los otros como si fueran unos apestados. Sin embargo, el roce y la cercanía casi íntima que se produce en aglomeraciones y sitios cerrados sin ventilación están totalmente contraindicados, hay que rechazarlos. Entre un extremo y el otro se halla el término medio espacial de la sensatez.

Tampoco hay que interpretar las medidas de aislamiento como unas vacaciones extras que se pueden aprovechar para viajar o hacer turismo. Ello supondría propagar la infección a otras zonas afortunadamente libres de ella. Los desplazamientos deben evitarse, si no es por causa de fuerza mayor.

El número creciente de contagios, que se multiplican a diario de manera casi exponencial, justifica la alarma decretada por el Gobierno. Las medidas adoptadas, que requieren de la responsabilidad individual de todos, responden a protocolos establecidos para reducir la propagación y contener la expansión de la epidemia, no a causa de su letalidad.

Si alguien sospecha, por los síntomas que presenta, que se ha contagiado, debe guardar aislamiento en su propio domicilio y llamar a los teléfonos de emergencia para que le informen de la conducta y actuaciones a seguir, según su estado. No hay que acudir a los hospitales por la mera aparición de síntomas leve de gripe o fiebre que no supera los 38 º C, puesto que los hospitales ya están colapsados con la presente crisis y demás patologías a las que deben enfrentarse habitualmente. Las camas disponibles han de reservarse para casos de mayor gravedad que ponen en peligro la vida de los pacientes.

El virus de la actual epidemia no tiene tratamiento, de momento. Muchas de las epidemias virales de los últimos años se deben al contagio por virus de animales que saltan al ser humano, y surgen en zonas con deficientes medidas higiénicas, tanto en animales como en personas. De ahí que estas epidemias se originen, habitualmente, en países en vías de desarrollo, desde donde se transmiten al resto del mundo hasta tanto se disponen de instrumentos de control terapéutico (fármacos, vacunas, etc.)

La industria farmacéutica, radicada en países ricos, no investiga ni elabora medicamentos para agentes potencialmente nocivos pero improbables, como los virus de animales, sino para enfermedades existentes, que afectan a grandes sectores de la población, que permiten rentabilizar la inversión en investigación y elaboración que han desarrollado en sus laboratorios. Tampoco suele fabricar fármacos para poblaciones con poca capacidad económica, en las que es difícil obtener grandes beneficios. Todo ello explica la relativa proliferación de estas nuevas enfermedades víricas, desconocidas hasta la fecha, y la sorprendente vulnerabilidad que exhibimos frente a ellas. No las atendemos (estudiamos) ni nos prevenimos (preparamos fármacos contra ellas).

Todo lo cual nos obliga a la responsabilidad, la sensatez y la paciencia para hacer frente al virus, aunque no estemos acostumbrados a permanecer encerrados, no sólo en nuestros hogares, sino con nosotros mismos y nuestras neuras. Quince días es poco tiempo, pero me temo que nos parecerá una eternidad, además de un problema para los que no saben qué hacer con los hijos ni a quién dejárselos, pierden el empleo, dejan de ganar dinero en sus negocios o se ven forzados a adelantar sus vacaciones. Un follón.

jueves, 12 de marzo de 2020

¡Pandemia!


La epidemia que arrancó en China por un virus nuevo sumamente infeccioso ya ha causado contagios masivos en numerosos países del mundo. Ya se ha convertido en una pandemia, aunque hubiera una cierta resistencia a declararla así por parte de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Se trata de la primera pandemia que conocemos en pleno siglo XXI, después de haber prácticamente erradicado, al menos controlado, las que hace décadas desataron también miedo y alarma entre la población, como la viruela, el sarampión o el SIDA. Actualmente es un coronavirus que causa patologías respiratorias, más benignas que letales, salvo en personas de edad avanzada con enfermedades previas que pueden verse agravadas hasta desencadenar la muerte, lo que mantiene en vilo a gobiernos y autoridades sanitarias de medio planeta, no por su patogenicidad, sino por la capacidad exponencial de propagación que tiene para transmitirse. Es un virus extraordinariamente infeccioso y bastaría el simple contacto físico o la exposición a las microgotitas que se expulsan al hablar y respirar (gotas de Flugge de saliva o moco) de una persona portadora para contagiarse.

Esa multiplicación de contagios en la población es lo que provoca las alarmas, debido a los trastornos en la actividad rutinaria a que se ven sometidos los países con brotes epidémicos (cierre de colegios, aislamiento de trabajadores, colapso de hospitales, prohibición de movimientos a, o desde, zonas afectadas, obligación de guardar cuarentena a los expuestos o portadores de la infección, suspensión de todo tipo de aglomeraciones deportivas, festivas, religiosas, empresariales, artísticas, culturales, etc., y la consiguiente desaceleración económica que todo ello desencadena y la interrupción de los flujos comerciales de manera global.

Si a ello se añade la propensión a la histeria de amplias capas de la población, más por exceso de información que por desconfianza y temor justificados, que rápidamente hace acopio de alimentos y exagera las medidas preventivas o de higiene (mascarillas, geles desinfectantes, etc.), no resulta extraño que la parálisis o la sobreactuación hagan mella en la sociedad. Y si, para el colmo, la situación de emergencia es utilizada para la confrontación política y la erosión del gobierno por parte de quienes están dispuestos a obtener réditos electorales de cualquier contingencia, por grave que sea, tenemos el panorama perfecto para desencadenar algo parecido al caos en el comportamiento de ciudadanos suspicaces o ingenuos y en la cadena de relaciones que caracteriza a cualquier sociedad. A punto estamos, pues, de salir corriendo para protegernos de una pandemia que, para los catastrofistas, es peor que la peste negra. ¡Prepárese!     

miércoles, 11 de marzo de 2020

Por qué soy de izquierdas


Es fácil responder recurriendo al chiste: porque soy pobre, hijo de una familia humilde. Pero, dejando aparte las condiciones de origen, soy de izquierdas por convicción, por considerarlo lo más justo para todos, no sólo para mí. Por ello, aunque fuera rico, seguiría siendo de izquierdas y contribuyendo a la materialización de su ideario. Pero no milito en ningún partido político, aunque mi voto siempre apoye a las formaciones de izquierdas, obedeciendo antes a una actitud pragmática que fundamentalista. Sin embargo, soy fiel a la ideología más que a unas siglas. Una especie de librepensador, como me calificó un amigo. Si alguna vez me he sentido defraudado por el partido al que voto, lo castigo votando a otro partido de izquierdas. Por simple coherencia. No concibo un trabajador de derechas, ¡y mira que los hay! Me parece una contradicción.

Tan contradictorio como un burgués de izquierdas. Resulta “lógico” que un burgués, un acaudalado de las clases privilegiadas, se identifique con la derecha o con el liberalismo económico. Es decir, con ideas y políticas que defienden su clase social y su concepto de sociedad y modelo económico, puesto que su mayor preocupación estriba en conservar su riqueza y privilegios. Es lo que le permite disfrutar de una educación privada, una sanidad privada y un ambiente social diferenciado y exclusivista. Y está en su derecho, mientras pueda costeárselos de su bolsillo. Su desahogada posición se la ha ganado con el sudor de su frente o la ha heredado. Los desfavorecidos no han tenido tanta suerte ni las condiciones para acceder a ella. Estos condicionantes de nuestros respectivos nichos sociales son los que nos obligan a ser consecuentes y coherentes con la ideología que vela por nuestros respectivos intereses.

La derecha aboga constantemente por bajar impuestos y reducir todo gasto social. procura la precarización laboral y la privatización de los servicios públicos. Detesta que con su dinero se construya un Estado del Bienestar que sólo beneficia a los desafortunados, a quienes dependen del trabajo por cuenta ajena y de salarios que apenas cubren sus necesidades básicas, incluso a los que ni siquiera pueden aportar recursos a la riqueza nacional. Por ello es reacia a pagar impuestos y, más aún, a la progresividad de una política fiscal que le obliga pagar más que los que menos tienen. Una sociedad “solidaria”, que mira por todos, no es su objetivo -le parece un modelo injusto y contrario a sus intereses-, sino aquella neoliberal que declara el predominio del individuo y su suprema libertad, aun cuando perjudique el bien común. Por eso, el pensamiento de derecha se basa en el individualismo, de igual modo que el eje del liberalismo es el yo.

La libertad de mercado y el neoliberalismo económico crean desigualdad, inestabilidad y pobreza. Tratan a todos como agentes iguales, tanto compradores como vendedores, con los mismos derechos para enriquecerse o empobrecerse, sin valorar si todos disponen de las mismas oportunidades. La ley de la oferta y la demanda, en mercados poco regulados, representa una oportunidad para el que dispone de recursos para invertir y especular. Pero el trabajador sólo puede vender su propio trabajo, sobre el que pivota su desarrollo como persona y miembro de la colectividad, dotándole de significados y propósitos vitales. La “igualdad” y la libertad de mercado le niegan derechos, libertad y autonomía para el control, la estabilidad y el sentido de su único patrimonio: su trabajo. Su seguridad, la satisfacción de sus necesidades más apremiantes, descansa en la cooperación y la solidaridad de toda la sociedad en su conjunto. Más que individualista, es gregario por necesidad porque precisa de servicios públicos que sustenten la educación, la salud, la justicia, la vejez y hasta el transporte (subvencionado) urbano. De ahí que la izquierda se declare socialista* o colectivista, en su más noble significado, desde los tiempos de los babeuvianos, por su afán en defender la verdadera igualdad (de oportunidades y derechos), la libertad (emancipadora de la opresión) y la solidaridad (entre toda la comunidad). Viene de antiguo, de los viejos utopistas (Moro, Campanella, Owen, etc.) que soñaron un mundo mejor en el que poder llevar una vida digna de ser vivida. Y de la razón, de la que emerge la acción política que persigue tales objetivos “utópicos” de transformación social.

Tras casi dos siglos de pensamiento socialista, jamás satisfecho por mucho que el humanismo y la ilustración hayan guiado sus pasos, persisten los problemas, aparecen nuevos retos y las metas se mantienen en el horizonte de lo inalcanzable. Por cada respuesta, surgen nuevas preguntas a los problemas de nuestro tiempo que el socialismo no acaba de atender. Lacras de desigualdad, opresión y pobreza que siguen sin eliminarse y vuelven a constituir desafíos al bienestar común, presentándose en la actualidad como los Objetivos del Milenio de la ONU. De hecho, en las últimas décadas, la desigualdad, la precariedad y la pérdida de derechos han aumentados en nuestro país y otras democracias de nuestro entorno de manera inimaginable. Hemos asistido impávidos a crisis económicas que se han hecho recaer impúdicamente sobre los hombros de los trabajadores y los desfavorecidos, generando miseria, paro y desigualdad, mientras los ricos aprovechaban para hacerse más ricos con cada estornudo cíclico del capitalismo

Por todos estos motivos, los intereses de los trabajadores y de los acaudalados o detentadores del capital son diferentes, son opuestos. Unos defienden su individualismo egoísta y autosuficiente, mientras que otros buscan la solidaridad en el reparto de cargas y riqueza entre todos. Unos buscan salvarse solos, otros salvarse todos. Y yo, como trabajador, prefiero pagar impuestos y disfrutar de servicios públicos. Y de un Estado que corrija los desajustes del mercado y regule su funcionamiento para evitar la explotación, la desigualdad y la pobreza de los más débiles. Aunque ello me condene, como a Marx, al sexto círculo del Infierno de la Divina Comedia, donde Dante alojaba a los herejes, a los seguidores de Epicuro y a los ateos. Mejor compañía, imposible.

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Nota*: Socialismo, historia y utopía, de L.F. Medina Sierra. Ediciones Akal, Madrid, 2019.

domingo, 8 de marzo de 2020

Día triste de la Mujer


Qué triste es celebrar un Día dedicado a la mujer por lo que expresa de carencia, la de su plena igualdad con el hombre. Qué vergüenza causa tener que recordar cada año que la mujer supone la mitad de la Humanidad y que, como el conjunto de los seres humanos, merece el reconocimiento y el respeto a su persona y su dignidad. Qué bochorno produce volver a reivindicar sus derechos y libertades, sin discriminación por razón del sexo, en una sociedad que todavía no acaba de asumir que la mujer es un miembro más de la misma con los mismos derechos y oportunidades que el hombre, y que todavía ningún país del mundo ha alcanzado la total igualdad entre hombres y mujeres. Qué pavor genera ese machismo recalcitrante que sigue tratando a la mujer como objeto de su propiedad, sometido a su voluntad y capricho, y que es capaz de llegar a feminicidio y la violencia de género cuando no consigue sus propósitos. Qué frustración tan profunda provocan leyes, instituciones y líderes, de todos los ámbitos, que aun cuestionan la igualdad de la mujer o la matizan en función de ideologías o privilegios sociales, económicos, religiosos o culturales. Qué pena de esa parte de nosotros que hemos de defender de nosotros mismos y de nuestro sistema patriarcal y machista. Y lo que es peor aún, qué asco que ni la educación, ni el progreso, ni todos los días internacionales dedicados a la mujer hayan servido para sensibilizar conciencias, erradicar discriminaciones y superar todas las brechas (laborales, salariales, sociales, legales, etc.) que soporta la mujer aún en pleno Siglo XXI. Qué horror tener que reclamar lo obvio, que una mujer y un hombre son lo mismo: personas, sin distinción en cuanto a derechos y libertades. Cuán patético resulta que exista un Día de la Mujer para exigir poder y gloria, incluso para ser dueña de su sexualidad (empoderamiento y libertad), derechos que se reconocen al hombre sin ningún día dedicado a él. Qué tristeza causa tener que celebrar una carencia cada 8 de marzo, la de la plena igualdad de la mujer.



jueves, 5 de marzo de 2020

Un virus viral


Una epidemia que amenaza con convertirse en pandemia, provocada por un virus nuevo y desconocido, hasta la fecha, que hizo su aparición en un remoto rincón de China, causando una especie de gripe sumamente contagiosa y de relativa letalidad, ha desatado cierta histeria conforme, gracias a la facilidad de desplazamientos del mundo moderno, se extiende por Asia y Europa, principalmente, como un fantasma que recorre el mundo, poniendo en jaque no sólo las capacidades sanitarias por atajarla, sino también la economía de los países a los que alcanza la infección. Y es que el virus se ha vuelto viral.

Dicho germen, denominado coronavirus COVID-19, pertenece a una familia amplia de virus, entre los que hay que causan enfermedad en los humanos, y otros en los animales. Al parecer, el patógeno que está propagándose por el mundo se originó en los murciélagos, sin que se sepa todavía cómo saltó a las personas, si bien directamente o a través de otro animal intermedio que hizo de huésped. Sea como fuese, lo cierto es que desde que surgió el primer brote en Wuhan, China, país donde ha contagiado cerca de 80.000 personas y provocado la muerte de más de 2.700 de ellas, en su mayoría personas de edad avanzada y con otras patologías previas, el virus se ha extendido con inusitada rapidez a más de 78 países, como Corea del Sur, Japón, Irán, Italia, EE UU, Argelia, México y España, por citar algunos de ellos. El número de fallecidos en todo el mundo supera ya las 3.200 personas. No se trata, por tanto, de una infección benigna ni localizada, sino de una enfermedad importante y, por ahora, descontrolada.

Que sea importante no quiere decir que sea grave, aunque la mortandad que puede provocar depende más del estado de salud previo de las personas que de la letalidad del virus. Los síntomas respiratorios que genera pueden complicar patologías existentes en las personas a las que infecta. No obstante, la alarma que desata la infección está justificada por su enorme capacidad para propagarse entre la población, sin detenerse en fronteras o mares, una capacidad de contagio que hace que cada infectado se convierta en un foco que irradia, a su vez, la enfermedad a su entorno cercano, multiplicando exponencialmente los contagios. Esto es lo importante de este virus, no tan letal pero sumamente infeccioso.

Combatir su propagación es complicado, pero imprescindible. Ello implica el control de movimientos de las personas desde las zonas afectadas a las que están libres de contagio. Y de hacer guardar cuarentena a los pacientes diagnosticados con la infección y portadores del virus. Por sentido común, es recomendable evitar las concentraciones multitudinarias en estadios, festivales, congresos y otros eventos de esta naturaleza. Pero, sobre todo, lleva a todo el mundo a retomar los hábitos de higiene básicos que pudieran haberse relajado con la rutina y la confianza, como es lavarse siempre las manos, no compartir utensilios de comida ni vasos, no toser al aire ni taparse la boca con las manos, sino sobre un pañuelo o el antebrazo y evitar estar expuestos a ambientes cerrados sin ventilación. Y al menor síntoma, no correr a los hospitales o las urgencias, sino avisar a los servicios de emergencia para que indiquen el procedimiento a seguir. El simple confinamiento en el propio domicilio es, en la mayoría de los casos, suficiente para guardar cuarentena y atajar la propagación de la enfermedad. Con estas y otras medidas similares, se combate lo más preocupante de este virus, cual es su facilidad de contagio.

Su patogenicidad, en cambio, como advierte un viejo adagio médico, depende más del enfermo que de la enfermedad. Y como muchos otros virus, es probable que no tenga cura, es decir, que no se pueda vencer con algún fármaco que lo elimine. Pero si se podrá atenuar su virulencia mediante una vacuna que obligue al sistema inmune del organismo a crear anticuerpos que lo combatan. Se dedican enormes esfuerzos en hallar una vacuna pronto. Además, para afrontar la sintomatología con que suelen presentarse estas enfermedades víricas respiratorias, se dispone de una amplia farmacopea que proporciona antitérmicos, analgésicos, antiinflamatorios, antitusígenos, etc., de comprobada eficacia.  

Sin embargo, no hay que banalizar la enfermedad ni tampoco percibirla como la peste del Siglo XXI. Cada pocos años se detectan nuevos gérmenes patógenos que nos obligan a buscar remedios para contenerlos, cuando no vencerlos. El COVID-19 puede que acabe como otro virus más que nos acecha durante el invierno, causándonos una especie de gripe distinta. En esta ocasión, aparte del daño a la salud, su rápida propagación está originando un importante deterioro de la actividad económica y del comercio, debido al cierre de industrias, el aislamiento de personas y el control de movimientos. Ya existen problemas de abastecimientos en piezas de automóviles, teléfonos, aviones y demás artículos que se fabrican por separado en todo el mundo. Y una caída de la actividad económica en determinados sectores productivos, como el turismo, la hostelería, la restauración, etc., lo que, de continuar, podría abocar a una recesión económica de inimaginables consecuencias para el empleo y la riqueza en muchos países.

No cabe duda, pues, que esta crisis sanitaria mundial, provocada por un virus novedoso, más que grave es importante. Preocupa más su capacidad de contagio que su letalidad, y preocupa su efecto adverso sobre una economía globalizada e interdependiente, que no puede permitirse el lujo de ser ajena al aleteo de una mariposa en las antípodas. De ahí que se hagan ímprobos esfuerzos, en todos los países en que ha aparecido, para combatirla, estabilizarla y, si no se solventa, integrarla en el cuadro de afecciones periódicas con las que convivimos, y mantenerla controlada. Sin alarmismos ni banalizaciones, hay que interrumpir la viralidad de este virus que golpea la salud de las personas y la economía de las naciones.

lunes, 2 de marzo de 2020

Trato con el lector


Hagamos un trato. Se trata de una oferta de acuerdo tácito que inconscientemente ya hemos establecido: yo hago como que escribo para usted, amigo lector, y usted hace como que lee algo destinado sólo para usted. Es decir, que nuestra relación aleatoria sea única y personal. ¿Qué ganamos con ello? Simplemente, motivos para que los dos sigamos unidos por este vínculo inmaterial del autor con el lector, pero sumamente sólido como para obligarnos a ambos. A mí me obliga a escribir y a usted, leer. Es un trato inofensivo que da sentido a la dedicación de escribir y de leer. Un convenio de intenciones, tanto auctoris como lectoris, que dota de significados a todo texto difundido, como describiera la Semiología. Intenciones diversas -y, a veces, no coincidentes- que derivan del texto a la hora de interpretarlo, en un ejercicio de intertextualidad realmente sugerente y enriquecedor. Ello es lo que empuja algunas personas a ser escritoras o, cuando menos, pretenderlo, y a otras, leer lo que otros escriben. Sin esa especie de consenso, no existiría la literatura ni toda la industria del libro. Ni siquiera sería viable el invento de los blogs, como este sobre el que ahora reposa su vista, tal vez sin proponérselo.

El trato que le propongo, en realidad, es falso. Porque la verdad es que la escritura es un arcano que, las más de las veces, nos lleva a escribir para uno mismo y a leer para reforzar las propias opiniones con argumentos de una supuesta autoridad: la que el lector concede al autor de un texto que le atrapa o con el que se identifica. Ni yo escribo para usted, ni usted lee porque crea que escribo para usted, ni siquiera por afinidad a sus gustos o expectativas. Mas bien son actitudes, escribir y leer, que no tienen más finalidad que satisfacer un deseo o, a lo sumo, un mero capricho: el de escribir por no saber hacer otra cosa, y leer por no tener otra cosa mejor que hacer. O no. Pero desde que apareció la escritura como forma de comunicación, no existe vínculo más firme que el del autor y el lector. Entre otros motivos, porque escribir para nadie es un sinsentido si no media un lector que lee para comprender lo que le comunican, a pesar de la discrepancia inevitable entre lo que se pretende decir y lo que se pueda interpretar, máxime si las palabras apenas pueden mostrar fielmente lo uno y lo otro. Por tal razón, le formulo este trato: yo hago que escribo para usted y usted hace que lee como si lo escrito estuviera destinado exclusivamente para usted, tanto si lo asume como si lo rechaza o discrepa. Sin más condiciones. ¿Está de acuerdo?